Latinoamérica


Indígenas y las FARC



SAMUEL M. (OTAVALO, ECUADOR)
Cuando los perros enseñaron los dientes dando la alerta, sólo una oficial de antinarcóticos dirigió su mirada a una joven de 17 años sentada en aquel autobús con destino a Samaniego, en el sur de Colombia. Nadie podía sospechar de una pequeña indígena vestida con alpargatas y anaco,  cargando a la espalda una hija de 24 meses envuelta en un manto y dando pecho a otro bebé que mecía en sus brazos. Difícil creer que en realidad la joven “amamantaba” a una muñeca de plástico con dinamita latiendo en su interior. Difícil pensar que dentro del inofensivo juguete  había 21 tacos de pentolita, cada uno de ellos capaz de reventar todo lo que se encuentre a siete metros a la redonda. 

No era todo. Como si se tratara de bolsas con caramelos, la adolescente cargaba alrededor de su abdomen 22 granadas de 40 milímetros cubiertas por una faja tradicional de tela. Minutos más tarde, una compañera era detenida en otro transporte público llevando 15 detonadores eléctricos en su cintura. Las dos eran ecuatorianas originarias de comunidades indígenas. Aquel 26 de octubre los explosivos y las jóvenes tenían un destino: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

No es ni mucho menos una anécdota. Ecuador es un terreno abonado para el tráfico de explosivos, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). Se ha convertido en el principal coladero de municiones que alimentan las armas de los grupos ilegales que operan en Colombia, en especial las FARC.  Sólo en la provincia ecuatoriana del Carchi hay localizados 26 pasos ilegales, caminos de supervivencia donde el más recatado carga en mulas bombonas de gas o cartones de leche  para venderlos en el país vecino. Un juego de niños comparado con las granadas, cordón detonante, pentolita, munición antiaérea o uniformes de camuflaje, que cada día se introducen  por algún punto  de los 546 kilómetros de frontera que une ambos países.

Acostumbrados a caminar durante horas vendiendo artesanías, los indígenas ‘quichuas’ de la sierra ecuatoriana han resultado ser un camuflaje perfecto para transportar estos explosivos. Los llevan ocultos entre la ropa, en esteras realizadas con juncos que crecen en aguas pantanosas, canastos llenos de fresas, o una simple muñeca de plástico. Algunas familias indígenas, a su vez, han encontrado una salida al hambre y la necesidad. Un jugoso negocio en el que, por ejemplo, una granada que compran por 40 dólares logran venderla a 120. “He llegado a encontrar en la frontera a indígenas con 30.000 dólares. Dicen que es de la venta de artesanías… Extraño, no suelen  pasar más de uno o dos meses en Colombia”, afirma Edgar Burbano, teniente de la unidad de antinarcóticos del Carchi. 


Detrás de este mercado negro se encuentran víctimas con una historia común. Desde niños indígenas de doce años amaestrados para el uso de armas de fuego, a mujeres adolescentes, madres de familia e incluso embarazadas que son utilizadas como “mulas” para transportar los explosivos. “Mandan a menores de edad y embarazadas porque la ley prohíbe su permanencia en prisión. Todas dicen que les han pagado 40 o 50 dólares por ese trabajo”, afirma Narcisa Tapia, de la Fiscalía del Carchi, que sólo en 2009  registró 19 casos por tráfico de explosivos, la mitad de ellos con indígenas como protagonistas.

Cuatro mujeres ‘quichuas’ de entre 21 y 33 años fueron detenidas en diciembre de 2009 en el Departamento colombiano del Cauca. Llevaban ocultas en su cuerpo 1366 municiones para armamento antiaéreo ruso dirigido a la columna Jacobo Arenas de las FARC.  A finales de enero de 2010 cayeron dos hermanas de 19 y 22 años en la localidad fronteriza de Ipiales; cargaban 5000 detonadores adheridos al abdomen y piernas. Hace tres meses una joven de 17 años con un bebé a cuestas era detenida junto a otros tres ecuatorianos en el departamento colombiano de Putumayo. Cargaban en una furgoneta decenas de esteras con 100 kilos de pentolita en su interior. Todos procedían de una región andina al norte de Ecuador conocida como Otavalo. Bajo su aparente tranquilidad a los pies de un volcán, estos pueblos indígenas ocultan historias dramáticas. No hay ley ni orden. Las niñas son con doce años las responsables de criar a familias de cinco hermanos, y los adolescentes pintan las paredes bendiciendo a las FARC.

Camino a la guerrilla

Le gustaría llamarse María. Tiene 16 años y una mirada de treinta. A las tres de la madrugada, mucho antes de ir a la escuela, se levanta para preparar el desayuno y la comida a sus cuatro hermanos. El menor de ellos tiene cinco años. Juntos duermen en una habitación con  dos camas de somieres “artesanales” hechos con piedra y madera. Una bombilla cuelga del techo como una lombriz ahorcada. No hay mucho más. El suelo es de tierra y los cinco hermanos lo utilizan cada tarde para arrodillarse y empezar a hilar esteras, la artesanía indígena típica de estas comunidades, utilizada a menudo para camuflar barras de dinamita.

