martes, 29 de diciembre de 2009

Migrantes


Celestina llora y le duele el estómago de tanta soledad. Nunca había imaginado sus sesenta años en un lienzo tan nublado. Parte de su cosecha se marchita como un eclipse de luna que quema sus ojos. Sólo un gato recién nacido se empeña en acariciarle el hombro mientras ella le devuelve arrumacos sordos, mudos, ciegos… pensando que es otro… Quizá alguno de sus tres hijos que vagan por España. Quizá un cuarto que hace vida, o infra-vida, en Colombia. Ella y su marido no saben nada de ellos, no les llega dinero, palabras, ceniza de un aliento. Celestina llora por ellos y porque en Navidad sus sobrinos no quisieron comer el arroz con pollo que preparó. “No les gustaba”, y otro disgusto que cargar en su cavernoso corazón.

La última noticia es que la policía cargó contra uno de sus hijos y se llevó toda su mercadería. “Creo que está ilegal”. Y solloza como si los golpes de la porra sangraran en su propio pecho. Llora porque le duele el estómago de tanta lenteja y maíz asado. Llora porque no tiene manos para el azadón.

En el suelo, tierra sin abono. En las paredes, calendarios húmedos con recuerdos de otros años, océanos atrás.

Jacobo y Erick tienen 12 y 8 años. La mirada de Jacobo es un teatro de silencio con un foco, una silla y un niño. Sus padres emigraron a España cuando Erik tenía un año y medio. Sólo han llegado sus voces, tan difíciles de atrapar como una ráfaga de brisa. Erik no quiere ir, no los extraña, no los conoce. Jacobo tiembla bajo un cielo que amenaza lluvia y una noche más entre las sábanas vacías.

Aunque sólo sea en el espectáculo pornográfico de la Navidad, miremos a los ojos al extranjero que vaga con el saco vacío por las calles de Madrid. Hay muchas vidas detrás.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Los niños de la calle

Unos niños se acercaron preguntándome para qué era mi libreta. No habían cerrado la interrogación y ya encontraron una gran utilidad: recordar que están vivos. Me hicieron escribir sus nombres y edades uno a uno: David, 8 años; Joselyn, 4 años; Katy, 6 años; Pepe, 5 años; el papá de David (que no estaba), 27 años…

No sé por qué razón los niños tienen una gran facilidad para callarme. Será que ellos ven a un viejo, y yo veo sabios.

Qué podemos decir frente a un zapato del tamaño de un llavero lleno de cicatrices, y las pieles en mate, como si el color de la pobreza eclipsara a un sol que lleva siempre visera. Queda decir “tenéis que estudiar mucho, tenéis que utilizar libretas…”, pero las palabras van descomponiéndose al tocar el aire como un vidrio de agua. Las ganas se rompen en el pecho. No hay mucho que hacer, salvo escuchar la razón de un niño.

Papá Noel llegó a casa de Joselyn hace un mes y le trajo una lavadora. No pueden utilizarla mucho porque su barrio, además de ser una página blanca en la guía telefónica, sufre constantes restricciones de luz por la sequía que otros terminan de beberse. “¿En tu casa también se va la luz?”, me pregunta. “Claro, en todas las casas se va la luz”. “Es Papá Noel que quiere que se apaguen las luces para que no veamos lo que nos va a traer”. Se sube los calcetines llenos de rotos y exclama “mira cuántos colores tienen…”. Miro la libreta y veo que tiene cuatro años.

A Katy le va a traer una muñeca y “otra muñeca para mi abuela”. A David, Papa Noel le ha prometido fruta, lo cual no está nada mal viendo las mangas de su camisa, que cuelgan de sus manos como si estuvieran derritiéndose. Lo que hay es lo que hay. Y generalmente hay camiones en el aire.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

De por qué hago esto...


Hace unas semanas, Doña Rosa, dueña de unas manos privilegiadas para la elaboración de pizzas, me preguntaba que por qué camino de un lugar a otro. Que qué bueno conocer tantos lugares. Le respondí que el viaje no significa necesariamente conocer, depende mucho de cómo y por qué se viaja. Un viaje puede cambiar la vida o ser una pérdida de tiempo. Quizá la mejor forma de saberlo sea haciendo una ecuación entre el tiempo que ha pasado desde que llegaste a casa y el tiempo que tardas en hacer de nuevo las maletas.

¿Por qué lo hago? Lo hago porque dudo. Al principio llevaba esta palabra en mi mente como una losa invisible a la espalda. Hoy me doy cuenta de que mis dudas son un síntoma positivo. Significa que empiezo a comprender, y lo más importante, significa que estoy vivo. Se trata de algo innato, enfermizo, y hasta cierto punto trágico. Siempre creo que mi destino está lejos del lugar donde me encuentro, que queda un mundo por conocer y, sobre todo, por escuchar. Me temo que la búsqueda no acabará nunca, aunque llegue el momento del último destino. Entonces miraré ese cartel y seguiré desgarrándome a preguntas.

Pero hay una razón más importante que no es tan biológica sino que se aprende por el camino. Me gusta vivir a través de los ojos de la gente, de su voz y sus sentimientos. Es algo hermoso. No me canso de escuchar historias, es como estar viviendo una larga novela con personajes, luchas y sentimientos reales. Yo sólo soy el narrador, una sombra que algún día se cuela en sus vidas y se despiden de ella como ese chico que, intuyen, “nunca volverá”.

Siempre me ha traído la idea de pensar que hay gente en algún lugar del mundo que te está esperando. Que de alguna forma cambias el ritmo de su rutina por unos instantes y ellos cambian tu vida para siempre. Ganas más de lo que das. Por eso escribo. Para darles voz. Para pagar la tremenda deuda que tengo con ellos, esa enseñanza que me ofrecen, y decirle al mundo de los que están arriba que los gritos de esta gente no va a ser silenciado, no mientras yo viva y me queden palabras por gastar.

Me admira cómo un joven puede sonreir con tanta sinceridad después de contar que a su hermano mellizo lo acribillaron a balazos pensando que era él. Despachar el pasado con una sonrisa es una fuerza por vivir tan grande que te traspasa las entrañas. Admiro la capacidad de supervivencia de tanta gente que no da su brazo a torcer, aunque hayan vivido una larga noche de sesenta años. Escribir sobre esta gente es lo mínimo que puedo hacer por ellos. Es parte de mi vida.

Hay muchas formas de viajar, no invento nada con estas palabras. Puedo decir con orgullo que no hago turismo ni me atrae en absoluto. Disfruto del arte, por ejemplo, cuando lo encuentro, casi siempre de una manera casual. No lo busco. La mayor parte del tiempo prefiero perderme por los lugares por los que nadie quiere ir, o no pretende encontrar nada. Es allí donde por lo general encuentro las mejores experiencias. En esos lugares hay personas deseando contar su historia, aunque permanezcan olvidadas como los deshechos de piedra de una iglesia barroca.

Doña rosa padece una profunda depresión desde hace años. Su marido la abandonó de un día a otro con tres hijos en plena infancia. Nunca ha podido superarlo. Era escritora y profesora de niños de cinco años. Dejó el mundo de la palabra porque el sentimiento volcado sobre el papel era tan fuerte que mermaba sus fuerzas. Su hijo mayor puso una pizzería para que no pasara tanto tiempo sola. Su figura es débil, la piel de su cara es una lámina de agua que llora sobre sus ojos y boca. Critica al gobierno con la conciencia segura de una persona que se ha labrado el futuro a golpes. Ella también quiere vivir a través de mi experiencia y, por qué no, quizá mañana vuelva a coger la pluma de ese rincón de polvo que permanece silenciada en su escritorio.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Ipiales, Colombia


Hay estigmas comunes entre las personas que habitan la frontera colombiana: seriedad en los rostros, miradas huidizas, silencio. Asqueados de sentir miedo, han optado por caer prisioneros en las celdas del alma, el único lugar seguro en una tierra amenazada por guerrilleros, paramilitares y ejército.

