Cuando tuve al Etna frente a mi sentí un ligero escalofrío, de esos inspirados por una conciencia mortal (o mortal conciencia) que observa con asombro una imagen insumisa a la extinción. Sicilia parecía abarcable desde la cima del volcán que divide las provincias de Mesina y Catania mucho antes de que Jesucristo se convirtiera en el barómetro del tiempo. El recuerdo se erosiona con el río de los años, pero el Etna continúa emergiendo con fuerza cuando viajo a los recuerdos polvorientos de Italia.
Un puñado de años después tengo la misma sensación frente a la cumbre más alta de México. El Citlaltepetl (“cerro de la estrella”) es un gigante de piedra que se eleva a 5.610 metros sobre el nivel del mar; un volcán clásico, hermosamente infantil, de esos que un día se dibujan en un cielo azul y al otro se ocultan bajo el velo de la niebla. Dice la leyenda que una guerrera olmeca llamada Nahuani falleció en esta zona oriental del país durante una cruenta batalla. Viajaba con ella un halcón llamado Orizaba, su guía y consejero. Al ver a Nahuani morir, el halcón se elevó hacia el cielo y se dejó caer en picado atravesando la tierra y haciéndola emerger en forma de montaña. Los aztecas dieron al volcán el nombre de Poyautécatl, “el señor de la niebla”. Para mí, es ya un sherpa en las noches que amenazan con retrasar el alba.
Cerca de volcán…
Entre la voz de los comerciantes resuenan los cascos de un caballo. Lo cabalga un hombre de piel oscura bajo un sombrero de paja, como dibujado en un paisaje arcano. Me siento frente a la catedral y caliento mis manos con una taza de café mientras recuerdo mis primeros pasos en el país, cuando cada una de las imágenes, olores y texturas, los iba cosiendo como parches en un trapo de experiencias llamado México. El café frente a la plaza de Coscomatepec tiene ese olor inconfundible. De calles empedradas y un colorido mercado que emana olor a tierra húmeda, Cosco es la villa más habitada antes de adentrase por los valles del volcán.
Continúo rumbo al norte. El camino hacia la cumbre se estrecha en calles de tierra bordeados por pequeñas parcelas cultivadas con chayote. Según me acerco a las faldas del volcán se desfigura la montaña y el paisaje se vuelve agreste, con enormes quebradas de piedra y un bosque casi desértico en una parte importante de su superficie. Cada año se extraen siete millones de pesos de madera ilegal y el Parque ya ha perdido un 85% de su cobertura forestal, una herida mucho más profunda que arrancar una simple cabellera.
A orillas de los barrancos se encuentran “los hijos de la niebla”, niños con las mejillas abofeteadas por el frío que visten ropa holgada, o pequeña, dependiendo del hermano del que la hayan heredado. Son harapos camaleónicos que se camuflan mejor en la tierra cuanto más rasgados estén. Debemos la vida a una tierra rica que nos da de comer, aunque la naturaleza más adánica, la original, tiene una fachada esencialmente pobre. No admite corbatas, y sí parece engalanarse con la desnudez y las botas sucias. La tierra mancha la piel y reverdece el alma, aunque en su estado más primitivo también es solitaria, no quiere intrusos, no les da nada. En las faldas del volcán hay alrededor de 27 mil habitantes retando la soledad del volcán. Son pequeñas aldeas distribuidas por las laderas con hombres y mujeres que viven como pueden. Contagiados por el silencio volcánico, apenas hablan ni creen en la necesidad de la palabra.
La maestra de una escuela rural y varias madres me ceden su voz por unos minutos para hablarme de la vida en Citlaltepetl. Sus habitantes extraen de la tierra lo único que les da, madera. Elaboran cajas para transportar frutas y verduras, un proceso de producción en el que participa toda la familia, desde la abuela que carga en alforjas las ramas taladas, al niño que después de la escuela dedica las tardes a cortar leños. Una gran parte del suelo es improductivo, con tierras escarpadas y un clima hostil que apenas les permite cultivar maíz: “cuando no nos lo tira el viento”, dice una de las mujeres ataviada con falda y un rebozo sobre los hombros.
¿Quién querría vivir en una tierra tan inhóspita? Algunos creen que las comunidades del volcán se fundaron después de la Reforma Agraria llevada a cabo por Lázaro Cárdenas, el presidente mexicano que abrió la puerta a los exiliados españoles durante la Guerra Civil, un gesto que me recuerda no sólo a esa España republicana que creo amar, sino el infierno del migrante y el refugiado que en Europa recibe portazos en la cara, ayer en Lanzarote y hoy en Lampedusa. Otros creen que estos poblados fueron creándose después de la Revolución Mexicana de 1910, levantados por familias refugiadas en los montes que acabaron haciendo vida en la clandestinidad. La realidad de hoy habla de familias pobres que soportan temperaturas de dos grados durante más de la mitad del año, durmiendo entre láminas de madera y caminando horas para llegar a una clínica. Los niños sufren enfermedades respiratorias agudas que no pocas veces terminan con la muerte. El volcán sigue reclamando su cuota de soledad y el gobierno se la da gustosamente, olvidando que hay 20 mil almas viviendo a sus pies.
Llego hasta la última comunidad habitada del volcán, a unos 3 mil y pico metros de altitud. Jalco está emplazado sobre una enorme explanada de tonalidades blancas y amarillas. Las poco más de treinta casas de madera están dispersas y la gente mira con desconfianza. Soy de ese tipo de visitas inesperadas, que nunca llega, o no debería llegar. Si el lugar se cubriera de nieve podría parecer uno de esos campamentos de Yukón o Alaska descritos por Jack London a finales del XIX. No hay aventureros llegando a los límites del continente norteamericano en busca de oro, pero si la estampa de una vida que parece estar de paso, esperando una oportunidad que nunca llega. Adelante sólo hay silencio y un bello camino hacia la cima volcánica. Con el viento corre el rumor de Nahuani. Pasarán los hombres y la horas, pero el señor de la niebla continuará esperando aquí eternamente.