Están solos. Sus padres pasan en Colombia la mayor parte del año vendiendo ropa y artesanías. Para hacerlo tienen que cruzar fronteras que María conoce bien. “Me llevaron a la selva por primera vez con siete años. Al principio tenía miedo de hablar con la gente pero después ya no. Los guerrilleros me preguntan de dónde soy, en qué trabajo… A veces se pelean entre ellos, he visto muertos botados en el río. La mayoría de los de aquí se van a Colombia pero los que trafican armas regresan rápido porque hacen más dinero. Los que no, nos toca quedarnos allí…”

Está prohibido hablar de esto, María lo sabe bien. Por eso susurra ante la grabadora vestida con su uniforme de colegio, confesando recuerdos  que el silencio no ha podido borrar de su mente, como el secuestro y asesinato de su tío y su primo a manos de paramilitares en algún punto de la frontera. “Después de tres meses los encontramos, pero sólo algunos pelitos y la calavera y luego, ya, todo acabó… Teniendo trabajo mi papá no estaría yendo a Colombia. Me da me pena porque no está y a veces lloro”. Es la última y única muestra de dolor que concede María, minutos antes de recuperar su habitual entereza y sentarse con sus hermanos en el suelo de tierra para tejer esteras.

La vida de María se repite por cada rincón de los pueblos dispersos por la región de Otavalo. Casi la mitad de los niños viven solos o con abuelos y ya han cruzado dos fronteras, la de Colombia y la de su infancia. Es una de las zonas más marginales de Ecuador.  Casi un 90% de la población en la parroquia de San Rafael  vive en situación de pobreza y en condiciones alarmantes de analfabetismo. Aunque no hay muchos datos, todos saben que los niños están desnutridos, alimentándose con dietas de arroz y pan con refrescos. “Los niños de 12 años parecen de 5, son muy bajos. "En tiempos prehispánicos fue un asentamiento importante pero los indígenas tienen hoy lo peor de las tierras, son humedales”, afirma Carmen Haro, catedrática de Desarrollo Social de la Universidad de Otavalo.

No hay dinero, trabajo, nada que vender. Los comerciantes o “mindalae”, como les llaman en la zona, empezaron a movilizarse hacia Colombia a partir de los años 80. La necesidad de vender les llevó a rincones peligrosos de la selva, sobre todo en la zona fronteriza entre la provincia ecuatoriana de Sucumbíos y el departamento colombiano de Putumayo. El contacto con guerrillas y paramilitares fue inevitable. “El indígena pasa muy desapercibido. Es una presa fácil, sutil…”, afirma Haro. Estos indígenas viajaban con hijos a cuestas. 


Bryan es un niño de 12 años que hoy se encuentra en algún lugar de Colombia. Al menos eso creen amigos y conocidos. Las desapariciones se cuentan por rumores: seis, ocho, doce... En las escuelas de San Rafael en Otavalo ya ven como algo normal el que un niño deje de ir a clases durante un par de meses… o años. Una mujer que prefiere ocultar su nombre, recuerda las últimas palabras que Bryan le dedicó: “Traficamos con armas para ayudar a la economía de mi padre y mi madre. En la selva nos enseñan a manejar armas. Ojalá pudiéramos tener un grupo de estos en Ecuador. La guerrilla es buena, los ecuatorianos no lo entienden. Mi esperanza es crecer para poder ir allí”. Bryan no tuvo que esperar mucho, abandonó hace un año la escuela y no ha vuelto a aparecer.

Detrás de su larga coleta que le distingue como habitante quichua, sólo hay un niño de 16 años que llamaremos Moisés. Hizo su primer viaje a Colombia con once años y allí pasó cuatro vendiendo ropa, lejos de la escuela y los suyos. “Quería ayudar a mi papá. No había pueblos para vender y tuvimos que meternos dentro aunque sabíamos que había guerrilla. Caminamos horas por la selva vendiendo pantalones y camisetas. Allá, la gente del pueblo decía que prefería trabajar con la guerrilla porque la coca les daba dinero…”.

Moisés y su padre se introdujeron por la ruta de Lago Agrio que conduce hasta la selva de Sucumbíos, la provincia más caótica de Ecuador, fronteriza con Colombia. En esa zona del país no es extraño ver a niños descalzos y con el estómago hinchado de hambre, pero sus padres manejan teléfonos de última generación para alertar  a los guerrilleros de los patrullajes militares. Los insurgentes les pagan bien por los sacos de arroz y animan sus días con la emisora de radio con menos interferencias en la zona, La voz de la resistencia.