Es un secreto a voces que en las montañas de Nariño (un golpe de vista desde Ipiales), las FARC imponen ley y orden. Los cultivos de coca se cuentan por hectáreas. Si decides meterte allí, es bajo tu única responsabilidad. Campesinos y humildes trabajadores bajan de esas montañas con historias dramáticas cosidas al corazón. Son huidos, expulsados, desterrados por la suerte de las armas, y con suerte, refugiados políticos.

Roberto tiene 37 años, una mujer y dos hijos que todavía no han alcanzado una década de vida. La familia no se pierde de vista en todo el día. Piden dinero en los escasos semáforos de Ipiales. La pesadilla se lleva prolongando durante tres meses, y no se acabará hasta que llegue un papel que les acredite como refugiados. De momento sólo son desplazados con derecho a sobrevivir. Se alimentan en un comedor social, rodeados por más de doscientas bocas selladas que, de vez en cuando, escupen historias comunes. Historias de lamento y dolor.

Roberto llevaba una vida sencilla como chófer en un pueblo de Nariño. Conocía a los comandantes del campamento de las FARC que opera en la zona. Contaban con él para desplazarse de un lugar a otro, abastecerse de alimentos, o transportar droga para procesarla en Ecuador. Un día Roberto se negó a seguir siendo cómplice de lo ilegal. Y lo pagó caro. Miembros de la guerrilla quemaron su casa y le dieron 24 horas para marcharse.

Las muertes han dejado de ser noticia en Nariño. El sicariato es la máscara en la que se ocultan paramilitares e insurgentes para ajustar cuentas. Los primeros son puros mercenarios cuyo nombre se desdibujó cuando su núcleo duro fue disuelto hace una década. Han regresado y su objetivo no son los asesinatos “políticos”. Para los paramilitares, ahora las FARC son enemigos abonados al narcotráfico. Demasiado dinero para compartir. En el camino violan y matan a civiles que tienen el valor de mirarles a los ojos.

Los guerrilleros continúan con el reclutamiento de niños mientras mantienen amordazados a hombres que han permanecido encadenados hasta once años en la selva colombiana. Han recurrido a una guerra sucia e inhumana, acosados por un Gobierno cuya política se ha movido en el mismo terreno fangoso. El movimiento revolucionario más antiguo de los que sobreviven en Latinoamérica es una caricatura de los ideales que lo impulsaron. Hoy sus miembros pueden ser juzgados por crímenes contra la humanidad.

La gente de abajo no entiende de guerras políticas y continúa su lucha por comer día a día. Como en Colombia el gas es más caro, los ecuatorianos han creado senderos ocultos para transportar en mula dos o tres bombonas y venderlas en el país vecino. Una caminata de dos días para obtener cinco dólares. Como en Ecuador la gasolina es más barata, los coches colombianos hacen cola en las gasolineras para repostar. Cada día se decomisan productos de todo tipo. No muchos. La policía es tan corrupta que ya tiene establecidas tarifas de paso por carga y producto. Como el comerciante se queda jodido porque le han soplado 30 dólares por pasar tres cajas de leche, no duda en subir los precios para que el consumidor final se joda como él. Y así continúa la cadena del comercio ilegal. Todos jodidos, menos los policías, que además, son lo que cuentan con los salarios más altos.

Hay ancianas en Ipiales que pasean por la calle con una cabra. Las ordeñan cuando algún vecino les pide un vaso de leche que, se supone, tiene propiedades curativas. Sus estómagos están armados de paciencia y resignación. Las bacterias pasan desapercibidas como los grupos de guerrilleros que, vestidos de soldados o civiles, comen un plato de mariscos en los restaurantes de la zona.

domingo, 4 de octubre de 2009

Los que nunca volverán a ser

Os mando una parte de mi experiencia en la Amazonía. La racionalidad del ser humano es inherente a su empeño por hacerse un hueco en la historia a cualquier precio. Está lejos de la razón y, sobre todo, de lo humano.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

San Antonio

Un día de algún año en la década de los cuarenta, un joven de nombre Daniel cargó de alforjas los lomos de su mula y emprendió viaje rumbo a Quito. Dejaba atrás su casa de adobe y paja, nostálgico el corazón y en la mano un hasta pronto.

Caminando despacio pero firme, los que le vieron marchar decían que su sombrero sólo dejaba ver una boca y una lágrima en la sombra, de esas que riegan la cara con el brillo de un destino. Entonces no podía imaginarlo, pero ese viaje iba a cambiar su vida y la de toda esa gente que dejaba atrás.

Durante su estancia en la capital, Daniel gastó todos sus ahorros para ingresar en una prestigiosa escuela de artesanos. Estudió sin descanso las técnicas de la escultura en madera. Tallaba día y noche para aprender el oficio y cumplir un sueño: regresar a San Antonio con las alforjas llenas de figuras de cedro y crear su propio taller, el primero en la historia de este humilde pueblo.

Sus aspiraciones se hicieron realidad. En el único haz de luz que entraba por la ventana de un cuarto oscuro, las manos de Daniel trabajaban con precisión dejando en el suelo una alfombra de virutas. Mientras creaba un mundo de madera, otros jóvenes aprendían de su técnica y experiencia. Esos aprendices llegarían a ser maestros como Daniel, y como él crearon sus propios talleres. Turistas y pequeños comerciantes empezaron a llegar, atraídos por este pueblo norteño que de la noche a la mañana se había convertido en una villa de artesanos.

De los 14.000 habitantes que existen hoy en San Antonio, un 80% se dedica al modelaje de la madera. Hay tiendas de artesanías por toda la calle principal, con esculturas de temas y tamaños variopintos, desde un ángel o un motivo indígena, a una jirafa de tamaño real. Como tantas veces, la evolución del arte ha sido inversamente proporcional al crecimiento del negocio.

La competencia se ha convertido en el motor de la picaresca y el influjo del progreso. Las máquinas han reemplazado en muchos casos la labor del artesano y se empiezan a utilizar moldes de resinas plásticas. El tiempo de ejecución se ha reducido de manera notable y, por tanto, también el precio. Los mayores perjudicados son los artesanos que mantienen firme su creencia en el oficio y la ética de un trabajo ancestral.

Muchos artesanos trabajan una media de doce horas al día. Con los años van perdiendo vista y el pulso empieza a fallar. Sus manos tiemblan en un perpetuo escalofrío, y los que trabajan a golpe de martillo ven mermadas sus capacidades auditivas. Un precio demasiado caro por dedicarse a una profesión que genera pocos ingresos. Los maestros son los únicos que han logrado prosperar comprando barato a sus “oficiales”. O lo que es lo mismo, al obrero. Los intermediarios compran figuras de 50 centímetros a un precio de 250 dólares, una pieza que luego venden en el mercado a 600 dólares.

Rubén empezó a tallar con 16 años. Su padre, Segundo, le enseñó un oficio que él aprendió con 15. Trabajan en el interior de su casa, alejados de la zona céntrica, donde se mueve normalmente el turista. Realizan murales de madera que tardan en elaborar hasta tres meses. Noventa días de trabajo pagados a 800 dólares y luego vendidos en el extranjero a 3000. Rubén tiene claro que sus manos le permiten sobrevivir y alimentar a sus hijos. Desconoce otra profesión que no sea esculpir. Aunque le duela la explotación a la que muchos artesanos se ven sometidos, continuará creando porque, como él mismo reconoce, “mi corazón es de madera”.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Barrio de Paz Urbana



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Levanta la barbilla y aplasta sus dedos índice y corazón en el cuello simulando una pistola con las manos: “Mataron a mi hijo de un tiro. Nunca supe que era un Ñeta hasta que vi llegar a decenas de jóvenes con cadenas y gorras a su entierro”. La voz de Pancho se apaga unos segundos mientras conduce el taxi que me lleva desde el centro de Guayaquil a las Cuatro Manzanas, uno de los suburbios urbanos más peligrosos de la capital financiera de Ecuador. Clasificado por el gobierno local como “zona Roja”, el barrio vive un proceso de pacificación entre algunas de las bandas callejeras más influyentes de América Latina.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Cuando nuestros ojos se apoyan en Ecuador

