África


Donde la luz te ciega

La ONU ha calificado de “inhumana” la situación en las cárceles de Costa de Marfil. Con el norte del país ocupado desde el año 2002 por rebeldes, el sistema judicial está paralizado y las prisiones se han convertido en edificios inhóspitos de hambre, enfermedad, corrupción y maltrato.


Abidján (Costa de Marfil); Varios prisioneros forcejean para entrar en la capilla principal de la MACA, siglas francesas que dan nombre al mayor correccional al sur de Costa de Marfil, en el corazón del oeste africano. Un alboroto de voces y cantos llegan como aullidos desde el interior de la capilla. No hay seguridad policial y los reos tratan  de imponer calma a gritos. Tres reporteros entramos por uno de los laterales guiados y protegidos por Aká, un ex prisionero de Gana, y Diego Lara, misionero de la ONG Remar (Rehabilitación de Marginados). Absortos por el ruido confuso de las voces, caminamos rápido y en tensión hasta el “altar”, señalizado por un viejo estante de madera.

La sala no tiene más de 10 m2, el techo esta sembrado de goteras y la humedad es tan intensa que cuesta abrir los dedos de las manos. Un olor denso y vaporoso a espacio cerrado penetra hasta el estómago. Más de 60 hombres famélicos y con la mirada exhausta alzan las manos al cielo siguiendo la oración de un misionero cristiano. Pegados unos a otros apenas pueden moverse y balancean las piernas de izquierda a derecha con la debilidad de una marioneta. Dos grandes palanganas de plástico llenas de arroz y pescado separan al “pastor” de los convictos. Algunos de ellos no saben qué dicen, es posible que no hablen francés, pero vigilan con acecho la comida y mueven los labios con tal convicción que parecen auténticos devotos.

Al repartir la comida los prisioneros se abalanzan alrededor. Muy pocos llevan un cazo de metal para sostenerla, la mayoría utiliza los bajos de la camiseta o una bolsa de plástico, incluso las propias manos. Se retiran engullendo y dejando restos de arroz por el camino. “Lo recogerían si no estuvierais vosotros”, comenta Diego, encargado de iniciar el proyecto solidario en la MACA para dar de comer a los prisioneros tres veces a la semana.

“El principal problema para ellos es la comida, se mueren de hambre, literalmente”, afirma. La dieta habitual de un prisionero consiste en un cazo de papilla aguada de harina de maíz al día. Casi 5000 presos comparten una cárcel diseñada inicialmente para 2000. El presupuesto apenas cubre los gastos en comida de la cuarta parte de ellos. Los propios policías encargados  de la seguridad en la cárcel estiman en 24 centavos de dólar el costo de alimentación diario por cada preso.

La Operación de las Naciones Unidas para Costa de Marfil (ONUCI), estima que sólo en la prisión de la MACA mueren sesenta personas al año, la mayor parte de ellos por déficit alimentario. Enfermedades como la tuberculosis causan verdaderos estragos en las cárceles del país. “Si no tienes un familiar que te lleve algo de comida es difícil sobrevivir”, afirma Aká, doce años en prisión y hoy totalmente rehabilitado. Los productos que entran son básicos: arroz, azúcar, ñame, algo de verduras,… “la carne y el pescado suelen ser confiscados a la entrada por los policías”, advierte.

Centros de “inhabilitación”

La MACA es una mole de cemento sucio y opaco situado entre vegetación tropical en los alrededores de Abidjan, capital financiera del país. Está distribuida en cinco pabellones principales  destinados a mujeres, menores, homicidas, delincuentes comunes y presos políticos. Aká y un prisionero que dice ser “influyente”, nos llevan a conocer las celdas de la “Bat-C”, donde permanecen recluidos los condenados por homicidio. El patio central es un solar de polvo y arena donde los prisioneros deambulan en soledad o agrupándose en función de sus creencias religiosas, fundamentalmente cristianos y musulmanes. Algunos se acercan pidiéndonos direcciones o teléfonos, algún gesto que les haga pensar en la libertad.


