miércoles, 3 de junio de 2009

Día 5 d.T. Una aventura hippy

No deja de sorprenderme la cantidad de información que se puede sacar de una fotografía antigua. La expresión de una cara, el entorno, la disposición de los objetos… Cualquier mínimo detalle es una pista para intuir algo sobre el objeto representado.

Recuerdo un libro del crítico de arte inglés John Berger. En él expone una fotografía en blanco y negro con tres jóvenes en un camino de tierra. Todos van vestidos de traje. Nada más. Berger indaga en la fotografía y examina las facciones de los jóvenes, la curvatura de su cuerpo y, sobre todo, su indumentaria. Van a una fiesta, está claro, pero el traje que llevan es demasiado holgado. Salta a la vista que estas personas no usan normalmente chaqueta y pantalón de pinza. Lo que ha sido confeccionado para entrar en el cuerpo menudo de una persona de ciudad, acostumbrada al movimiento delicado, y una vida físicamente armoniosa, se encuentra ahora en el cuerpo ancho, forjado en la tierra y en continuo movimiento de unos jóvenes campesinos. Lecturas del autor: 1) Son campesinos. 2) Los trajes no están hechos para los pobres.

En el salón de la casa hay una fotografía de Steve, dueño de la casa, nada más llegar aquí hace más de veinte años. Está en una caravana. Tiene el pelo lacio y largo, barba hasta el pecho y gafas de sol con montura blanca. Viste una camiseta sin mangas y sonríe con toda la energía de un joven de treinta años. Su gesto es ilusión, esperanza. Sus manos tensas están cargadas de fuerza. En su manifiesta alegría hay ingenuidad. La ingenuidad de los sueños.

Steve y Giulia, su esposa, eran parte de un grupo de amigos movidos por la locura de los sesenta, en pleno comercio del estilo Hippy. Decidieron abandonar todo y hacer su retiro espiritual en el campo. Crearon una especie de comuna donde compartían prácticamente todo. Pero la utopía duró solo un par de años y la mayoría de ellos decidieron volver a la ciudad. Steve y Giulia permanecieron aquí, se hicieron propietarios únicos de una buena parte de la casa y, en la fragua de la madurez, se cortaron el pelo y pusieron un restaurante con ingredientes caseros. Tuvieron tres hijos: Stan, Mary y Renan. Todos crecieron al abrigo de una familia convencional.

Es obvio que el Steve de hoy no se parece al de la fotografía. Su piel ha envejecido y en su cara ya sólo destaca una considerable nariz, roja como un tomate. Mantiene la delgadez y una salud encomiable, eso sí. Del naufragio hippy sólo quedan algunos restos.

Después del formidable desayuno orgánico de mi primer día, dejé el tazón en el lavavajillas y recorrí el pasillo para ir al baño. De repente sentí el gorgoteo de un pavo en uno de los dormitorios. Así, tal cual. Me froté los ojos e hice oídos sordos. Cuando me estaba lavando la cara caí en la cuenta. Nada más llegar, mientras me mostraba los rincones de la casa, Steve trató de explicarme algo acerca de sus costumbres. Afirmé con la cabeza dando a entender que lo había comprendido todo: “It’s OK”. En realidad sólo había captado cinco o seis palabras (religion, I’m used to, prayer…). Las suficientes para reconstruir el monólogo y, ayudado por una pequeña escultura colocada en el pasillo a modo de altar, revelar la incóngnita: Steve es budista.
No puedo comentar mucho al respecto. Sólo sé que tiene una admirable capacidad pulmonar y es estricto en su culto. Todas las mañanas este particular gallo canta su oración, con la cresta pelada y la garganta lista para rasgar el silencio como un cristal.

Siempre nos quedará una foto y la grandeza de sentirse jóven.