lunes, 2 de noviembre de 2009
Ipiales, Colombia
Hay estigmas comunes entre las personas que habitan la frontera colombiana: seriedad en los rostros, miradas huidizas, silencio. Asqueados de sentir miedo, han optado por caer prisioneros en las celdas del alma, el único lugar seguro en una tierra amenazada por guerrilleros, paramilitares y ejército.
Es un secreto a voces que en las montañas de Nariño (un golpe de vista desde Ipiales), las FARC imponen ley y orden. Los cultivos de coca se cuentan por hectáreas. Si decides meterte allí, es bajo tu única responsabilidad. Campesinos y humildes trabajadores bajan de esas montañas con historias dramáticas cosidas al corazón. Son huidos, expulsados, desterrados por la suerte de las armas, y con suerte, refugiados políticos.
Roberto tiene 37 años, una mujer y dos hijos que todavía no han alcanzado una década de vida. La familia no se pierde de vista en todo el día. Piden dinero en los escasos semáforos de Ipiales. La pesadilla se lleva prolongando durante tres meses, y no se acabará hasta que llegue un papel que les acredite como refugiados. De momento sólo son desplazados con derecho a sobrevivir. Se alimentan en un comedor social, rodeados por más de doscientas bocas selladas que, de vez en cuando, escupen historias comunes. Historias de lamento y dolor.
Roberto llevaba una vida sencilla como chófer en un pueblo de Nariño. Conocía a los comandantes del campamento de las FARC que opera en la zona. Contaban con él para desplazarse de un lugar a otro, abastecerse de alimentos, o transportar droga para procesarla en Ecuador. Un día Roberto se negó a seguir siendo cómplice de lo ilegal. Y lo pagó caro. Miembros de la guerrilla quemaron su casa y le dieron 24 horas para marcharse.
Las muertes han dejado de ser noticia en Nariño. El sicariato es la máscara en la que se ocultan paramilitares e insurgentes para ajustar cuentas. Los primeros son puros mercenarios cuyo nombre se desdibujó cuando su núcleo duro fue disuelto hace una década. Han regresado y su objetivo no son los asesinatos “políticos”. Para los paramilitares, ahora las FARC son enemigos abonados al narcotráfico. Demasiado dinero para compartir. En el camino violan y matan a civiles que tienen el valor de mirarles a los ojos.
Los guerrilleros continúan con el reclutamiento de niños mientras mantienen amordazados a hombres que han permanecido encadenados hasta once años en la selva colombiana. Han recurrido a una guerra sucia e inhumana, acosados por un Gobierno cuya política se ha movido en el mismo terreno fangoso. El movimiento revolucionario más antiguo de los que sobreviven en Latinoamérica es una caricatura de los ideales que lo impulsaron. Hoy sus miembros pueden ser juzgados por crímenes contra la humanidad.
La gente de abajo no entiende de guerras políticas y continúa su lucha por comer día a día. Como en Colombia el gas es más caro, los ecuatorianos han creado senderos ocultos para transportar en mula dos o tres bombonas y venderlas en el país vecino. Una caminata de dos días para obtener cinco dólares. Como en Ecuador la gasolina es más barata, los coches colombianos hacen cola en las gasolineras para repostar. Cada día se decomisan productos de todo tipo. No muchos. La policía es tan corrupta que ya tiene establecidas tarifas de paso por carga y producto. Como el comerciante se queda jodido porque le han soplado 30 dólares por pasar tres cajas de leche, no duda en subir los precios para que el consumidor final se joda como él. Y así continúa la cadena del comercio ilegal. Todos jodidos, menos los policías, que además, son lo que cuentan con los salarios más altos.
Hay ancianas en Ipiales que pasean por la calle con una cabra. Las ordeñan cuando algún vecino les pide un vaso de leche que, se supone, tiene propiedades curativas. Sus estómagos están armados de paciencia y resignación. Las bacterias pasan desapercibidas como los grupos de guerrilleros que, vestidos de soldados o civiles, comen un plato de mariscos en los restaurantes de la zona.