viernes, 15 de mayo de 2009

Día 1 después de Ti. La hora del gallo

 Vivo en una casa de madera, sobre una colina, justo debajo de un campamento de nubes. La casa es sencilla. Una sola habitación, una cama, una mesa, una silla, y un mapa del sur de Irlanda incrustado en la pared.

Cuando la noche ha dejado de camuflarlos, varios cuervos se rompen el pecho con graznidos que parecen balas sobre el tejado. Entonces despierto. Ni modo. Me asomo a mi pequeño balcón y observo el paisaje, un horizonte de colinas verdes y un cielo en blanco y negro que arde a menudo en la niebla. No hace falta pasar muchas horas aquí para darse cuenta de que hay dos guerras abiertas: la lluvia y el silencio.

 La primera está “naturalmente” perdida. La segunda es una guerra de banderas blancas. La calma es tan intensa que puedes sentir las gotas de agua arañando los cristales o las moscas mordiendo la madera cuando sale un rayo de sol.

Esta calma tiene su reflejo en la gente del lugar, en su mayoría granjeros y pescadores. Son personas tranquilas, muy acostumbradas a la soledad. En septiembre encienden las chimeneas y se preparan para una larga hibernación de nueve meses. Lluvia, viento, oscuridad. Los interminables prados de hierba parecen por momentos salvajes, y los monasterios en ruinas, siempre vigilados por los cuervos, le dan una imagen arcana y misteriosa .Es un lugar nostálgico. Quizá el mejor lugar para imaginar la vida irlandesa unos siglos atrás, cuando los trovadores animaban las hogueras y aguantaban con su luz la caída del atardecer.

Camino con un cepillo de dientes en la mano hasta la casa principal, un antiguo establo inglés abandonado en 1920 durante la Guerra de Independencia Irlandesa. Años después, una familia lo compraría para reformarlo y crear su propio hogar. Ella de origen británico, él irlandés. Cosas de la vida. Este matrimonio y unos cuantos vecinos más, son mi nueva y peculiar familia.

Entro en la cocina casi de puntillas para no despertar a nadie. Me sirvo un vaso de leche orgánica, cereales orgánicos y un plátano orgánico. Me acomodo junto a la mesa con los gestos de un presidiario. Mastico despacio. Miro absorto a algún punto de la pared. Abofeteo los sabores para no distinguirlos y pienso en la vida en el campo. Sólo hace unos años, cuando el campesino partía el pan con sus manos para untarlo en una sopas de ajo o unos huevos fritos. Pienso en las gotas de yema cayendo en el plato: una, dos,… como el que cuenta ovejas para dormir. Suspiro. Las nuevas tendencias han llegado a los lugares más transparentes de la naturaleza. Donde antes el carbón tejía hilos de calor sobre las manos, ahora sólo hay cenizas y la incombustible fiebre del desarrollo. No importa. Es sólo cuestión de estimular la imaginación. Me falta el plato caliente, pero soy pobre, más pobre si cabe, y hay unas hectáreas de tierra esperándome. Suficiente.

Me siento de nuevo partisano y ahora sí, estoy preparado para el trabajo. Me uniforme con botas de goma hasta la rodilla; pantalón verde entre las botas y chubasquero negro. Mi apariencia es ridícula pero útil. Allá voy. Ni modo.