Europa

El barbero de Picasso

Picasso y Eugenio Arias,  dos amigos inseparables unidos por el exilio, la pasión taurina y el recuerdo de una España “robada”. El genio admiraba del aldeano su carácter seguro y jovial. Arias pasaría a la historia como el hombre que cortó el pelo a Picasso durante 26 años.



Samuel Mayo (Madrid, España)

Las mañanas en Buitrago huelen a pan recién hecho. Hace frío, ese frío de la montaña que se congela en las fachadas de piedra. Hoy el sol ha templado las calles y las mujeres inician temprano su peregrinar por las tiendas de alimentación. Otros, los más ancianos, prolongan su sueño en la plaza. Hay mil páginas de historia en esos rostros pero todos recuerdan un nombre: Eugenio Arias, el barbero de Picasso.

Hace 25 años, Arias salió de Francia y regresó a Buitrago, su pueblo natal. Llevaba las maletas cargadas con más de 60 obras de Picasso y una idea en la cabeza: crear en su pequeño pueblo un museo dedicado a uno de los pintores más reconocidos del mundo. Los cuadros de Picasso se han expuesto en prestigiosas galerías de arte de Londres, Paris o Nueva York. En Buitrago, sin embargo, no hay más de tres mil habitantes y el edificio más alto es un castillo almenado del siglo XV. Eugenio Arias cumplió su promesa: llevar a Picasso a la tierra de los campesinos.

Un barbero intelectual
Encontré a Victorina en el patio de su casa, un solar frente a una plaza rodeada de pinos que empezaban a secarse con el otoño. Al verme dibujó una sonrisa y vino hacia mí arrastrando los pies. Tiene 91 años que pesan sobre su espalda como un saco de piedras. En su cara, sin embargo, hay todavía sombras de juventud y una mirada de seda que puede cortarse con un dedo. “Vamos dentro”, me dijo, sosteniéndose con delicadeza en mi brazo.

 “Eugenio y yo fuimos amigos en la infancia”, recuerda Victorina. “Su padre era sastre y su madre, Nicolasa, una pastora de ovejas que vivía en Robledillo. A él le interesaba mucho la cultura y varios chicos formamos un grupo de teatro. Había una escuela rural pero mucha gente en Buitrago no podía estudiar porque estaba ocupada en el campo. Eugenio tenía su propia biblioteca en la peluquería y enseñaba a los chicos a leer y a escribir”.

El trabajo con las manos era casi una exigencia en la España rural de principios del siglo XX. El propio Arias recordaba no hace mucho tiempo las anécdotas de aquella época. Ponía tanto entusiasmo en la educación que un ganadero llegó a decirle: “Eugenio, el abecedario me da vueltas en la cabeza de tal manera que ya no soy capaz de ordeñar a las vacas”. Eugenio aprendió a cortar el pelo con nueve años en la barbería de su tío y nunca más volvió a desprenderse de las tijeras. Serían, sin saberlo, la llave de un mundo mágico.

Al hablar de la Guerra Civil que asoló España desde 1936 a 1939, Victorina apoya su mano en mi brazo intentando transmitir con el tacto la intensidad de sus pensamientos. “Me fui como enfermera a Hoyo de Manzanares, un pueblo cercano. Yo nunca me fijé en las ideas de nadie, sólo en sus actos, pero la guerra nos hizo mucho daño. Mi padre estuvo cinco años en la cárcel y uno desterrado. Muchos amigos y familiares murieron y otros tuvieron que exiliarse, como Eugenio Arias”.

El joven barbero combatió en Buitrago y Teruel, al norte de España, junto al bando republicano. Ya casi perdida la guerra, tuvo que trabajar como peluquero en los campos de refugiados al sur de Francia y más tarde en Dijhón, tras alistarse en el ejército francés. Gracias a esta colaboración pudo construir su propia peluquería en Vallauris, un tranquilo pueblo de la costa azul francesa. Era el año 1946. Allí empezó su relación con el pintor malagueño.