El pabellón C tiene el mismo olor fuerte y penetrante de la capilla. Los prisioneros caminan por estrechos pasillos o permanecen estáticos al advertir nuestra presencia. Hay constantes ruidos metálicos que crean un eco inquietante. Nos muestran dos celdas con seis hombres en cada una de ellas semidesnudos y acostados en el suelo. Las celdas son sencillos cuadrados de cemento sin camas ni lavabo. Uno de los presos se levanta y se agarra con tranquilidad  a las rejas mientras nos mira fijamente a unos dos metros de distancia. Es una mirada vacía, como un saludo a la muerte. No nos están mostrando lo peor.

Toure Moussa tiene 36 años. Camina agarrado al extremo de un bastón. El otro extremo lo sostiene uno de sus compañeros que lo guía por los jardines de Attingué, centro de rehabilitación para drogadictos y exprisioneros  fundado por Remar. La mayor parte del tiempo se le puede ver a la sombra de las hojas de palma, sentado en un banco como una silueta mortecina.

Moussa es huérfano desde su infancia. Empezó a trabajar con 18 años en los contenedores del puerto de Abidjan y allí descubrió el mundo de la delincuencia, un terreno común entre los jóvenes africanos. La policía le sorprendió con droga en el bolsillo y a las pocas horas ingresó en la MACA. Sólo al cerrarse la verja de la entrada principal fue consciente del mundo en el que había entrado. Pasó dos meses en una celda disciplinaria por intento de fuga. Recuerda aquella experiencia con un tono apagado, “me daban un vaso de agua a veces cada tres dias; no había luz”. Un total de cincuenta y seis días en la oscuridad. El primer contacto con el sol le dejó ciego. Fue trasladado a la enfermería pero le negaron la atención médica por no tener dinero. Un año y dos meses más tarde salía de la cárcel.

“Las celdas disciplinarias miden dos metros por cincuenta centímetros. Puedes estar allí de una semana a un mes o dos, sin luz y un lavabo”, afirma un exprisionero de Burkina Fasso, país fronterizo al norte de Costa de Marfil. Reconoce que llegaban a dormir 45 personas en una misma celda a temperaturas de 50º. “A veces dormíamos de lado o incluso de pie”, explica, “lo que más llama la atención es que allí entraba gente por haber robado un pollo y salían convertidos en asesinos”.

Arouna es también un exprisionero burkinabé. Desde muy pequeño realizaba labores de artesanía y pasaba la mayor parte del día sentado. Empezó a tener problemas de reumatismo en la cárcel. Sin ningún tipo de cuidado médico, en poco tiempo los dolores musculares se convirtieron en una parálisis total de las piernas. “Pasaba horas tirado en el suelo porque nadie me ayudaba a levantarme. Tenía que hacerme las necesidades encima”. Arouna nunca cometió delito alguno. Durante una temporada estuvo trabajando para un ganadero cuidando porquerizas. Arouna veía habitualmente a su “señor” con otro amigo, con tanta asiduidad que un día éste le pidió unos cerdos, asegurándole que el ganadero se los había regalado. Confiado y víctima de un engaño Arouna se los dió y acabó en la cárcel.

 Sólo en el pabellón C de la MACA, más de cien prisioneros comparten un solo baño. Un informe de la ONUCI publicado en agosto de 2006 calificaba la situación en las cárceles de Costa de Marfil de “inhumanas”. En el mismo informe denunciaba muertes por homicidio y tortura, así como tratos vejatorios como atar con cadenas por los pies a varios prisioneros juntos.

