En
la húmeda montaña de los Altos de Chiapas, en México, un niño indígena de 3
años llamado Arón, sale las noches de luna llena al patio de su casa, extiende
sus bracitos y trata de abrazarla. “Ven mami, ven”, dice. Y por mucho que cree
abrazarla nunca siente esa luna almendrada entre sus dedos. La mamá de Arón
también se llamó Luna. Una vez al mes el niño repite el ritual en los
días de plenilunio, esperando que su madre baje de un cielo al que subió hace
dos años, cuando una tuberculosis pulmonar acabó con su vida.
La
abuela de Arón me lo cuenta en lengua tzeltal, sentada en ese patio donde el
pequeño espera inquieto los días de luna llena. Tres meses en una cama de
madera podrida bastaron para aplacar los 27 años de su madre. La medicación
para tratar la tuberculosis nunca llegó a la aldea de Akibiljok, un poblado
indígena donde, de vez en cuando, acude algún doctor en prácticas. Demasiado
lejos. Demasiado pobres.
Luna
tomó horchata comercial para curar unos pulmones que se consumían como un
cigarro en las llamas de la fiebre. La doctora fue a verla y le recetó
pastillas para la gripe: “no hay más medicación”, le dijo, o lo que es lo
mismo: ha llegado tu hora. El “sako bal” (tos blanca), como llaman los
indígenas a la tuberculosis, iba cerrando los ojos de Luna y silenciando sus
labios.
Lejos
de las cumbres de Chiapas, entre los papeles del sistema de salud, el nombre de
Luna y el de otros cientos ha sido borrado cuidadosamente de la lista de
enfermos por tuberculosis. Mientras el gobierno contrata a doctores para
maquillar cifras y decir que “la enfermedad de los pobres” es cosa del pasado,
mujeres y hombres siguen cavando fosas anónimas en la montaña. Niños como Arón
siguen buscando a su madre por un cielo que les fue negado en la tierra.