Toros, república… España
Antes de sentarse frente a las tijeras de Eugenio, nadie excepto él mismo o sus mujeres habían cortado el pelo a Picasso. Tenía la excéntrica manía de pensar que quien tocara su pelo le iba a robar la fuerza creadora. “Debió sentir mucha confianza por Eugenio desde el primer día”, afirma Lalo, encargado del museo en Buitrago. “Picasso había vivido muchos años en París y escapó a la costa buscando tranquilidad. Suzanne Ramié, la propietaria de un estudio de cerámica al que acudía el pintor, le dijo a Picasso que allí había un exiliado español con un salón de peluquería. Fue a visitarle.”

 “Cuando llegó al salón Picasso ya era muy famoso y todos los clientes le cedían el turno”, continua Lalo. “No le gustó nada ese trato especial, se sentía incómodo, así que Eugenio le propuso ir a su casa para cortarle el pelo. No sé que le dijo, o lo que Picasso vio en él, pero accedió y ya no se separaron en 26 años, hasta la muerte del pintor.”

Lalo trabaja en el museo casi desde su inauguración en 1985. Entonces conoció a Eugenio. Cuando habla de él endereza los hombros como un militar, tose y suaviza sus marcadas facciones con media sonrisa: “Arias es una gran persona, campechano,… le gustaba mucho conversar con la gente que venía al museo. Rafael Alberti le visitó en un par de ocasiones, se habían conocido en Francia, como siempre, a través de Picasso”.

Lalo me enseña fotografías de aquella época. A pesar de tener 22 años menos, ‘el barbero’ se parecía físicamente ‘al pintor’. Eugenio Arias vestía de una manera sencilla y parecía mantenerse siempre en la distancia cuando había muchas personas alrededor del genio. “Picasso admiraba la seguridad y la independencia de Eugenio. Este le trataba con el respeto que merece cualquier persona, nada más. Nunca se metió en su vida privada. Françoise Gilot, una de la mujeres del pintor, decía que Picasso perdía sus temores ante Arias.”, afirma Lalo.

“Jugaban a las cartas, Eugenio le leía poemas, hablaban de España, a veces de arte, y siempre mantenían el humor. Había muchas coincidencias entre ellos. Una vez Picasso le preguntó que opinaba de su profesión. ´Cuando termino de cortar el pelo veo siempre los defectos`, le contestó Arias. Y Picasso le respondió: ´Entonces eres un artista Eugenio, yo también veo sólo los defectos cuando termino un cuadro`”.

El museo es un claro reflejo de las aficiones entre el pintor y su barbero, también de sus añoranzas. Picasso dejaba caer gotas de recuerdos en sus obras. Tinta negra sobre cerámica representando a Don Quijote y Sancho, dibujos y carteles dedicados a la tauromaquia, los colores de la bandera republicana… Nostalgia sobre el papel que de alguna manera también firmaba Eugenio. En Francia, los dos se sentían más unidos y españoles que nunca.

“Amaban los toros”, afirma Lalo mientras observamos un plato de cerámica con la cabeza de un astado. “Iban juntos a muchas corridas celebradas en Nimes o Arles. Eugenio contaba que una vez, un torero francés llamó la atención del toro pero este no se movía. Entonces Picasso se levantó y gritó desde la barrera: “¡Háblale en español que no sabe francés!”.


Hay un retrato de Nicolasa, la madre de Eugenio, con un pañuelo envolviendo su cabeza. “La Española” es una de las obras más significativas del museo. Lo que en principio era sólo un regalo, se convirtió en el cartel para una exposición internacional por la amnistía de los presos políticos en España. Ambos estaban afiliados al Partido Comunista francés, aunque era sólo un motivo para hablar de paz, libertad y justicia. Las viejas heridas nunca cicatrizaron. Unos soldados alemanes le preguntaron a Picasso si él era el autor de El Guernica. Picasso les respondió: ´No, fuisteis vosotros`.

