jueves, 8 de septiembre de 2011

Abrazando a Luna




En la húmeda montaña de los Altos de Chiapas, en México, un niño indígena de 3 años llamado Arón, sale las noches de luna llena al patio de su casa, extiende sus bracitos y trata de abrazarla. “Ven mami, ven”, dice. Y por mucho que cree abrazarla nunca siente esa luna almendrada entre sus dedos. La mamá de Arón también se llamó Luna. Una vez al mes el niño repite el ritual  en los días de plenilunio, esperando que su madre baje de un cielo al que subió hace dos años, cuando una tuberculosis pulmonar acabó con su vida.

La abuela de Arón me lo cuenta en lengua tzeltal, sentada en ese patio donde el pequeño espera inquieto los días de luna llena. Tres meses en una cama de madera podrida bastaron para aplacar los 27 años de su madre. La medicación para tratar la tuberculosis nunca llegó a la aldea de Akibiljok, un poblado indígena donde, de vez en cuando, acude algún doctor en prácticas. Demasiado lejos. Demasiado pobres.  

Luna tomó horchata comercial para curar unos pulmones que se consumían como un cigarro en las llamas de la fiebre. La doctora fue a verla y le recetó pastillas para la gripe: “no hay más medicación”, le dijo, o lo que es lo mismo: ha llegado tu hora. El “sako bal” (tos blanca), como llaman los indígenas a la tuberculosis, iba cerrando los ojos de Luna y silenciando sus labios.

Lejos de las cumbres de Chiapas, entre los papeles del sistema de salud, el nombre de Luna y el de otros cientos ha sido borrado cuidadosamente de la lista de enfermos por tuberculosis. Mientras el gobierno contrata a doctores para maquillar cifras y decir que “la enfermedad de los pobres” es cosa del pasado, mujeres y hombres siguen cavando fosas anónimas en la montaña. Niños como Arón siguen buscando a su madre por un cielo que les fue negado en la tierra.