domingo, 16 de agosto de 2009

Por la Panamericana

La Panamericana cruza el país y se aventura hasta los confines de Centroamérica. Es una carretera convencional por la que circulan diariamente cientos de autobuses con múltiples destinos, desde un pueblo sin registro geográfico, hasta las grandes capitales de provincia. Podría pasarme horas parado en esta carretera intentando descifrar el universo que encierran los autobuses.

La mayor parte de ellos están en edad de jubilación, cálculo que unos diez o quince años de vida. Es posible escuchar el ruido del motor antes de distinguirlos en la lejanía, tosiendo y echando humo a velocidades inauditas. Lo más curioso es que los conductores suelen acelerar al máximo y pegarse al trasero del coche que circula enfrente cuando la carretera está congestionada. Cuando no hay nadie, parecen guaguas turísticas, tan lentas que se podría fotografiar el primer plano de una mariposa desde el asiento. Incomprensible.

Los autobuses son un muro particular donde los conductores “graffitean” sus conciencias y las de la gente en general. Muchos llevan mensajes religiosos colocados en la luna delantera con letras adhesivas de tres palmos de altura: “Dios es mi guía”, “La palabra del señor viaja a mi lado”,… A veces, encuentras algún ateo que prefiere los mensajes profanos: “a ver si esta noche consigo mujer” ó “yo no compro, me vendo”. Las ventanas laterales suelen estar decoradas con la cara de dos iconos universales: Jesucristo y el Che Guevara, o lo que es lo mismo, si llegamos a las armas, que alguien me alivie del pecado. Algunos llevan el tubo de escape en el lateral derecho, así que cuando entran en poblados y arrancan después de hacer una parada, arrasan con las fosas nasales de los peatones que caminan por la acera.

Los interiores son discotecas ambulantes. Recuerdo el primer autobús que tomé desde Quito. Era ya de noche así que todo se puso en escena. Luces de neón a lo largo de las cajuelas superiores, bombillas amarillas y rojas cruzando el pasillo, un círculo de bombillas verdes en el techo, reegeaton a todo trapo y venga… frenazo por aquí, curva a mota de polvo en el tubo de escape.

or hora en el descenso de una montaña...Vamos, para bajarse. Casi todos tienen, a modo de toldo, una pequeña cenefa de tela en la parte alta de las ventanas de pasajeros, cenefas que me recuerdan a la decoración de los carruajes del Far West.

Por cuestión de espacio y tiempo, dejo para otro día el catálogo de perfumes.

Todos los conductores viajan con un compañero al lado. Es el encargado de cobrar, acomodar las maletas, y colgarse de la puerta delantera para atraer a los pasajeros gritando el destino: “¡¡Quito, Quito, Quito!!”, “¡¡Otavalo, Otavalo, Otavalo!!”, “¡¡Ibarra, Ibarra, Ibarra!!”… No existen paradas definidas, o más bien, existen pero no sirven para nada. Cuando uno quiere bajarse del autobús sólo tiene que ponerse de pie, decir gracias, e inmediatamente el conductor se aparta a un lateral para abrir las puertas. De la misma forma, cuando quieres coger un autobús, sólo hay que buscar la Pana y extender el brazo. En un trayecto de doscientos metros, el autobús ha podido parar unas cinco veces, aunque suelen recuperar el tiempo acelerando hasta que no quede una mota de polvo en el tubo de escape.

En este sentido es una forma de vida bastante egoísta. No es una cuestión biológica, ni mucho menos, es tan sólo la forma en que está organizada la sociedad. Los salarios de los conductores (y de la mayoría de los profesionales que no tengan que ver con cargos públicos, médicos o abogados) son míseros, e intuyes que esos conductores deben cobrar una comisión por la caja que hagan diariamente. Por eso no les importa parar las veces que haga falta o meter a setenta personas donde sólo caben cincuenta. No les importa en absoluto la prisa que puedas tener, o que en caso de accidente, las personas que viajan de pie estén totalmente desprotegidas. Cada uno tiene que llenar el bolsillo como puede y en eso no hay caridad que valga, aunque la estampa de Cristo sea la matrícula más famosa.