El genio y el campesino
Los recuerdos de Victorina son tan lejanos que parecen quemarse con facilidad en el fuego de la chimenea. A medida que pasan los minutos, las pausas de su voz se hacen más largas. “Mi madre y mi hermana fueron a Vallauris a ver a Eugenio. Le llevaron jamón y chorizo y allí, juntos, lo compartieron con Picasso. ¡Le encantó!”.

“A partir de entonces enviábamos todos los años embutidos después de la matanza. Eugenio nos decía que Picasso cortaba rajas muy finitas cuando había invitados. ¡No quería que se acabara!”. Victorina ríe con efusividad y me enseña un plato decorado y un dibujo que el pintor les envió en agradecimiento.

 Buitrago ha cambiado desde que Eugenio diera aquí sus primeros pasos. En la calle Real aún está su peluquería. Se reformó y ahora tiene otros dueños y una imagen más moderna. Picasso llamaba al salón de Arias “la universidad de la vida”. Era el espacio en que se dejaba dominar por las tijeras de Eugenio y juntos contaban anécdotas, reían y debatían sobre las novedades taurinas.

Muchos personajes célebres amigos de Picasso pasaron por sus manos: el poeta Jean Cocteau, el torero Luis Miguel Dominguín,… “Arias hizo las pelucas a Santiago Carrillo (dirigente del Partido Comunista español) para que pudiera pasar inadvertido en sus viajes ilegales de Francia a España. Estuvo todo un año en Madrid moviéndose con una peluca hippy en la cabeza”, recuerda Lalo.

Arias fue una de las pocas personas que veló el cadáver del pintor en 1973. Eugenio pudo regresar a España tras la muerte de Franco. Llegó con las obras que Picasso le había regalado en todos sus años de amistad. Una vez le dijo: “Arias, mis cuadros cuelgan por todas las capitales del mundo…Pero los pueblos, ¿no necesitan nada? Ellos mantienen la vida de los ciudadanos”. Le prometió entonces donar toda la obra al Ayuntamiento de Buitrago.

Eugenia llevaba siete años sin pasear por estas calles y nunca más pudo regresar. El 28 de abril de 2008, Eugenio falleció con 98 años después de pasar una temporada con graves problemas de salud. Arias fue el refugio de Picasso cuando escapaba del mundo frívolo de la bohemia parisina. Encontró en él la naturalidad y el carácter espontáneo del campesino español. Arias desenmascaró al Picasso más sencillo, tan sólo con unas tijeras. 


WWOOF: otra forma de viajar
En los últimos años, cientos de jóvenes han empezado a buscar alternativas para viajar con pocos recursos. Granjeros de más de 20 países ofrecen alojamiento y comida a cambio de unas cuantas horas de trabajo diario en el campo. Los viajeros que han decidido recorrer el mundo de esta manera son conocidos como WWOOFERS.


Samuel M. (Sur de Irlanda)
Vivo en una casa de madera, sobre una colina, justo debajo de un ‘campamento’ de nubes. La casa es sencilla. Una  sola habitación, una cama, una mesa, una  silla, y un mapa del sur de Irlanda incrustado en la pared. 

Minutos antes de amanecer, varios cuervos se rompen el pecho con  graznidos que parecen balas sobre el tejado.  Entonces despierto, ni modo.  Me asomo a mi pequeño balcón y observo el paisaje, un horizonte de colinas verdes  y un cielo en blanco y negro cubierto a menudo de niebla. 

Llevo apenas dos semanas durmiendo en esta pequeña colina y ya tengo dos amigos inseparables: la lluvia y el silencio. Uno y otro, se necesitan. La calma es tan intensa que puedes sentir las gotas de agua arañando los cristales, o las moscas mordiendo la madera cuando sale un rayo de sol.

Esta calma tiene su reflejo en la gente del lugar, en su mayoría granjeros y pescadores. Son personas tranquilas, muy acostumbradas a la soledad. En septiembre encienden las chimeneas y se preparan para una larga hibernación de nueve meses. Lluvia, viento,  oscuridad… Las extensas praderas y los monasterios en ruinas, siempre vigilados por cuervos, hacen de la provincia de Munster en Irlanda, un paisaje arcano y  misterioso.