Sin justicia ni seguridad

Los funcionarios de la MACA viven enfrente de la prisión, en edificios tanto o más lúgubres y deteriorados que la propia cárcel. Sólo pude ver tres policías en toda nuestra visita. Uno en la entrada solicitando los salvoconductos y dos “acostados” sobre unas sillas, con uniforme militar, aburridos y bromeando entre ellos mientras esperaban el siguiente registro de comida. “Cada vez que veníamos para dar alimento a los prisioneros los policías nos preguntaban -¿Y nuestra comida?-. Al principio les traíamos algo pero ya no dábamos abasto y desde entonces nos ponen mala cara y no nos ayudan nada dentro de la prisión”. Diego Lara considera que los policías son una víctima más de la desidia y falta de recursos del régimen penitenciario estatal. “Es muy probable que parte del presupuesto destinado a los prisioneros se lo repartan entre los funcionarios y administradores de la cárcel”, afirma.

Moussa sabe la importancia que tiene el dinero en la MACA, no sólo por su ceguera. “A veces hay que pagar para pasar horas en el exterior”, reconoce. Los prisioneros pueden recibir visitas tres veces a la semana. Algunos familiares consiguen introducir dinero entre la ropa o la comida y a partir de ahí se inicia un comercio totalmente organizado. “Son las mujeres de los policías quienes facilitan productos dentro de la cárcel”, explica Moussa, “cosas que valen cuarenta francos las venden a 200 porque saben que los prisioneros cuentan con el dinero que les llega de los familiares”.

Uno de los principales problemas a los que se enfrenta el país es la lentitud e inoperatividad de los órganos jurisdiccionales. En septiembre de 2002 se produjo un levantamiento militar que dividió el país en dos, el norte controlado por los rebeldes, las Forces Nouvelles, y el sur, controlado por el Gobierno. El conflicto armado no cesó hasta marzo de 2007. Tras un acuerdo de paz, el presidente marfileño Laurent Gaghbo nombraba como primer ministro al secretario general de las Forces Nouvelles, Guillaume Soro, y prometía la celebración de unas elecciones democráticas que han ido posponiéndose hasta el próximo mes de noviembre.

Los rebeldes siguen dirigiendo el país desde Bouaké , segunda ciudad más grande y núcleo geográfico del país, hasta la frontera con Burkina Fasso al norte. En todo el territorio rebelde, con diez cárceles operativas según la ONUCI, no existe un sistema judicial definido y son los propios dirigentes de las Forces Nouvelles quienes administran  justicia. En las 22 prisiones que se encuentran en la región controlada por el gobierno la situación no es mucho mejor y las condiciones humanitarias son deplorables.


El Ministerio de Justicia estima que el 30% de los reclusos están pendientes de ser juzgados, aunque las cifras no oficiales señalan que el porcentaje puede llegar hasta el 60% en algunas prisiones. “Una audiencia  en la justicia penal puede llegar a tardar años”, señala John Rose, de la Unidad de Prisiones de la ONUCI. En un país en que la justicia se encuentra prácticamente paralizada, son los propios ciudadanos lo que se encargan de administrarla, a veces de la manera más cruel. “Si alguien grita -¡Ladrón!-, las propias personas, aunque no tengan nada que ver, le persiguen hasta matarlo”, afirma Fernando Campañá, misionero portugués con catorce años de residencia en distintos países de África.

 Ismael tenía 22 años cuando intentaba robar con un amigo en una tienda de alimentación. El dueño les vio y no dudó en disparar con su escopeta. El amigo murió e Ismael recibió trece perdigonazos en la cabeza que todavía hoy mantiene detrás de las cicatrices. Desde entonces, hace ya cuatro años, tiene dificultades para mantener el equilibrio y graves problemas de visión. “Las mayores heridas”, reconoce Moussa, “son los recuerdos de la cárcel”, heridas que nunca cicatrizarán.



Burkina Fasso, impresiones desde la carretera
 Ougadougou (Burkina Faso)



El paso fronterizo que une Costa de Marfil con Burkina Fasso es una vieja caseta de madera y un retén de clavos oxidados. Serían pasto de la noche si no fuera  por una bombilla que cuelga de la caseta como una lombriz ahorcada. Alumbra poco, lo suficiente para atraer a unos cuantos insectos y dar forma a un funcionario que registra con calma un par de visados. Ya no quedan viajeros a estas horas de la noche.