Miradas que envejecen, miradas que sonríen, miradas escondidas... Aquí va un latido de nuestra vida. Que lo disfruten

lunes, 31 de agosto de 2009

El mercado de Otavalo



La ciudad de Otavalo es conocida por alojar uno de los mercados de artesanías y textiles más grandes de Ecuador, la Plaza de los Ponchos. Eso es lo que aparece escrito en todos los folletos turísticos, que nada mencionan de que la ciudad es uno de los referentes migratorios más importantes del país. Mientras los extranjeros pasean sus melenas rubias y bien peinadas por el laberinto de puestos callejeros, los locales, oscuros y sin tiempo para peinarse, hacen las maletas para buscar un futuro digno al otro lado del Atlántico. Endeudándose hasta las cejas, se despiden con una sonrisa temblorosa sin saber si llegarán a usar el billete de vuelta, o tendrán que tirarlo por la borda del barco en el que viajan, si es que hay alguna salida de aire en las bodegas, o en las bocas de los peces que ocupan la zona preferente de las cámaras frigoríficas.

Algunos indígenas ya son licenciados en el trato con el extranjero y exhiben un conocimiento de inglés tan digno que pasarían cualquier examen de la ESO. Desconozco si han salido alguna vez de esta tierra, pero conocen a gente de tantas nacionalidades que ya han dado varias vueltas al mundo a través de sus voces. Son un ejemplo idóneo de cómo la necesidad y el ingenio pueden impulsar el negocio. Luego están los que no tienen ingenio y prefieren explotar, que es el camino más corto para hacer dinero pero el más largo para alcanzar el cielo. No es el caso.

La Plaza de los Ponchos es un lugar laberíntico donde se vende ropa tradicional importada de Perú, Bolivia, Colombia, o el mismo Ecuador, además de otras artesanías de fabricación indígena que en muchas ocasiones ya producen al por mayor las hordas del comercio chino. Si no estás muy interesado en capitalizar tu tiempo, se puede hacer un recorrido por el “otro” mercado de Otavalo. Merece la pena.

Puedes dedicarte a contar los niños con menos de 16 años que trabajan en el mercado y hacer un cálculo estimativo, por ejemplo, de unos dos o tres niños por cada treinta vendedores. Aquí no puedes culpar a los padres, que no tienen un puñetero dólar y necesitan de todas las migas de la fuerza bruta para comer y sacar adelante a la familia. En realidad no conocen otra cosa y asocian el trabajo de sus hijos a palabras como “responsabilidad” y “madurez”.

Lo más detestable en este caso (y en casi todos) es la actitud del Gobierno. Les importa poco o nada que exista este tipo de explotación infantil. De esta manera se ahorran gastos en educación, sanidad (el indígena suele recurrir a remediondo: burla, poco ingenio, y mucha explotación.

domingo, 16 de agosto de 2009

Por la Panamericana

La Panamericana cruza el país y se aventura hasta los confines de Centroamérica. Es una carretera convencional por la que circulan diariamente cientos de autobuses con múltiples destinos, desde un pueblo sin registro geográfico, hasta las grandes capitales de provincia. Podría pasarme horas parado en esta carretera intentando descifrar el universo que encierran los autobuses.

La mayor parte de ellos están en edad de jubilación, cálculo que unos diez o quince años de vida. Es posible escuchar el ruido del motor antes de distinguirlos en la lejanía, tosiendo y echando humo a velocidades inauditas. Lo más curioso es que los conductores suelen acelerar al máximo y pegarse al trasero del coche que circula enfrente cuando la carretera está congestionada. Cuando no hay nadie, parecen guaguas turísticas, tan lentas que se podría fotografiar el primer plano de una mariposa desde el asiento. Incomprensible.

Los autobuses son un muro particular donde los conductores “graffitean” sus conciencias y las de la gente en general. Muchos llevan mensajes religiosos colocados en la luna delantera con letras adhesivas de tres palmos de altura: “Dios es mi guía”, “La palabra del señor viaja a mi lado”,… A veces, encuentras algún ateo que prefiere los mensajes profanos: “a ver si esta noche consigo mujer” ó “yo no compro, me vendo”. Las ventanas laterales suelen estar decoradas con la cara de dos iconos universales: Jesucristo y el Che Guevara, o lo que es lo mismo, si llegamos a las armas, que alguien me alivie del pecado. Algunos llevan el tubo de escape en el lateral derecho, así que cuando entran en poblados y arrancan después de hacer una parada, arrasan con las fosas nasales de los peatones que caminan por la acera.

Los interiores son discotecas ambulantes. Recuerdo el primer autobús que tomé desde Quito. Era ya de noche así que todo se puso en escena. Luces de neón a lo largo de las cajuelas superiores, bombillas amarillas y rojas cruzando el pasillo, un círculo de bombillas verdes en el techo, reegeaton a todo trapo y venga… frenazo por aquí, curva a mota de polvo en el tubo de escape.

or hora en el descenso de una montaña...Vamos, para bajarse. Casi todos tienen, a modo de toldo, una pequeña cenefa de tela en la parte alta de las ventanas de pasajeros, cenefas que me recuerdan a la decoración de los carruajes del Far West.

Por cuestión de espacio y tiempo, dejo para otro día el catálogo de perfumes.

Todos los conductores viajan con un compañero al lado. Es el encargado de cobrar, acomodar las maletas, y colgarse de la puerta delantera para atraer a los pasajeros gritando el destino: “¡¡Quito, Quito, Quito!!”, “¡¡Otavalo, Otavalo, Otavalo!!”, “¡¡Ibarra, Ibarra, Ibarra!!”… No existen paradas definidas, o más bien, existen pero no sirven para nada. Cuando uno quiere bajarse del autobús sólo tiene que ponerse de pie, decir gracias, e inmediatamente el conductor se aparta a un lateral para abrir las puertas. De la misma forma, cuando quieres coger un autobús, sólo hay que buscar la Pana y extender el brazo. En un trayecto de doscientos metros, el autobús ha podido parar unas cinco veces, aunque suelen recuperar el tiempo acelerando hasta que no quede una mota de polvo en el tubo de escape.

En este sentido es una forma de vida bastante egoísta. No es una cuestión biológica, ni mucho menos, es tan sólo la forma en que está organizada la sociedad. Los salarios de los conductores (y de la mayoría de los profesionales que no tengan que ver con cargos públicos, médicos o abogados) son míseros, e intuyes que esos conductores deben cobrar una comisión por la caja que hagan diariamente. Por eso no les importa parar las veces que haga falta o meter a setenta personas donde sólo caben cincuenta. No les importa en absoluto la prisa que puedas tener, o que en caso de accidente, las personas que viajan de pie estén totalmente desprotegidas. Cada uno tiene que llenar el bolsillo como puede y en eso no hay caridad que valga, aunque la estampa de Cristo sea la matrícula más famosa.

jueves, 6 de agosto de 2009

Atuntaqui

Nuestra casa tiene una pequeña azotea donde los vecinos cuelgan la ropa, las sábanas, las mantas, las fregonas, los zapatos, los calzoncillos y, si hubiera, los jamones. En una esquina, detrás de todo este tejado de telas, también hay un pequeño banco de madera. Al caer el día, cuando los troncos de los eucaliptos parecen largas pértigas negras en el incendio del atardecer, me siento en ese rinconcito y contemplo la inmensidad del Cotacachi.

Vivimos a los pies de dos volcanes. Taita Imbabura es el rostro del padre. Mama Cotacachi su versión femenina. No suelen descubrir las cimas, casi siempre adornadas por una corona de niebla. Ambos conservan un profundo simbolismo para los indígenas de la zona, los imbayas, que han llegado a crear decenas de leyendas sobre ellos. Los consideran guerreros protectores de las lagunas que existen alrededor. Por eso no es extraño que les brinden ofrendas para agradecerles la cosecha y la buena suerte. De estos dos volcanes depende la salida del sol y la fertilidad de la tierra. Son tan sólo dos guerreros de los cientos de soldados de lava localizados en toda la cordillera de los Andes.