Llegué a estas latitudes, simplemente, para aprender inglés. Lo hice desde Madrid, primero en avión, luego en tren, autobús y, finalmente, a pie. Al llegar tenía los bolsillos vacíos, la mejor manera de asegurarme de que todo lo que viniera después sería bien recibido. 

Una familia me ofreció trabajar su tierra dándome a cambio alojamiento y comida. Tendría un pupitre para estudiar, una familia con la que hablar inglés y cinco horas diarias haciendo deporte con un arado. Sin pensarlo dos veces, me convertí en su nuevo ‘wwoofer’.


World Wide Opportunities on Organic Farms (WWOOF) es una red de pequeños productores y granjeros dedicados al cultivo de alimentos orgánicos. Nació en Londres en 1971, de mano de una secretaria llamada Sue Coppard, que vio la posibilidad de reunir a gente dedicada al cultivo orgánico para compartir experiencias y tratar de conocer otras formas de vida. 

Hoy se ha convertido en una red internacional con miembros en más de 20 países distribuidos por todo el orbe, desde Nueva Zelanda a México, pasando por España, China o Irlanda. Utilizan su red, sobre todo, para captar a gente ofreciéndoles hospedaje y comida a cambio de su ayuda en el campo. 

Son cada vez más las personas que acuden a estos llamados, sobre todo estudiantes que ven una posibilidad de viajar sin mucho dinero para aprender idiomas y conocer otras culturas. No hay límite de tiempo. Puedes estar en una granja desde una semana a tres meses, organizarte un tour por el país acordando fechas con distintos granjeros, o pasar las vacaciones al lado de una sola familia.
Puedes hacerlo también sin programar nada, olvidando las redes sociales y aventurarte en cualquier época del año esperando que algún granjero te abra la puerta. Los hay, y muchos.
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El ‘jardín’ es un bonito lugar lleno de frutales, gallinas y más de treinta cultivos diferentes: tomates, calabazas, lechugas, cilantro, patatas,… Todos orgánicos.  Paso cinco horas diarias trabajando en esta inmensa huerta, sin escuchar una sola voz, oculto entre los frutales y atento al ritmo que marca el aleteo de las aves. 

 El silencio es aquí una forma diferente de contemplar el mundo, ese que no siempre vemos pero que está ahí, con su ritmo, sus costumbres, su jerarquía… A  menudo recuerdo las palabras de un viejo maestro: “el mundo está en una gota de agua”. Entonces respiro hondo y la lluvia que antes me incomodaba, ahora empieza a refrescar mis manos; en ese momento ya no veo árboles sino viejos sabios, demasiado sabios como para abrir la boca y hablar. Y así, poco a poco, voy creando mi propio mundo lleno de gotas de agua.

Trabajar en el campo es, quizá, lo más parecido a ese viaje que propuso Confucio allá por el año 500 a.C. El filósofo chino decía que la mejor forma de conocer el mundo es algo parecido a sentarse en una silla y viajar hacia el fondo del alma. Este es el pensamiento de muchas familias que decidieron abandonar la ciudad y trasladarse de nuevo al campo para recuperar la agricultura orgánica. Lo hacen sin ningún afán de negocio, sólo para subsistir y fomentar una vida saludable a través de estos cultivos.

Durante cientos de años los campesinos trabajaron sus huertos con estiércol y sanaron los árboles con remedios caseros. Eran irremediablemente prácticos y trasladaban al campo lo único que tenían: afecto, fuerza y sabiduría popular. Con el paso del tiempo llegarían los químicos y fertilizantes de todo tipo. Vida fácil. Adiós al campo. 