Cuando las tropas francesas ocuparon en 1919 la región del Alto Volta (Burkina Fasso), establecieron los límites con Ghana siguiendo la línea de un paralelo. Esa línea imaginaria dividió a pueblos milenarios como los gurunsi, los dagari o los bisa, tribus que hasta entonces habían mantenido lazos estrechos de convivencia pero que, de la noche a la mañana, se vieron envueltos en un orden desconocido.

La misma situación se repitió en toda África. Más de diez mil tribus fueron divididas a mediados del siglo XIX en cincuenta países que aglutinaban poblaciones que jamás se habían mirado a la cara, o lo que es peor, no podían mirarse sin sacar un cuchillo. La caseta que divide Burkina Faso y Costa de Marfil es una muestra de la  fragilidad de las fronteras: la suerte de unos y otros depende de un retén con clavos oxidados.

La eterna lucha
Los frenos de un destartalado autobús rompen el silencio de la noche. Por el reflejo de las ventanas se puede ver la silueta de decenas de personas apretujadas unas a otras… Poco a poco van saliendo del autobús, formando una larga fila de sombras silenciosas. Es posible que el autobús venga de Ouagadougou, la capital de Burkina, o incluso de Namey, en Níger, en cualquier caso, un viaje de más de diez horas. A pesar del cansancio del trayecto, cada uno de ellos se acuesta al borde de la carretera sin decir nada y en riguroso orden, para dormir.

En la mayor parte de África,  los autobuses no siguen un horario regular. Salen, sencillamente, cuando se llenan. No importan las horas que haya que esperar, circular con la mitad del pasaje es un lujo demasiado caro. Mientras tanto los viajeros esperan estoicos sabiendo que nada puede cambiar esa situación. Lo aceptan sin más, es su forma de vida: esperar. El tiempo es un concepto existencial que  no vale ni un solo céntimo, y ¿por qué hacerse esclavo de algo que no tiene valor? 

 En Burkina Faso es común la imagen de varias personas sentadas debajo de un árbol o frente a su pequeño negocio, jubilosas durante la mañana o calladas al mediodía, en el momento en que el sol golpea con más fuerza. Cuando no tienen compañía para administrar el tiempo, adoptan la posición de un escriba y ven pasar las horas en soledad. Puede parecer una actitud de desidia y, sin embargo, es algo comprensible. En realidad hay pocas cosas que hacer: no hay tierras para cultivar, no hay ganado, industria… nada. Por otro lado es una simple cuestión de supervivencia. Las temperaturas llegan a sobre pasar los 50º y cualquier esfuerzo debe dosificarse al máximo.

Cada día es un juicio que determina la estancia del africano en el cielo o en la tierra. Un reto por superar. El futuro, en pocas palabras, es una broma. Los planes y los objetivos caducan con el atardecer. Despertar para vivir un nuevo día es todo un regalo. De ahí la paciencia de todas estas personas que ahora viajan en el autobús durante horas, esperan filas y duermen en la carretera porque el conductor está cansado y así lo ha decidido. Todo es improvisado. Donde hoy encuentras una aldea de chabolas mañana sólo hay arena. Donde hoy encuentras un pequeño lago, mañana es tierra cuarteada.

Entre Dios y los mercados
Amanezco en Bobo Dioulasso, la segunda ciudad más importante del Alto Volta. La mejor garantía para madrugar son las oraciones musulmanas que  llegan como sollozos antes de iniciarse el alba. Hoy, sólo cinco horas antes, me he dormido con el eco de un coro presbiteriano. Las religiones autóctonas, el catolicismo y el islam, conviven en relativa calma y son una muestra más del asedio de culturas que ha ido penetrando en África.

