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Celestina llora y le duele el estómago de tanta soledad. Nunca había imaginado sus sesenta años en un lienzo tan nublado. Parte de su cosecha se marchita como un eclipse de luna que quema sus ojos. Sólo un gato recién nacido se empeña en acariciarle el hombro mientras ella le devuelve arrumacos sordos, mudos, ciegos… pensando que es otro… Quizá alguno de sus tres hijos que vagan por España. Quizá un cuarto que hace vida, o infra-vida, en Colombia. Ella y su marido no saben nada de ellos, no les llega dinero, palabras, ceniza de un aliento. Celestina llora por ellos y porque en Navidad sus sobrinos no quisieron comer el arroz con pollo que preparó. “No les gustaba”, y otro disgusto que cargar en su cavernoso corazón.
La última noticia es que la policía cargó contra uno de sus hijos y se llevó toda su mercadería. “Creo que está ilegal”. Y solloza como si los golpes de la porra sangraran en su propio pecho. Llora porque le duele el estómago de tanta lenteja y maíz asado. Llora porque no tiene manos para el azadón.
En el suelo, tierra sin abono. En las paredes, calendarios húmedos con recuerdos de otros años, océanos atrás.
Jacobo y Erick tienen 12 y 8 años. La mirada de Jacobo es un teatro de silencio con un foco, una silla y un niño. Sus padres emigraron a España cuando Erik tenía un año y medio. Sólo han llegado sus voces, tan difíciles de atrapar como una ráfaga de brisa. Erik no quiere ir, no los extraña, no los conoce. Jacobo tiembla bajo un cielo que amenaza lluvia y una noche más entre las sábanas vacías.
Aunque sólo sea en el espectáculo pornográfico de la Navidad, miremos a los ojos al extranjero que vaga con el saco vacío por las calles de Madrid. Hay muchas vidas detrás.