Una de las grandes tragedias del siglo XX fue sin duda la movilización del campesinado a las ciudades. Una cultura milenaria se destruía delante de nosotros sin que nadie hiciera nada para evitarlo. Grandes creadores como John Berger decidieron vivir al lado de los campesinos durante su último latido. Fruto de esa vivencia son grandes obras como ‘Puerca tierra’ o ‘Una vez en Europa’.
Unos y otros coinciden. La del campesino fue una cultura destinada al engaño y la traición. El engaño de una vida mejor. La traición a una vida dura pero de alguna forma fascinante.
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Pero ser wwoofer no es sólo trabajo en la tierra, es la posibilidad de conocer un país y hacerlo utilizando mucho la imaginación. Delante de ese jardín en el que trabajo a diario hay una carretera serpenteante con cercos de piedra a los lados. Esa carretera abre las puertas de la isla. Sólo hay que extender el brazo, alzar el pulgar, y esperar a que pase algún coche.

 Así llegué hasta Ballydehob, un pueblo de esos que sueles pasar de largo cuando vas de viaje, o si paras, lo haces sólo para llenar el depósito de gasolina. Un lugar de cartas y dominó donde el primer lunes descansas, y el segundo ya te estás mordiendo las uñas sin saber qué hacer.

Por una casualidad de la vida, cuando uno se aburre suele llegar la sed, y cuando llega la sed a Ballydehob, sólo puede saciarse con cerveza. Es tan rutinaria la casualidad que algunos han visto negocio y la calle principal está llena de cervecerías e irlandeses con las mejillas rojas.

También puede ocurrir que un día pares a comprar unas patatas en la gasolinera de Ballydehob y la calle principal esté repleta de gente vibrando con la música de los mejores jazzistas de Irlanda. Entonces Ballydehob, en toda su pequeñez, se hace grande y se convierte en un puerto de sentimientos donde la gente ríe y disfruta, y parte con la marejada de la música hacia los rumbos más indómitos de la fantasía humana.

Es en estas aventuras donde aprendes lo lucrativo y sano que puede llegar a ser el mundo de ‘lo imprescindible’, no importa el lugar elegido. Te acostumbras, por ejemplo, a liar cigarrillos del grosor de un alfiler para no agotar los últimos gramos de tabaco; te acostumbras a llevar un libro en los bolsillos para acostarte en cualquier parque durmiendo el hambre con palabras mientras el resto del mundo come; te acostumbras a moverte haciendo auto-stop y escuchar historias de la vida hasta entonces anónimas;  te acostumbras a no tener televisión, que es como salir de una resaca, y aprovechar la oportunidad de una conversación o las imágenes de un vaso de vino; te acostumbras a no inquietarte en el silencio; te acostumbras, en definitiva, a afilar tus sentidos, a ser más humano…
Sólo hay una regla de oro para muchos wwoofer´s: viajar sin dinero en los bolsillos.





Recuerdos de El Atazar

Todavía hay rincones que recuerdan a la España más profunda. Pueblos construidos por la mano del hombre en su lucha con la tierra. El Atazar es uno de ellos, un vestigio de la vida en el campo y uno de los lugares más asombrosos de Madrid



Por Samuel M.
Dice que ha estado ochenta y ocho años buscando el camino hacia el mar. Algún día de 1939, en plena guerra y cuando apenas había cumplido diecinueve años, llegó hasta Lorca, al sur de España, para ser reclutado por segunda vez. Fue el viaje más largo de toda su vida. El único. Él sabe con un gesto entre irónico e insalvable, que morirá sin haber respirado el olor del mar.

En el pueblo todos le conocen como el “tío” Pedro. Desde hace años utiliza la poesía para recordar. Hoy lo hace sentado en un banco de madera, frente a un corral de gallinas que él llama su “hotel”: “Yo nací en el año veinte, en este humilde Atazar, y me crié en un ambiente de miseria y malestar // Cuando tenía seis años, como colegio no había, salir a danzar al campo era toda mi alegría // Iba con mi padre a arar, con las cabras o a por la leña, y si me quedaba en casa, pasaba el día con pena”. 

El tiempo ha cubierto su cara de relieves hasta parecer un boxeador en el último round. Sus ojos claros apenas sobresalen  entre la nariz y las pobladas cejas blanquecinas. El sol y los años han oscurecido su piel creando un efecto camaleónico entre  las viejas casas del Atazar.
Todo en este pueblo tiene el color  envejecido de la tierra. Todo se mueve al compás de un ritmo tranquilo, alentado por el febril caminar  de los ancianos. Sólo uno, apoyado en su garrote, corta el paso del viento en la mañana. Es lo que queda de una vida que como Pedro y la mayor parte de sus vecinos, buscaron su puerto en esta tierra. 

