sábado, 30 de junio de 2012

Vladimir


Roger me cuenta que algún día, a finales de los 70, estuvo colgado de ese árbol de mango, con los pulgares atados a las ramas, una cuerda alrededor de sus testículos y una plancha de hierro en el extremo. Me cuenta que era de noche, que le custodiaban dos agentes de la guardia de Somoza y que uno de ellos silbaba en la oscuridad:

-Me apetece escuchar música- exclamó. 

-Qué música querés escuchar… - respondió el compañero. 

- Tocáte una palomita… 

El guardia se acercó a Roger, tensó la cuerda atada a sus testículos y con los brazos inutilizados bajo el mango, apretó los dientes para contener el dolor.

Me dice Roger que le metían la cabeza en bidones de agua, que recuerda las descargas eléctricas y la voz del guardia preguntándole una y otra vez dónde estaba el “hioputa de Vladimir”, el pinche guerrillero que dirigía la columna Iliana Fernández, el jodido comunista que no dejaba de abatir soldados por las calles de León. Pero Roger mantenía silencio sin revelar ninguna identidad. “No podía”, me cuenta, 33 años después. “Vladimir era yo”.



 
"El joven que muere torturado por no confesar se convierte en un testimonio absoluto de la humanidad. Gracias a él, se puede seguir viviendo" 
Ernesto Sábato