A pesar de este crisol, más de un 50% de la población profesa la religión mahometana. La indumentaria de la mujer es el ejemplo más visible de ello. Sus largas y fáunicas figuras son como oasis de colores en el sediento paisaje de la sabana. Relegadas a caminar por las orillas de las carreteras, lucen un arco-iris de faldas, pañuelos y colgantes dorados que delatan su fe en el islam. Una cara menos amable  de esta religión, pero también muy habitual, es la de los garibos, niños que deambulan por las ciudades con grandes botes de conservas pidiendo dinero o comida. Cuando ven a un nazara (hombre blanco), se abalanzan sobre él mostrando los jirones de su ropa y la estampa de la pobreza.

 El islam fue introducido en el país por un profeta conocido como Amadu Bamba, un verdadero objeto de culto. Sus seguidores, los muridas, consiguieron extender su credo por todo el país. La herencia arquitectónica más significativa de ese proceso histórico es una preciosa mezquita sudanesa de barro construida en 1880. Es lo más parecido  a un objeto de arte convencional que puede encontrar un turista. Las costumbres, los colores,, los rostros… Ese es el mayor legado de los burkinabés.

Todas las viviendas hacen la función de negocios y están construidas con maderas y metales en un estado lamentable. Es la ingeniería de la supervivencia. Todo es reciclable, todo tiene valor. Entre estos pequeños comercios predominan los talleres mecánicos. El mal estado de la carretera y de los coches que circulan por ellas, hace que proliferen estos “locales” improvisados de reparación. Y es que gran parte de su vida acontece en las carreteras. Es la ruta hacia los mercados, la estela del movimiento, de la voz y del ruido frente a esa quietud monótona de la tierra infértil que se alarga como una sombra kilométrica hacia el interior. Por la carretera transita el comercio, la vida. Alejarse de ella significa adentrarse en los confines de una miseria mucho más extrema.

A pocos kilómetros de Bobo Dioulasso, junto a la carretera principal, se encuentra el mercado de Diebougou, todo un espectáculo de color y de gente. Es en estos lugares de comunión donde el africano se siente parte del mundo. Allí hay mujeres con media docena de mangos a sus pies y que sane que no van a vender nada en todo el día. Pero no importa tanto vender el producto como acudir al mercado para escucharse a sí mismas y sentirse vivas.


La Historia “robada”
Venya lleva cinco minutos siguiéndome por el mercado. Ninguno de los dos hablamos francés,  así que nuestra comunicación es imposible. Aparte de su nombre, murmurado con los labios casi cerrados, intuyo que puede tener unos diez o doce años. Sus pómulos y brazos estaban cubiertos de arena. Son unos brazos extremadamente delgados. El izquierdo está vencido a la gravedad; el derecho sostiene sin fuerza un cesto vacío sobre su cabeza. Mientras el coche en el que viajamos se pone en marcha, Venia permanece varios minutos en el mismo sitio, inmóvil, en el único rincón de asfalto de la sabana. 


Minutos más tarde, viendo pasar la tierra de África desde una ventanilla, pienso en ella. En realidad, todas sus palabras, todo el diálogo, se hab concentrado en la mirada. Una mirada observadora, asombrada y finalmente cariñosa.

Livingstone o Binger ya señalaban en sus diarios de viaje “la profunda hospitalidad del africano”. Para estas personas, acostumbradas al mismo escenario día tras día, la visita se convierte en algo excepcional, incluso en un motivo de fiesta. Venia no buscaba nada, ni siquiera mi voz,  sólo el simple placer de verme, de explorarme de forma incondicional. Pienso en ello y veo la naturaleza más primitiva del humanismo.
El camino hacia la capital conserva los rasgos más puros y tradicionales del África Negra. Durante los más de trescientos años de esclavitud y gran parte del periodo colonizador, África era totalmente desconocida para los europeos. Estos traficaban con hombres desde los puertos y ciudades costeras, dejando que fueran mercenarios nativos los que llegaran con esclavos desde el interior. De esta forma se preservó ese Darkest África al que eludían los ingleses, el “África tenebrosa” que hoy nos deslumbra con sus encantos.