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 El Atazar es un pueblo mágico, aislado en lo alto de una colina al norte de Madrid, dentro de los límites de la conocida como “sierra pobre”. Se encuentra rodeado por las montañas que dan vida al Parque Natural del Sonsaz. El camino hasta allí es un bello paraje con grandes cortados de piedra, laderas cubiertas por mantos de jara, y la imagen alpina de un embalse que cubre con sus aguas e islotes parte del valle. La presa de El Atazar fue construida  entre 1965 y 1971 para canalizar el agua del río Lozoya y abastecer a parte de la Comunidad de Madrid. Aunque dio trabajo a muchos de los vecinos que pueblan los alrededores,  El Atazar quedó aún más incomunicado de los municipios cercanos. 

Gran parte de los vecinos del Atazar que superan los setenta años, sobrevivieron a principios y mediados de siglo  gracias al ganado y la agricultura. Desde que el pueblo fuera creado hace novecientos años por pastores trashumantes, su historia ha seguido una evolución lenta con escaso margen para el desarrollo. Entonces, el terreno abrupto y hostil de la montaña obligaba a los pastores a movilizarse durante el invierno a zonas más cálidas. Pasaban la mitad de su vida fuera de casa, caminando una media de veinte kilómetros diarios. Su constante nomadismo forjaba una personalidad solitaria y sin identidad, subordinada  a los tiempos marcados por la naturaleza. El desarrollo de la agricultura y el ganado sedentario permitió a los habitantes asentarse de manera definitiva en la zona. A pesar de todo, su gente conserva todavía ese rostro ermitaño, segado por años trabajando la tierra y  conviviendo con su propia soledad.
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Avanza la mañana y las calles despiertan. Los ancianos siguen la estela del sol buscando el lugar más caluroso para sentarse y esperar. Podría ser una imagen soñada por Beckett. Bajo el marco de una puerta, entre la luz y la sombra, sobre un taburete y una manta sobre los hombros, Evarista  hila y espera la llegada de su marido, el “Herrero”, que ha ido al huerto a preparar la siembra; Lucio fuma un cigarro frente a su humilde casa de muros blancos. Tiene la piel ébano del campesino y el gesto del hambre. Cruza las piernas y apoya la barbilla en el pecho creando una fotografía de patio andaluz; con un pañuelo cubriendo su cabeza y dando sombra a sus cansados ojos, Doña Elena se queja una y otra vez de que no llueve tanto  como lo hacía antes. Con las piernas envueltas en una falda azul y las manos apoyadas con delicadeza sobre las rodillas,  habla de aquellos días, “malos días”, subraya, en que subían a lo alto de la montaña para recoger la mies.

 Las mujeres formaban parte del círculo de la vida campesina. Con 12 años perdían su infancia y empezaban a tener responsabilidades en  el hogar. Era muy común la imagen de las mujeres trayendo desde el manantial un botijo de agua apoyado en la cadera. Las llamaban las espigadoras cuando recorrían el campo agachadas con pañuelos ceñidos a la cabeza y dos alforjas en la cintura para recoger los restos de la siembra y dar de comer al ganado. 

 Doña Elena recuerda esa edad como días de campo en los que salía al amanecer  con un rebaño de ovejas y no llegaba hasta la noche. “Primero comía el ganado y luego el hombre. Aquí hubo un maestro pero estuvo sólo unos meses. Todo lo que somos esta aquí”, explica mirando hacia el verdor inalcanzable de la naturaleza.

