Camino pensando en ese hombre que me espera en su oficina a las once y media en punto. Aquel hombre que se arrodilló ante Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua en 1983, cuando el máximo pontífice retiró su mano y le recriminó que pusiera en orden su vida, porque, difícilmente, iba a aceptar en sus filas a un cristiano, marxista, sacerdote católico, guerrillero, teólogo de la liberación y ministro de cultura de un gobierno rebelde. Y todo eso, era entonces Ernesto Cardenal.
A sus 87 años, el poeta que desafió al Vaticano se ha
mantenido conservador con su imagen: guayabera, pelo largo, barba cana y boina
negra. Y así, tal cual, me recibe.
Durante una hora me explica que sigue siendo un recluta de
la única revolución posible, la de los pobres; que el Vaticano sigue siendo una mentira y que
la historia tiene una deuda con los ideales de Marx; que se encuentra cómodo en
el silencio, que volvería a entregar su vida a Dios y que el hombre es un lobo
para el hombre… ¿quién si no?