La casa está en un pueblo llamado Atuntaqui, muy cerca de Ibarra, capital de la provincia de Imbabura, al norte de Ecuador. Es un pueblo dedicado fundamentalmente al pequeño comercio textil. Hay pocos atractivos, apenas una plaza decorada con altas palmeras y una iglesia de estilo colonial. El resto son estructuras de calles cuadriculadas llenas de negocios de ropa, fondas para comer, y pequeños locales de abastecimiento que venden un poco de todo.

Los domingos el pueblo parece despertar de su letargo. Muchos indígenas y habitantes afroecuatorianos, llegan desde comunidades aledañas para vender su recolecta de frutas, verduras, cereales y animales de granja. Los que no tienen un puesto habitual en el mercado, extienden sus sábanas en los alrededores y ahí pasan la mañana, sentados, tratando de intercambiar productos o venderlos a bajo coste. Abunda el choclo (maíz), la caña de azúcar, mandarinas, cilantro, frijoles,…

Las más ancianas se envuelven en sus faldas oscuras y van desgreñando las mazorcas de maíz o las vainas de guisantes. A veces pasa algún hombre llevando su casa a cuestas como los caracoles: una silla de madera, unas bolsas de plástico, y los pantalones cosidos con las cicatrices de una vida bien jodida. Las mujeres de raza negra suelen viajar con una radio en la mano porque les cuesta bastante pasar el tiempo sin bailar. La carne se vende en una zona techada pero abierta a la realidad de la calle: perros callejeros vagando por los pasillos, moscas devorando las largas trenzas de carne que cuelgan de los ganchos…

Y así, entre detalles y una algarabía de voces anunciando productos, pensamos que en este pueblo también hay tiempo para despertar y llenarse del aliento que tanto necesita el extraño cuando se encuentra lejos de su tierra.

miércoles, 5 de agosto de 2009

En la mitad del mundo…


Hay muchas formas de sentir el sur de América. Yo lo hago desde los Andes, en esta inmensidad de piedra y arena que me cuesta tanto respirar y entender. La tierra del Inti (Sol). La reconozco en las cimas nevadas de los volcanes, en los páramos y los cañaverales que permanecen en silencio hasta la llegada de la zafra, cuando el campesino corta la caña, herido por el calor.

A veces la huelo, cruzando las calles de la mañana entre el humo de los puestos de frituras y los bidones de maíz hervido; la toco en las manos que estrecho, más hinchadas y secas de lo normal, manos de piedra, de azada y machete; la noto en la piel de los indígenas quichuas, en los fuertes pómulos que eclipsan parte de su mirada, ojos de duelo e historia partida. Me arrastran sus trenzas azul profundo, sus pies descalzos, los colgantes dorados y las frentes sombreadas por sombreros de pluma.

Apoyan la barbilla en el pecho y duermen una historia de polvo y ceniza.

Ni Capricornio ni Cáncer, la mitad del mundo sigue doliendo en los rostros. La cultura del poncho aguanta el frío de la sierra cubriendo el cuerpo hasta la orilla de los ojos; en los sacos de maíz parecen llevar las cadenas del olvido, pero en esa pesada cruz, llega tallada su música, su lucha común, la esperanza de una nueva vida… indestructible.

El Sur está repleto de estigmas que se van rompiendo por el camino en nombre del amor a una tierra y a una vida que fue.

Como siempre, me siento cerca de esa tierra pero lejos del hombre.

martes, 16 de junio de 2009

Día 9 d.T. Ballydehob, Irlanda. Jazz Festival


Ballydehob es un pueblo de esos que uno suele pasar de largo cuando va de viaje, o si para, lo hace sólo para llenar el depósito de gasolina. Un lugar de cartas y dominó donde el primer lunes descansas, y el segundo ya te estás mordiendo las uñas sin saber qué hacer. La calle principal es una línea recta de no más de cien metros con casas que parecen cajitas de colores pastel. Este tipo de vivienda predomina en los núcleos urbanos de toda la provincia de Munster. Las estructuras son tan proporcionales, limpias y ordenadas, que a veces te miras asustado las suelas del zapato para ver si estas dejando alguna huella de barro.

Por una casualidad de la vida, cuando uno se aburre suele llegar la sed, y cuando llega la sed sólo se puede saciar con cerveza. Hay otras opciones, pero esta es la menos aburrida. Además hay que compartirla con unos amigos, claro, aunque no quiten el ojo de la televisión y puedas echar monedas en su boca sin que se inmuten. Y ya que uno se pone, y que por fin ha salido de la monotonía del hogar para entrar en otra más refrescante, pues por qué no echar la tarde sentado en la barra. Es tan rutinaria la casualidad que algunos han visto negocio y la calle está ocupada de bares e irlandeses con las mejillas rojas. De hecho el mayor atractivo de Ballydehob son las pinturas de Murphys y Guiness decorando las fachadas de los bares. Se podría hacer una tesis sobre el arte de estas pinturas, todo un símbolo del país. La que más me llamó la atención fue una con cuatro músicos sentados en barriles de cerveza, borrachos como cubas y los ojos vidriosos de tanta felicidad. Todo en la línea de la monotonía refrescante.

Puede ocurrir, sin embargo, que un buen día pares a comprar unas patatas en la gasolinera de Ballydehob y te encuentras esa misma calle repleta de gente. Puede ocurrir que las terrazas de esos mismos bares se llenen de sillas y sean un tumulto de charlas y brindis. Puede ocurrir que las calles se llenen con la música de los mejores jazzistas de Irlanda y hasta las esculturas de las barras se muevan, atraídas por la flauta de Hamelín. Entonces Ballydehob, en toda su pequeñez, se hace grande y es el centro del mundo. Un puerto de sentimientos donde la gente ríe y disfruta, y parte con la marejada de la música hacia los rumbos más indómitos de la fantasía humana. Algunos alcanzan la travesía del Mar Rojo, otras navegan hasta el corazón de su infancia, y algunos se quedan varados dejando que la trompeta y el órgano se llenen de presente. Hacia dentro o hacia fuera, todos viajan.

Los irlandeses tienen buen gusto por la música, que hace grandes pequeños rinconcitos de la vida como Ballydehob. A pesar de estar influenciada por la aburrida elegancia inglesa, me temo que Irlanda tiene sangre villana y suele sobreponerse con una buena dosis de sonrisa y desorden. Entonces puedes encontrar en cualquier lugar de la isla un grupo de tres personas tocando música tradicional. Y ese grupo se convertirá a la media hora en un mitin de veinte músicos y una audiencia de cincuenta personas que dormirán felices.

Entre el arte y la sobriedad, de vez en cuando aparece Irlanda.

domingo, 14 de junio de 2009

Día 8 d.T. Sobre tener poco o nada.


En el mundo de los pobres hay dos normas básicas. Primera: todo es reciclable; segunda: muy pocas veces se bebe para olvidar.

La primera prevalece sobre aquellos que han nacido sin nada. Aquellos que a diario consiguen sacar a duras penas sus manos del lodazal; manos hinchadas que batallan contra el peso del barro que se anuncia en la noche; manos que tendrán que empezar de nuevo esa lucha animal en la mañana.

Son los “dalits” de la India, los “bayaye” de Malí o Nigeria, los peasants filipinos, los aimaras de Bolivia o los tarahumaras de México. Son los olvidados, los invisibles. Tres cuartas partes de la población mundial.

Todos aprenden la ingeniería de la supervivencia y con el tiempo se convierten en estrategas de la lucha contra el hambre y la enfermedad. Son capaces de crear una casa con dos láminas de aluminio oxidado y unas tablas de madera húmeda. Para ellos todo tiene valor. Una lata o un plástico, es un camino para seguir con vida.