Aún quedan restos de tinados dispersos por el monte. Son sencillas construcciones de pizarra levantadas a la perfección por los propios pastores. Allí metían el ganado durante la noche y a veces dormían con él, aprovechando el calor de la lana. Algunas piedras están marcadas con los nombres y las fechas de los pastores que pasaron por allí: “Marcelino 1890”, “Año 1948”,… Utilizaban algún clavo u objeto punzante para hacerlo. El “tío” Pedro recuerda su peculiar escuela de escribanía: “Entre los nueve y diez años, que a escribir algo aprendía, tal era nuestra pobreza que ni un lapicero tenía  y con un clavo punzante, en las piedras escribía”. 


La estructura de las casas era sencilla, dejando la mayor parte del espacio para los animales. Casi todas contaban con horno de pan y familias enteras se trasladaban  al molino más cercano, situado a orillas del río Riato, a cuatro kilómetros de distancia, para moler el trigo y hacer la harina. Entonces, ser caminante significaba sobrevivir. Caminaban para intercambiar alimentos en el mercado de Buitrago, para cortar leña en el arroyo del Águila, o para recoger  la miel de las colmenas, pero siempre caminaban.
  
  ***

Doña Elena se olvida del clima al ver pasar al “tío” Pedro. Le observa unos segundos y se compadece de él: “Pobre hombre. Ha hecho muy mal. Podría haberse ido con sus hijos a la ciudad pero ha preferido quedarse aquí, solo”. La imagen de un anciano enfrentándose al asfalto con pasos débiles es siempre conmovedora, pero ver a Pedro alejarse en una lucha constante con su cuerpo es una imagen mortalmente triste. Lo único que le queda son unas pocas gallinas a las que da de comer a diario para tener huevos frescos. Eso y su tierra, su “querido Atazar”.

“El día que me enteré que tenía que ir al frente, se me calló el mundo encima pensando en aquel ambiente. En mayo del 38 me tuve que incorporar y me despedí llorando de este querido Atazar // Adiós Atazar querido, Atazar de mi querer, adiós Atazar querido, no sé si podré volver”. Pedro fue reclutado muy joven para combatir en la guerra sin apenas haber recibido formación militar. En el cuartel le llamaban “el paleto” y todavía se asombra de las ratas que le hacían compañía en las trincheras. A los pocos meses recibió un tiro en la nuca y conservó esa bala dentro de él durante 32 años. Cuando salió del hospital le trasladaron a Lorca. Allí se enteró  de que iba a ser reclutado de nuevo. En ese mismo instante cogió un tren a Madrid, y de allí al Atazar. No ha abandonado su pueblo hasta hoy. 

Mientras recita ve pasar a Doña Elena que sigue quejándose del calor. La mira y se compadece de ella: “Pobre mujer. Siempre está con lo mismo, con el tiempo aquí y allá,…”.

                                                                                  ***
 Es martes y hoy reciben la visita del médico en la mañana. Al otro Pedro, sin apenas dientes y una sonrisa perpetua, le han dicho que su cadera está delicada y debe caminar un poco  todos los días. Él se ríe del remedio. “Camino dos horas diarias desde quién sabe cuánto tiempo”. En la tarde llega el frutero y el pescadero, lo hacen con un gran alboroto, haciendo sonar el claxon y sacando a los ancianos de su reunión semanal para realizar actividades propuestas por el Ayuntamiento. El “herrero” se ha levantado rápido y olvida su boina en la mesa.  Evarista la recoge y le sigue a pocos metros en lo que parece una eterna condición de matrimonio. Lucio llena su botijo de agua en la fuente  y el “tio” Pedro abre con dificultad la puerta desgastada de su “hotel” gritando a las gallinas.


El tiempo ha cambiado el aspecto de El Atazar. Apenas quedan restos de la arquitectura tradicional y los mayores han visto morir en vida sus viejas costumbres. Ya no hay ganado y la gente apenas conserva unos metros de tierra para cultivar algo de fruta y verdura. Terminó la lucha del campo. Durante los años 60 y 70 las nuevas generaciones abandonaron el pueblo para buscar su futuro en la ciudad. Unos pocos  niños llenan hoy de acuarelas el sombrío aliento del Atazar, un pueblo donde la tarde llega con el mismo silencio de la mañana, ocultos los recuerdos entre las mantas y algún “hotel”.