Mi trabajo podría resumirse con una anécdota. Llevaba dos o tres horas cavando en uno de los invernaderos cuando Marc llegó para despedirse. Marc es un joven amigo de la familia que de vez en cuando aparece por aquí para sanarse con la brisa del mar y a los dos días regresar a su rutina en Dublín. Como en casi todas las conversaciones que he mantenido desde que llegué aquí, hice un gran esfuerzo por entenderle y a la vez pensar las palabras con las que iba a responder en unos segundos. Apoyado en el arado, la conversación fluyó con más naturalidad de lo que esperaba:
(Hablando sobre las tareas del campo)
Marcus: So, you have to place this shit over this shit… (“Así que tienes que poner esta mierda sobre esta mierda”. Refiriéndose al montón de excrementos de caballo dispuestos sobre una carretilla, y los surcos de tierra que unos minutos antes acababa de arar)
Yo: Yes. That’s my job (“Sí. Ese es mi trabajo”)
Marcus: Mmmmmhhh… Interesting job (traducción innecesaria y risas de los dos. Las suyas despiertas, las mías forzadas)
Y es que aquí soy un simple Woofer, como algunos cariñosamente me llaman. En otras palabras, la abeja obrera. Trabajo la tierra para cultivar productos orgánicos. Y esto, aunque me duela la espalda al pensarlo, no es del todo saludable.
Durante cientos de años , los campesinos trabajaban sus huertos con estiércol y sanaban los árboles con remedios caseros. Eran irremediablemente prácticos, y trasladaban al campo lo único que tenían: afecto, fuerza y sabiduría. Si una planta se ponía mala, otra planta lo curaría. Si las heladas estropeaban la cosecha, vendrían mejores cardos y lombardas. Luego llegarían los químicos y fertilizantes de todo tipo. Vida fácil. Adiós al campo. Me enfurece pensar que el sistema capitalista ha destrozado una forma de vida y una cultura milenaria, pero estando aquí, descargando kilos de arena cada día y recordando las palabras de algunos compañeros ya ancianos que he dejado por el camino, me doy cuenta de que era una cultura destinada al engaño y a la traición. El engaño de una vida mejor. La traición a una vida dura pero de alguna forma fascinante.
Hoy, mucha gente que quiere perder de vista la ciudad, se aventura a comprar unas cuantas hectáreas de tierra y recuperar lo que otros dejaron. Se mueven con una idea interesante pero nunca terminan de renunciar a los placeres mundanos y sólo es un reflejo de lo que fue. En definitiva, lo entiendo. Hoy puedes ir al mercado y ver los productos etiquetados como “orgánico”. Quien no conoce el proceso de producción piensa: ¡Comida saludable, voy a cuidarme un poco! Si lo lee alguien que entienda muy poquito acerca del tema exclamará: ¡Qué putada! ( si esa persona ha sido durante unos meses involuntariamente consumidor de productos orgánicos, se dirigirá directamente a la sección de jamones y chorizos).
Uno de los grandes inconvenientes del cultivo orgánico es la constante aparición de maleza. Hierbas y flores indeseables que crecen desesperadamente por cada rincón, alimentándose de estiércol y restos de comida que previamente se han utilizado para preparar la tierra. Y ahí entro yo, penetrando en una jungla para dejarla como un desierto. El segundo inconveniente es cargar la mierda de caballo, aunque pronto me di cuenta de que no era tan desagradable. Después de unos días y debidamente tratada es inodora y le da un toque un poco más salvaje al trabajo. Consuelo, quizá. El caso es que la mayor parte de la mañana la paso con la carretilla de un lado a otro, ahora llevando estiércol, ahora maleza; cavando surcos y peinando la tierra para dejarla lista. Entonces llega la Señora para hacer hoyitos con el dedo en la tierra y poner la semillita. Lo dicho, un Woofer. Así es la vida.