Los que pocas veces beben para olvidar y casi siempre para inspirarse son los pobres que alguna vez tuvieron algo, gente que ha aprendido a nadar en los charcos de la miseria y por desilusión, desesperanza, voluntad o dolor, no consumen esfuerzos para salir de ella. Son los pobres del primer mundo.

Recuerdo a tres vagabundos en la Gran Vía de Madrid, sentados en fila con sus largas barbas, encanecidas y amarillentas, y la nariz roja de tanto noviembre. Los tres andaban cosiéndose un jersey, y enfrente de ellos tres vasos de plástico con tres cartones y tres deseos: “para vino”, “para cerveza”, y “para whisky”. Los peatones dudaban en qué vaso poner sus céntimos de euro.

La necesidad estimula los sentidos, la imaginación, los instintos primarios. La lucha por la supervivencia es un arte firmado con dolor y a veces con sonrisas. El arte más humano, y en los extremos, el más atroz.

Personalmente acabaría con todo tipo de pobrezas, todas menos una. La pobreza de lo innecesario. Sin ser un bayaye o un vagabundo en la Gran Vía, puedo intuir cómo se las gasta la escasez, y lo lucrativo y sano que puede llegar a ser el mundo de lo imprescindible (NO de la miseria). Te acostumbras, por ejemplo, a liar cigarrillos del grosor de un alfiler para no agotar los últimos gramos de tabaco; te acostumbras a llevar un libro en los bolsillos para acostarte en un parque de alguna ciudad durmiendo el hambre con palabras mientras el resto del mundo come; te acostumbras a moverte haciendo auto-stop y escuchar historias de la vida hasta entonces anónimas; te acostumbras a no tener televisión, que es como salir de una resaca, y aprovechar las oportunidad de una conversación y las imágenes de un vaso de vino; te acostumbras a no inquietarte en el silencio; te acostumbras, en definitiva, a afilar tus sentidos, a ser más humano…

Alguien dijo “es una gran locura la de vivir pobre para morir rico”. Y añado: hermosa locura.

Salud.

miércoles, 10 de junio de 2009

Día 7 d.T. Perspectiva horizontal

Me gusta vivir en las alturas, quiero decir, cuando no hay nada encima de mi cabeza que me impida el contacto con el cielo o simplemente cuando me siento cerca de él. Será porque disfruto más en el mundo de las ideas que en la pesada carga de lo terrenal, o será que lo terrenal está demasiado agotado de ideas, el caso es que me van los horizontes. En Taxco (México), disfrutábamos caminando y tomando cervezas en las azoteas de las casas. Había todo un mundo en las alturas y nos sentíamos como gatos negros por los tejados parisinos, eso sí, con más calor, mejor cerveza y atardeceres con sabor a chili. Un lujo.
Me fascinan las boardillas con ventanas en el tejado, por ejemplo. Estar tumbado en la cama y dormirme bajo un cielo lleno de estrellas. Recuerdo El Escorial adornado siempre con la imagen de la luna, a veces mordida, a veces plena. Esa ventana era un camino hacia la inmensidad del espacio, un espacio que terminaba venciendo los ojos, agotando los abrazos hasta que dejábamos de vivir.


Cuando estas rodeado de naturaleza, lejos de carreteras, pueblos y ciudades, te das cuenta de que estamos demasiado acostumbrados a tener que mirar hacia arriba para respirar y sentir el latido de un mundo desnudo. En lugares como este, en medio de prados y colinas casi deshabitadas, todo tiene otra perspectiva. No es necesario mirar hacia arriba sino que todo te llega de frente. No buscas la naturaleza sino que ella te encuentra.

Escribo esto porque hace unos días viví una experiencia emocionante. Mi habitación no tiene ventanas en el tejado aunque no las extraño. Todo está en frente de mi. Cuando llega el regalo de un día con sol aprovecho para dejar la puerta abierta y estudiar, dejando que los sonidos y los colores del campo se cuelen por todos los rincones. En uno de esos días, dos golondrinas entraron por la puerta sobrevolando a sólo a unos centímetros de mi cabeza durante cerca de un minuto. Es difícil describir la sensación. El corazón se acelera y la piel parece abrirse como un gran pétalo. Sólo recuerdo que cerré los ojos, y con las manos apretando mis rodillas, me dejé llevar. Podía sentir cada aleteo como si fuera un susurro en mi oído, podía intuir sus miradas, el ritmo de su vuelo. Las golondrinas sabían perfectamente lo que estaban haciendo. No se habían confundido ni entrado en mi habitación por error. Era un vuelo deseado.

Las aves migratorias inician su viaje por estas fechas y la pareja de golondrinas acababa de llegar, quién sabe desde dónde. No es la primera vez que vienen aquí, hace años que construyeron un nido justo encima de mi puerta. Al verme, su instinto de protección hacia las crías hizo que se pusieran alerta. Con un gesto planificado, las dos golondrinas entraron al mismo tiempo y aguantaron un buen rato en mi habitación, quizá controlándome, quizá avisando de su presencia.

Ahora mismo una de las golondrinas está apoyada en la puerta, a tres metros de mí. Ya no entra en la habitación. Se han acostumbrado a mi presencia, a verme desde abajo. También ellas tienen otra perspectiva.

martes, 9 de junio de 2009

Día 6 d.T Outsider


Para llegar hasta la casa de Peter hay que guiarse por el tamaño de los árboles, una roca al lado del camino o, simplemente, confiar en la intuición. Cuando crees que ya has llegado y te encuentras justo debajo del último arbusto que tienes como referencia, ni siquiera entonces es fácil encontrar la casa. Esta escondida en una pequeña pendiente de rocas al lado del mar. Y al lado significa, al lado. Da la impresión de que la casa hubiera llegado corriendo hasta aquí y se hubiera parado al borde del precipicio, justo un paso antes de desmoronarse y caer al océano. Sin duda la casa de alguien que quiere escapar… ¿de qué?

Peter es un abogado criminalista. Defiende a lo peorcito de la sociedad irlandesa: asesinos, traficantes, violadores,... Su razón para defenderlos, la de siempre: alguien tiene que hacerlo. Tiene unos 45 años y el pelo completamente blanco, estirado como púas de un cepillo. Sus ojos azules apenas resaltan en su pálida piel y saben jugar con miradas de suspicacia. Creo que es su sonrisa la que delata un cierto grado de locura en Peter, una sonrisa que no sabes exactamente si tira hacia arriba o hacia abajo. Pero Peter es, como quien dice, un buen hombre.

Vive con dos perros gemelos de catorce años. Uno de ellos tiene principios de Alzheimer y enseña los dientes a todo el que se le acerque a menos de diez centímetros, incluido el propio Peter. El otro anda enamorado del gato. Peter encontró al felino en la carretera medio muerto hace seis meses. Desde entonces hasta hace apenas tres días, el perro no le ha hecho ni puñetero caso, y entonces… zasss!! Flechazo. El perro le sigue a todas partes lamiéndole la cabeza y el gato aguanta como buenamente puede las envestidas de tremenda lengua. No se sabe si por resignación o verdadero sentimiento, el gato se deja querer.

A pesar de tener suficiente dinero para vivir con comodidad, Peter desea pasar el resto de sus días en la más completa de las austeridades. La casa fue un antiguo puesto de salvamento marítimo, abandonada por los fuertes vientos que soplaban del norte, allá por los años ochenta. Lo reformó dejando un pequeño salón con barra americana (la barra son los fogones, el fregadero y la nevera, dispuestos de manera que dividan el salón y parezca que hay cocina). El salón es a su vez un pequeño invernadero con macetas de tomates, uvas, girasoles…, como para quitarle a uno el aliento. Un ventanal separa el salón de la terraza, decorada con una bicicleta estática y unas maravillosas vistas al mar. Una de las grandes aficiones de Peter es contemplar las aletas de los tiburones que de vez en cuando merodean por aquí. La humedad te hiela los huesos.

