Nuestra casa tiene una pequeña azotea donde los vecinos cuelgan la ropa, las sábanas, las mantas, las fregonas, los zapatos, los calzoncillos y, si hubiera, los jamones. En una esquina, detrás de todo este tejado de telas, también hay un pequeño banco de madera. Al caer el día, cuando los troncos de los eucaliptos parecen largas pértigas negras en el incendio del atardecer, me siento en ese rinconcito y contemplo la inmensidad del Cotacachi.
Vivimos a los pies de dos volcanes. Taita Imbabura es el rostro del padre. Mama Cotacachi su versión femenina. No suelen descubrir las cimas, casi siempre adornadas por una corona de niebla. Ambos conservan un profundo simbolismo para los indígenas de la zona, los imbayas, que han llegado a crear decenas de leyendas sobre ellos. Los consideran guerreros protectores de las lagunas que existen alrededor. Por eso no es extraño que les brinden ofrendas para agradecerles la cosecha y la buena suerte. De estos dos volcanes depende la salida del sol y la fertilidad de la tierra. Son tan sólo dos guerreros de los cientos de soldados de lava localizados en toda la cordillera de los Andes.
La casa está en un pueblo llamado Atuntaqui, muy cerca de Ibarra, capital de la provincia de Imbabura, al norte de Ecuador. Es un pueblo dedicado fundamentalmente al pequeño comercio textil. Hay pocos atractivos, apenas una plaza decorada con altas palmeras y una iglesia de estilo colonial. El resto son estructuras de calles cuadriculadas llenas de negocios de ropa, fondas para comer, y pequeños locales de abastecimiento que venden un poco de todo.
Los domingos el pueblo parece despertar de su letargo. Muchos indígenas y habitantes afroecuatorianos, llegan desde comunidades aledañas para vender su recolecta de frutas, verduras, cereales y animales de granja. Los que no tienen un puesto habitual en el mercado, extienden sus sábanas en los alrededores y ahí pasan la mañana, sentados, tratando de intercambiar productos o venderlos a bajo coste. Abunda el choclo (maíz), la caña de azúcar, mandarinas, cilantro, frijoles,…
Las más ancianas se envuelven en sus faldas oscuras y van desgreñando las mazorcas de maíz o las vainas de guisantes. A veces pasa algún hombre llevando su casa a cuestas como los caracoles: una silla de madera, unas bolsas de plástico, y los pantalones cosidos con las cicatrices de una vida bien jodida. Las mujeres de raza negra suelen viajar con una radio en la mano porque les cuesta bastante pasar el tiempo sin bailar. La carne se vende en una zona techada pero abierta a la realidad de la calle: perros callejeros vagando por los pasillos, moscas devorando las largas trenzas de carne que cuelgan de los ganchos…
Y así, entre detalles y una algarabía de voces anunciando productos, pensamos que en este pueblo también hay tiempo para despertar y llenarse del aliento que tanto necesita el extraño cuando se encuentra lejos de su tierra.