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No sé por qué razón los niños tienen una gran facilidad para callarme. Será que ellos ven a un viejo, y yo veo sabios.
Qué podemos decir frente a un zapato del tamaño de un llavero lleno de cicatrices, y las pieles en mate, como si el color de la pobreza eclipsara a un sol que lleva siempre visera. Queda decir “tenéis que estudiar mucho, tenéis que utilizar libretas…”, pero las palabras van descomponiéndose al tocar el aire como un vidrio de agua. Las ganas se rompen en el pecho. No hay mucho que hacer, salvo escuchar la razón de un niño.
Papá Noel llegó a casa de Joselyn hace un mes y le trajo una lavadora. No pueden utilizarla mucho porque su barrio, además de ser una página blanca en la guía telefónica, sufre constantes restricciones de luz por la sequía que otros terminan de beberse. “¿En tu casa también se va la luz?”, me pregunta. “Claro, en todas las casas se va la luz”. “Es Papá Noel que quiere que se apaguen las luces para que no veamos lo que nos va a traer”. Se sube los calcetines llenos de rotos y exclama “mira cuántos colores tienen…”. Miro la libreta y veo que tiene cuatro años.
A Katy le va a traer una muñeca y “otra muñeca para mi abuela”. A David, Papa Noel le ha prometido fruta, lo cual no está nada mal viendo las mangas de su camisa, que cuelgan de sus manos como si estuvieran derritiéndose. Lo que hay es lo que hay. Y generalmente hay camiones en el aire.