En la casa hay una sola mesa que utiliza para comer y hacer sus ejercicios de yoga. Hay dos sillas. Una para él y otra para su novia. Ni una más. Tiene dos vasos de vino y dos de agua, para él y para su novia. Ni uno más. Su novia hace dulces de leche y los vende en un mercado en un pequeño pueblo cerca de Bandom. Nada más. Si te invitan a comer no puedes esperar grandes manjares, pero siempre hay dulce de leche como para alimentar a un regimiento.

Para hacer ejercicio Peter ha decidido tener su propio huerto. Como desconoce cuáles son los límites de su tierra (es el único habitante en varios kilómetros a la redonda), se ha puesto a cavar y no sabe exactamente hasta donde llegará. Su parking particular es una pequeña explanada de tierra entre las rocas. Tiene tres coches.

Peter se empeña en dar sentido a su trabajo. Recuerdo la historia de Raskolnikoff en Crimen y Castigo, un joven estudiante que decide asesinar a una anciana que comercia con joyas y se aprovecha de aquellos que tienen que vender hasta sus recuerdos. Para Raskolnikoff, matar a esta anciana no sólo no es un crimen, sino que es un acto de heroicidad. De la misma manera, Peter trata de ver en su defensa un acto de gracia hacia alguien que sin su ayuda estaría desprotegido.

A pesar de todo, intuyo que el contacto casi diario con asesinatos , violaciones y otras tragedias, le han hecho retirarse a esta esquina del mundo y mantenerse alejado de todo lo que tenga que ver con el hombre.

No deja de ser una suposición. Me quedo con lo que debe quedarse uno. Peter es único, y como quien dice, un buen hombre.

domingo, 7 de junio de 2009

Clonakilty Bay, Costa sur de Irlanda


A Claudia, a Dorana, a las dos

Si tan solo tu boca, sólo un segundo de tu boca,
se apoyara en mi corazón como una palabra encogida,
con el aire leve entre los dientes, con tus labios fugaces
como cristales de agua en la arena.
Rotos, restos de soldados en el alba.

Si tan solo ese instante de tu boca amaneciera.
Por una vez. Por una vez.
Boca de legiones de gaviotas, de olor a mar, de puerto vacío. Por una vez.
Si esa voz que mueve las hojas de mi piel,
como brisa en el cuello helado, beso que tiembla,
y deja un rastro de luna sangrando
en la fragata plateada de la noche.
Por una vez.

Entonces dibujaría caballos salvajes sobre tu vientre.
Y dejaría de ser unas manos sobre la cara
que recogen las uvas del lamento.
Dejaría este barco de velas quemadas,
dejaría de ser huella.
Dejaría que los peces de tu lengua murieran en mi boca,
y tu boca fuera caracola en mi oído.

Entonces la ausencia extendida del mar, desierto azul,
sostendría en su lengua de espuma la saliva del último beso.
Pero el caballo duerme en tu vientre.
Y esa boca es arena en mis manos,
y el caminar un algo que hay que hacer.
Si tan solo tu boca, un segundo de tu boca,
fuera un soldado en el alba… 


miércoles, 3 de junio de 2009

Día 5 d.T. Una aventura hippy

No deja de sorprenderme la cantidad de información que se puede sacar de una fotografía antigua. La expresión de una cara, el entorno, la disposición de los objetos… Cualquier mínimo detalle es una pista para intuir algo sobre el objeto representado.

Recuerdo un libro del crítico de arte inglés John Berger. En él expone una fotografía en blanco y negro con tres jóvenes en un camino de tierra. Todos van vestidos de traje. Nada más. Berger indaga en la fotografía y examina las facciones de los jóvenes, la curvatura de su cuerpo y, sobre todo, su indumentaria. Van a una fiesta, está claro, pero el traje que llevan es demasiado holgado. Salta a la vista que estas personas no usan normalmente chaqueta y pantalón de pinza. Lo que ha sido confeccionado para entrar en el cuerpo menudo de una persona de ciudad, acostumbrada al movimiento delicado, y una vida físicamente armoniosa, se encuentra ahora en el cuerpo ancho, forjado en la tierra y en continuo movimiento de unos jóvenes campesinos. Lecturas del autor: 1) Son campesinos. 2) Los trajes no están hechos para los pobres.

En el salón de la casa hay una fotografía de Steve, dueño de la casa, nada más llegar aquí hace más de veinte años. Está en una caravana. Tiene el pelo lacio y largo, barba hasta el pecho y gafas de sol con montura blanca. Viste una camiseta sin mangas y sonríe con toda la energía de un joven de treinta años. Su gesto es ilusión, esperanza. Sus manos tensas están cargadas de fuerza. En su manifiesta alegría hay ingenuidad. La ingenuidad de los sueños.

Steve y Giulia, su esposa, eran parte de un grupo de amigos movidos por la locura de los sesenta, en pleno comercio del estilo Hippy. Decidieron abandonar todo y hacer su retiro espiritual en el campo. Crearon una especie de comuna donde compartían prácticamente todo. Pero la utopía duró solo un par de años y la mayoría de ellos decidieron volver a la ciudad. Steve y Giulia permanecieron aquí, se hicieron propietarios únicos de una buena parte de la casa y, en la fragua de la madurez, se cortaron el pelo y pusieron un restaurante con ingredientes caseros. Tuvieron tres hijos: Stan, Mary y Renan. Todos crecieron al abrigo de una familia convencional.

Es obvio que el Steve de hoy no se parece al de la fotografía. Su piel ha envejecido y en su cara ya sólo destaca una considerable nariz, roja como un tomate. Mantiene la delgadez y una salud encomiable, eso sí. Del naufragio hippy sólo quedan algunos restos.

Después del formidable desayuno orgánico de mi primer día, dejé el tazón en el lavavajillas y recorrí el pasillo para ir al baño. De repente sentí el gorgoteo de un pavo en uno de los dormitorios. Así, tal cual. Me froté los ojos e hice oídos sordos. Cuando me estaba lavando la cara caí en la cuenta. Nada más llegar, mientras me mostraba los rincones de la casa, Steve trató de explicarme algo acerca de sus costumbres. Afirmé con la cabeza dando a entender que lo había comprendido todo: “It’s OK”. En realidad sólo había captado cinco o seis palabras (religion, I’m used to, prayer…). Las suficientes para reconstruir el monólogo y, ayudado por una pequeña escultura colocada en el pasillo a modo de altar, revelar la incóngnita: Steve es budista.
No puedo comentar mucho al respecto. Sólo sé que tiene una admirable capacidad pulmonar y es estricto en su culto. Todas las mañanas este particular gallo canta su oración, con la cresta pelada y la garganta lista para rasgar el silencio como un cristal.

Siempre nos quedará una foto y la grandeza de sentirse jóven.

lunes, 1 de junio de 2009

Día 4 d.T. La aparición de Robin

“El mundo está en una gota de agua, sólo hay que saber interpretar el mundo en esa gota de agua” Ryszard Kapuscinski




Decía que uno pasa muchas horas en soledad por acá, tantas que pronto te hartas de ti mismo y empiezas a preguntarte cosas extrañas. Te preguntas por ejemplo, “qué coño hago aquí”. Y esta pregunta te lleva a otra un poco más compleja, “quién coño soy”. Y ésta a otra todavía más difícil, “qué diablos es la vida”. Tragar esto de golpe, así no más, sin un café o un cigarro que ayude a digerirlo, pues está canijo. Recordé entonces las palabras del maestro: “El mundo está en una gota de agua”. En ese mismo instante sentí el humo de la niebla en el cogote y respiré más hondo. Clavé el arado en la tierra y escuché el corte de la cuchilla penetrando en la arena como si la hubiera hecho sangrar. Entonces las cosas tomaron vida y tenían sentido. La lluvia ya no me molestaba, todo lo contrario, calmaba el dolor de mis manos. Ya no veía árboles sino viejos sabios, demasiado sabios como para abrir la boca y hablar. Y así fui creando mi propio mundo lleno de gotas de agua. “Un mundo en el quepan muchos mundos”, me decía, mientras recordaba algún lugar en las montañas del sureste mexicano.