Son aldeas eminentemente pobres, con no más de una veintena de chozas y un horizonte de arena entre unas y otras. La mayor parte de los habitantes pertenecen a la etnia de los mosi. Existen dos teorías sobre su procedencia según el historiador Joseph Ki-Zerbo. Una habla de emigrantes de lo que hoy sería la parte septentrional de Ghana, y otra que sitúa su procedencia en habitantes de tierras nórdicas   empujados al sur por los bereberes.

La elevada tasa de natalidad, ya de por si mermada por la malaria y la desnutrición, no oculta una preocupante despoblación en toda la zona. Con la crisis económica de 1932, el territorio de Burkina Fasso fue dividido entre el Sudán Francés, Níger y Costa de Marfil. El objetivo era provocar la emigración de sus habitantes para que trabajaran las plantaciones de café, cacao y algodón de estos países limítrofes. Las fuerzas de trabajo disminuyeron entonces considerablemente, aunque el fenómeno migratorio continuó hasta hoy, ahora si, por razones voluntarias y de subsistencia.

El atardecer de una cultura
Llegamos al poblado de Petit Balé. El calor es insoportable. Una pequeña laguna sobrevive quién sabe por qué milagro, refrescando a varios personas que tratan de pescar con redes sujetas a los extremos de una pértiga de madera. Cada cinco minutos forman un círculo entre ellos agrupándose hacia el centro para cercar a los peces… ¿peces? En media hora he sido incapaz de distinguir una sola muestra de vida, por más que los pescadores se han empeñado en rastrear entre las algas.


Burkina Fasso es uno de los países más pobres de África. Su principal fuente de vida es la agricultura y, en menor medida, la ganadería. Paradójicamente pasan largas temporadas al año sin una gota de agua, hasta el punto de regar los huertos con barro húmedo. Uno de los bienes más preciados del país, las minas de cobre, fue explotado en gran parte por los franceses durante el colonialismo. Pero no era suficiente. Al no tener dinero para pagar los impuestos que la administración francesa inventaba por cualquier motivo, los campesinos se veían obligados a trabajar  los campos de algodón o las escasas carreteras que entonces se llevaron a cabo. Todavía hay cementerios junto a estos caminos, repletos de personas que murieron de agotamiento, obligados a hacer kilómetros de asfalto como si pusieran las cubiertas de paja de su hogar. Y en estas condiciones lograron la independencia. El poder político asumiría el organigrama usado por los europeos para que el campesino, en definitiva, siga siendo  un ser totalmente desvalido.

Al entrar en Ougadougou, dejo atrás los últimos restos de pobreza. Los bayaye, en su mayoría jóvenes que llegan de aldeas remotas ocupando la periferia de la ciudad en un estado mísero, dan paso a una capital limpia y ordenada en comparación con otros centros políticos y financieros de África. La estética occidental invade las calles, con jóvenes que han renunciado a los trajes tradicionales  para tratar de imitar la moda europea y norteamericana.

Dicen que las tribus del Alto Volta se mostraron rebeldes a la ocupación francesa, pero la realidad es que Occidente se hizo con la cultura africana desde el primer momento. Al respecto, se cuenta una anécdota muy curiosa. Los ingleses, en su lucha con Francia para obtener las tierras del Alto Volta, distribuyeron banderas británicas entre los habitantes de la zona. Algunos defienden que la población usó entonces los colores de la Union Jack como objeto mágico contra el blanco. Otros, sin embargo,  dicen que las mujeres del Mogho Naba (rey) se hicieron ropas con ellas.

Aquellos buitres devorando la piel de un animal en  la carretera que conduce al norte del país, me resultó una imagen evidente del mal y las carencias que asolan África. Otra clase de carroñeros, no tan visibles, han extendido sus alas de norte a sur del continente. Me pregunto si algún día esa terrible sombra dejará de batir sus alas, o por el contrario, continuará la dolorosa indiferencia, tan similar a la de esos niños jugaban junto a los buitres.