En el mundo de los pobres hay dos normas básicas. Primera: todo es reciclable; segunda: muy pocas veces se bebe para olvidar.
La primera prevalece sobre aquellos que han nacido sin nada. Aquellos que a diario consiguen sacar a duras penas sus manos del lodazal; manos hinchadas que batallan contra el peso del barro que se anuncia en la noche; manos que tendrán que empezar de nuevo esa lucha animal en la mañana.
Son los “dalits” de la India, los “bayaye” de Malí o Nigeria, los peasants filipinos, los aimaras de Bolivia o los tarahumaras de México. Son los olvidados, los invisibles. Tres cuartas partes de la población mundial.
Todos aprenden la ingeniería de la supervivencia y con el tiempo se convierten en estrategas de la lucha contra el hambre y la enfermedad. Son capaces de crear una casa con dos láminas de aluminio oxidado y unas tablas de madera húmeda. Para ellos todo tiene valor. Una lata o un plástico, es un camino para seguir con vida.
Los que pocas veces beben para olvidar y casi siempre para inspirarse son los pobres que alguna vez tuvieron algo, gente que ha aprendido a nadar en los charcos de la miseria y por desilusión, desesperanza, voluntad o dolor, no consumen esfuerzos para salir de ella. Son los pobres del primer mundo.
Recuerdo a tres vagabundos en la Gran Vía de Madrid, sentados en fila con sus largas barbas, encanecidas y amarillentas, y la nariz roja de tanto noviembre. Los tres andaban cosiéndose un jersey, y enfrente de ellos tres vasos de plástico con tres cartones y tres deseos: “para vino”, “para cerveza”, y “para whisky”. Los peatones dudaban en qué vaso poner sus céntimos de euro.
La necesidad estimula los sentidos, la imaginación, los instintos primarios. La lucha por la supervivencia es un arte firmado con dolor y a veces con sonrisas. El arte más humano, y en los extremos, el más atroz.
Personalmente acabaría con todo tipo de pobrezas, todas menos una. La pobreza de lo innecesario. Sin ser un bayaye o un vagabundo en la Gran Vía, puedo intuir cómo se las gasta la escasez, y lo lucrativo y sano que puede llegar a ser el mundo de lo imprescindible (NO de la miseria). Te acostumbras, por ejemplo, a liar cigarrillos del grosor de un alfiler para no agotar los últimos gramos de tabaco; te acostumbras a llevar un libro en los bolsillos para acostarte en un parque de alguna ciudad durmiendo el hambre con palabras mientras el resto del mundo come; te acostumbras a moverte haciendo auto-stop y escuchar historias de la vida hasta entonces anónimas; te acostumbras a no tener televisión, que es como salir de una resaca, y aprovechar las oportunidad de una conversación y las imágenes de un vaso de vino; te acostumbras a no inquietarte en el silencio; te acostumbras, en definitiva, a afilar tus sentidos, a ser más humano…
Alguien dijo “es una gran locura la de vivir pobre para morir rico”. Y añado: hermosa locura.
Salud.