Entonces llegaste tú bajo la forma de un pequeño Robin, con el tamaño de un puño, el pecho pintado con plumas naranjas y los ojos como lunas negras. Tal cual, como los tuyos. Te acercabas dando saltitos hasta que casi podía estirar la mano y tocarte. “Pájaro valiente”, decía. No te di importancia al principio pensando que sólo andabas explorando la zona. Pero entonces me fui a trabajar al otro lado del jardín y apareciste de nuevo. Ya no era una casualidad, me buscabas. Te miré durante más de un minuto y te fuiste, dando saltitos y agitando las alas como si estuvieras temblando de frío. Ya entonces le di tu cabello, tus ojos, tu piel de ébano. Ya eras tú desembarcando en mi jardín desde el otro lado del mundo.

Todos los días desde entonces recibo la visita del pequeño Robin. No tardé mucho en darme cuenta de que en realidad tenía una tentadora necesidad de acercarse a mí. Mientras cavaba y levantaba la tierra, un manjar de lombrices veía la luz. Y ahí estaba él, dando saltitos a mi lado para pescar su almuerzo y escapar temblando de frío. Pero a pesar de todo anulo la conciencia y sigo viendo tu mirada. Te sigo saludando y abrazando con la misma ilusión del primer día porque sólo tu presencia me hace recordar y sonreir. Me sirve que el mundo sea un espejo de tu alma. Me sirve verte en una gota de agua.

Y así no más, traté de dar respuesta a la pregunta más difícil: qué es la vida.
Mi país, mi tierra, mi mundo, la vida, eres tu vestida de ave llegando en mis momentos de soledad, son todos los rincones de tu cuerpo que han pasado por mi piel, con tus guerras y tus carnavales, con la palabra dispuesta en tu boca para matar al bandido y crear un guerrero; la vida es el pequeño jardín donde pasé mi infancia; es una copa con mis viejos amigos en las telarañas de La Cúpula; es la mirada de mi padre en el silencio y el abrazo de mi madre cuando ya no hay brazos a mi lado. La vida soy yo cuando me acuesto y sólo quedáis vosotros.

viernes, 29 de mayo de 2009

Baltimore, Irlanda.

A mi hijo,
Puedes despertar a mi lado, ahora. Estamos tumbados en un anfiteatro de hierba, rodeados de caras sin rostro, con bufandas y sombreros de lana, cabellos y barbas que quieren ser oleaje, gargantas que se pegan al vino.

El sonido de una guitarra se cuelga de los árboles. La mano del músico acaricia las cuerdas soñando un pasado; sus ojos se hacen noche y vierten lágrimas en cada acorde. Un dedo quiere ser puerto, el otro gaviota, el otro, tan sólo música; todos se empujan en una batalla de deseos que nunca más serán. Y me pregunto si tus miradas y tu sonrisa serán algún día acordes.

Mi último trago de vino tiene el sabor de tu mano sobre mi cuello. Tus dedos tamborilean en mi piel como si quisieran romper las cadenas de la noche con la debilidad del polen en el aire. Un rastro de luna ilumina tu cara mientras sientes hojas de otoño en los párpados. Me preguntas un último por qué con una voz que naufraga en la calma de tu boca. Pasas tus deditos por mi cara con el tacto enamorado de un ciego que se despide. Me miras de cerca y tus ojos tiemblan en los míos, buscando el último renglón del cuento que se pierde en tu sueño guerrillero. Y detrás del vino, tan sólo un acorde.

El músico ha sacado la armónica de su bolsillo y las gaviotas se alejan del puerto. Tiras de mi camiseta y señalas sus labios. Quieres que viva en ti pero los años nos separan. Donde tu dibujas un gato que acaricia la luna con sus bigotes, yo sólo veo a un pobre hombre, solo, que apoya los bigotes en su pequeño diario de metal para confesarle un nuevo suspiro. Y a pesar de todo, me esfuerzo por disfrutar de tu circo. Por ser tu mejor amigo y quemar los pesados abrigos de la experiencia.

La armónica es una brisa fría en la piel. Me tumbo y miro al cielo con el sabor seco del último trago de vino. Entonces viajamos por la carretera. Tu lengua asoma por algún rincón de tu boca buscando mi risa en los espejos. Y haces que el asfalto sea una comedia y que los días de niebla tengan sol. Te encanta despertar los domingos y salir de viaje, llegar a algún pueblo desconocido. Sentarnos bajo un olivo con tu sombrero de paja y pensar que es la jungla y tu el cazador. Me recuerdas a mi cuando te subes a las higueras, o haces que las ramas naveguen por el río con bucaneros y arpones en la cubierta. Vivirte es vivir el presente y el pasado.

Ya eres Baltimore y mis paseos en silencio por su puerto. Ya eres la música de las guitarras y la armónica. Ya eres tu allá donde voy. Pero en el anfiteatro de hierba, mientras saboreo el último trago de vino, sé que la mirada de ese niño no es la tuya, y te bebo en acordes pensando que algún día volverá el rastro de la luna a tu cara.

jueves, 28 de mayo de 2009

Día 3 d.T. El jardín


“Allí donde veas la veleta verás el jardín”. No sé por qué motivo recuerdo estas palabras cada mañana, mientras camino y escucho el eco de mis botas sobre la hierba. Entonces, con un gesto que ya es rutina, levanto la cabeza y observo la veleta en el tejado de la casa. Intuyo que esa mirada tenga una razón. La veleta siempre apunta hacia el oeste. Hacia ti.

El jardín es todo en un pequeño pueblo habitado por seres muy especiales. Cuando pasas cinco horas despierto, día tras día, sin escuchar una sola voz y con la única compañía de unos cuantos frutales, entonces empiezas a contemplar otro mundo que no siempre vemos pero que está ahí, con su ritmo, sus costumbres, su jerarquía…

En realidad es tan sencillo como sentarse en cualquier lugar con algún espacio verde y apoyar la mano en el suelo. Si aguantas unos minutos verás pasar una hormiga entre los dedos, al rato una pequeña araña, de nuevo la hormiga con una ramita a cuestas, de repente un insecto explorador que mueve sus antenas orgulloso de alcanzar la cima. Es tan sencillo y tan difícil como sentirse vivo.

Son precisamente los insectos los habitantes más castigados de este pequeño pueblo. Errantes, vagabundos, viven a la intemperie o debajo de una piedra, y se mudan cada dos por tres cuando los arados llegan para remover la tierra (¿os suena?).

En el extremo opuesto se encuentran las gallinas. Viven en una fortaleza de pasto que ocupa una buena parte del jardín. Tienen entre siete y ocho años (el equivalente a 80 o 90 años en un hombre), y siguen poniendo huevos como si tuvieran dos. ¿El secreto? Lo de siempre, no hacer nada y comer mucho. Cubos enteros con restos de comida. Montones de alimentos que cualquier familia conservaría para el día siguiente y aquí van a parar al estómago de estas vacas con alas y cresta.

Sus peores enemigos son los cuervos. Por aquí dicen que son los seres más inteligentes que habitan el país. Son capaces de captar el más leve movimiento de un dedo a una distancia de diez metros. Cuando los cubos de comida llegan a la fortaleza de las gallinas, los cuervos sobrevuelan la zona y ocupan posiciones entre las ramas para atacar cuando ya no hay hombres a la vista. Mitad carroñeros mitad estrategas, son el alma revolucionaria del lugar.

La mayoría de la población está formada por vegetales. Seres inmóviles que sólo crecen para arriba. En uno de los laterales hay tres pequeños invernaderos, uno para el cultivo de tomates, otro para la preparación de semillas, y el otro para el cultivo de vegetales varios: lechugas, berenjenas chinas, espinacas,… El resto del espacio, bordeando el palacio de las gallinas, está ocupado por huerta, frutales, y alguna planta de marihuana que hace las delicias de la familia (la de los hombres).

El príncipe es un gato de ojos verdes y piel parda. Un auténtico perezoso que utiliza el jardín para pasear , dormitar, o salir de caza. Le gusta exhibir su trofeo, por lo general un conejo, llevándolo en la boca como si le hubiera crecido una larga barba.

Finalmente una amplia colonia de músicos difíciles de encajar: golondrinas, pájaros comunes, carpinteros,… Amenizan las mañanas con su orquesta, desafinada pero relajante. Me recuerda a La Habana. Son el arte, sin duda. Comprometidos consigo mismos, son la inspiración de los cuervos, el dolor de cabeza de las gallinas, el somnífero del gato, la cantina para los insectos y un ruido para los vegetales.

Hay entre ellos un músico especial, quizá el menos músico pero el más inteligente. Esta es nuestra historia…

martes, 26 de mayo de 2009

Día 2 d. T. Recordando castillos de arena


 Mi trabajo podría resumirse con una anécdota. Llevaba dos o tres horas cavando en uno de los invernaderos cuando Marc llegó para despedirse. Marc es un joven amigo de la familia que de vez en cuando aparece por aquí para sanarse con la brisa del mar y a los dos días regresar a su rutina en Dublín. Como en casi todas las conversaciones que he mantenido desde que llegué aquí, hice un gran esfuerzo por entenderle y a la vez pensar las palabras con las que iba a responder en unos segundos. Apoyado en el arado, la conversación fluyó con más naturalidad de lo que esperaba:

(Hablando sobre las tareas del campo)

Marcus: So, you have to place this shit over this shit… (“Así que tienes que poner esta mierda sobre esta mierda”. Refiriéndose al montón de excrementos de caballo dispuestos sobre una carretilla, y los surcos de tierra que unos minutos antes acababa de arar)
Yo: Yes. That’s my job (“Sí. Ese es mi trabajo”)
Marcus: Mmmmmhhh… Interesting job (traducción innecesaria y risas de los dos. Las suyas despiertas, las mías forzadas)

Y es que aquí soy un simple Woofer, como algunos cariñosamente me llaman. En otras palabras, la abeja obrera. Trabajo la tierra para cultivar productos orgánicos. Y esto, aunque me duela la espalda al pensarlo, no es del todo saludable.

Durante cientos de años , los campesinos trabajaban sus huertos con estiércol y sanaban los árboles con remedios caseros. Eran irremediablemente prácticos, y trasladaban al campo lo único que tenían: afecto, fuerza y sabiduría. Si una planta se ponía mala, otra planta lo curaría. Si las heladas estropeaban la cosecha, vendrían mejores cardos y lombardas. Luego llegarían los químicos y fertilizantes de todo tipo. Vida fácil. Adiós al campo. Me enfurece pensar que el sistema capitalista ha destrozado una forma de vida y una cultura milenaria, pero estando aquí, descargando kilos de arena cada día y recordando las palabras de algunos compañeros ya ancianos que he dejado por el camino, me doy cuenta de que era una cultura destinada al engaño y a la traición. El engaño de una vida mejor. La traición a una vida dura pero de alguna forma fascinante.

Hoy, mucha gente que quiere perder de vista la ciudad, se aventura a comprar unas cuantas hectáreas de tierra y recuperar lo que otros dejaron. Se mueven con una idea interesante pero nunca terminan de renunciar a los placeres mundanos y sólo es un reflejo de lo que fue. En definitiva, lo entiendo. Hoy puedes ir al mercado y ver los productos etiquetados como “orgánico”. Quien no conoce el proceso de producción piensa: ¡Comida saludable, voy a cuidarme un poco! Si lo lee alguien que entienda muy poquito acerca del tema exclamará: ¡Qué putada! ( si esa persona ha sido durante unos meses involuntariamente consumidor de productos orgánicos, se dirigirá directamente a la sección de jamones y chorizos).

Uno de los grandes inconvenientes del cultivo orgánico es la constante aparición de maleza. Hierbas y flores indeseables que crecen desesperadamente por cada rincón, alimentándose de estiércol y restos de comida que previamente se han utilizado para preparar la tierra. Y ahí entro yo, penetrando en una jungla para dejarla como un desierto. El segundo inconveniente es cargar la mierda de caballo, aunque pronto me di cuenta de que no era tan desagradable. Después de unos días y debidamente tratada es inodora y le da un toque un poco más salvaje al trabajo. Consuelo, quizá. El caso es que la mayor parte de la mañana la paso con la carretilla de un lado a otro, ahora llevando estiércol, ahora maleza; cavando surcos y peinando la tierra para dejarla lista. Entonces llega la Señora para hacer hoyitos con el dedo en la tierra y poner la semillita. Lo dicho, un Woofer. Así es la vida.

viernes, 15 de mayo de 2009

Día 1 después de Ti. La hora del gallo

 Vivo en una casa de madera, sobre una colina, justo debajo de un campamento de nubes. La casa es sencilla. Una sola habitación, una cama, una mesa, una silla, y un mapa del sur de Irlanda incrustado en la pared.

Cuando la noche ha dejado de camuflarlos, varios cuervos se rompen el pecho con graznidos que parecen balas sobre el tejado. Entonces despierto. Ni modo. Me asomo a mi pequeño balcón y observo el paisaje, un horizonte de colinas verdes y un cielo en blanco y negro que arde a menudo en la niebla. No hace falta pasar muchas horas aquí para darse cuenta de que hay dos guerras abiertas: la lluvia y el silencio.

 La primera está “naturalmente” perdida. La segunda es una guerra de banderas blancas. La calma es tan intensa que puedes sentir las gotas de agua arañando los cristales o las moscas mordiendo la madera cuando sale un rayo de sol.

Esta calma tiene su reflejo en la gente del lugar, en su mayoría granjeros y pescadores. Son personas tranquilas, muy acostumbradas a la soledad. En septiembre encienden las chimeneas y se preparan para una larga hibernación de nueve meses. Lluvia, viento, oscuridad. Los interminables prados de hierba parecen por momentos salvajes, y los monasterios en ruinas, siempre vigilados por los cuervos, le dan una imagen arcana y misteriosa .Es un lugar nostálgico. Quizá el mejor lugar para imaginar la vida irlandesa unos siglos atrás, cuando los trovadores animaban las hogueras y aguantaban con su luz la caída del atardecer.

Camino con un cepillo de dientes en la mano hasta la casa principal, un antiguo establo inglés abandonado en 1920 durante la Guerra de Independencia Irlandesa. Años después, una familia lo compraría para reformarlo y crear su propio hogar. Ella de origen británico, él irlandés. Cosas de la vida. Este matrimonio y unos cuantos vecinos más, son mi nueva y peculiar familia.

Entro en la cocina casi de puntillas para no despertar a nadie. Me sirvo un vaso de leche orgánica, cereales orgánicos y un plátano orgánico. Me acomodo junto a la mesa con los gestos de un presidiario. Mastico despacio. Miro absorto a algún punto de la pared. Abofeteo los sabores para no distinguirlos y pienso en la vida en el campo. Sólo hace unos años, cuando el campesino partía el pan con sus manos para untarlo en una sopas de ajo o unos huevos fritos. Pienso en las gotas de yema cayendo en el plato: una, dos,… como el que cuenta ovejas para dormir. Suspiro. Las nuevas tendencias han llegado a los lugares más transparentes de la naturaleza. Donde antes el carbón tejía hilos de calor sobre las manos, ahora sólo hay cenizas y la incombustible fiebre del desarrollo. No importa. Es sólo cuestión de estimular la imaginación. Me falta el plato caliente, pero soy pobre, más pobre si cabe, y hay unas hectáreas de tierra esperándome. Suficiente.

Me siento de nuevo partisano y ahora sí, estoy preparado para el trabajo. Me uniforme con botas de goma hasta la rodilla; pantalón verde entre las botas y chubasquero negro. Mi apariencia es ridícula pero útil. Allá voy. Ni modo.