“Una vez me tuvieron retenido”, continúa Moisés. “Me decían que iban a meterme en la selva para que fuera uno de ellos. Me insultaban y me quedé humillado. A veces se escuchaban disparos, daba miedo… La guerrilla es más favorable, si nos cogen los paramilitares de una nos matan porque no quieren a los ecuatorianos. Les distingo porque los ‘paracos’ llevan la bandera colombiana en el brazo; los guerrilleros llevan pañoletas y un tipo de camuflaje distinto”. Todos hablan de su experiencia en la selva como si fuera una aventura, sin medir las consecuencias. “Estos niños pueden ser la futura guerrilla de Ecuador”, afirma una vecina del lugar. 

Dormir entre explosivos

Los niños son las mayores víctimas de un negocio implacable. Dentro de las casas de hormigón construidas sin licencia en la comunidad andina de Huaycopungo, en Otavalo, se oculta un mundo con olor a pólvora. Las calles no tienen nombre, el silencio desgarra. Dentro de esas fachadas grises no hay nada. Duermen en el suelo sobre esteras, a veces con los animales, o entre explosivos. “El municipio no puede entrar ahí. La fortaleza de ellos es la unión de la comunidad”, afirma Dora Mosquera, fiscal de Otavalo, presente la última vez que el comando de seguridad ‘Yahuachi’, unidad del ejército ecuatoriano encargado de operaciones de inteligencia en la provincia de Imbabura, ingresó con una orden de allanamiento. “Tuvieron que hacerlo a medianoche, cuando todos duermen, una operación relámpago…”

Detuvieron a un indígena con 508 municiones, cordón detonante, 42 granadas y 35 uniformes militares debajo de su cama. Había más, pero tuvieron que dejar allí parte del cargamento. Los indígenas dieron la voz de alarma con una corneta y decenas de ellos empezaron a llenar las calles con esteras para cortar las salidas. Algunos soldados tuvieron que salir corriendo. Los mismos indígenas llamaron a la policía local simulando un accidente de tráfico y secuestraron a tres agentes para utilizarlos como moneda de cambio y conseguir que liberaran a su compañero. “Se reúnen entre cien y doscientas personas. Algunos tienen guardia personal. Están muy bien organizados, tanto que en la zona existe una fábrica ilegal de uniformes militares que tejen los mismos indígenas”, afirma un alto mando de ‘Yahuachi’ que prefiere ocultar su nombre.

Camuflado en la noche,  el ejército ecuatoriano entraba el pasado 3 de mayo en una comunidad vecina, Males Pamba. Unidades militares de la Fuerza de Tarea Conjunta Número 1 ingresaron con furgones por calles estrechas y polvorientas, allanaron una casa oculta en la oscuridad y detuvieron a un hombre que dormía sobre 275 uniformes militares y 188  tacos de pentolita. “Es difícil estar seguro de dónde hay que entrar porque hay muchísimos homónimos. Puedes encontrarte 20 casos de José Otavalo en toda la zona. En Tocagón (una comunidad vecina) casi todos llevan el apellido de su pueblo”, afirma la fiscal Mosquera.


La mayoría de los explosivos transportados por indígenas proceden de Perú, según fuentes policiales ecuatorianas. Se trataría de excedentes de las Fuerzas Armadas obtenidos en el mercado negro por oficiales corruptos, o remanentes de la disuelta guerrilla peruana Sendero Luminoso. Entre el material confiscado a indígenas durante los últimos cinco años se han encontrado municiones calibre 7.62 mm, usados por los fusiles rusos AK-103 y comprados originariamente por el gobierno venezolano. Este tipo de munición es difícil de adquirir pero alimenta 5000 fusiles de las FARC y el estómago de muchos indígenas.

Décadas de abandono, hambre, impotencia. Para los ‘quichuas’ de Otavalo la autoridad estatal está más que desacreditada. Sólo confían en los líderes comunales y en caminos que conducen a una tenebrosa realidad oculta en la selva. “Mi papá me dijo que para que no sufriera como él mejor que fuera al colegio”. Moisés quiere ser informático. Quién sabe si conseguirá el dinero para seguir adelante. Estas Navidades tenía un billete de ida a Colombia.


Caña Amarga 



SAMUEL M. (TUXTEPEC, MÉXICO)
Las gotas de sudor han dejado una hilera de surcos por su rostro ennegrecido. En el mismo instante en que el filo del machete golpea la caña, Ricardo exhala aire y arruga la cara para que las astillas no acaben retorciéndose en sus ojos.  Golpea rápido y sin coherencia, como un púgil novato, o algo más real, como un niño de 9 años que cuenta con los dedos las horas de trabajo mientras el sol incinera su piel y degusta uno a uno el sabor de la ceniza, el sudor, la sed,... Las coordenadas de su lucha son claras: seguir dando machetazos,  una y otra vez, hasta amontonar una tonelada de caña y ganar 26 pesos más. Es poco, pero “menos es nada”. O eso dice su tío, que observa al niño sentado frente al cañaveral en los últimos minutos del día. 

“No le obligamos a trabajar, el quiere venir, nos ayuda…”. A sus 42 años, Faustino sabe bien lo que significa la palabra “nada”. De abuelos y padres cortadores, el tío de Ricardo ha pasado toda su vida entre las llamas del sol, seis meses cortando caña y otros seis como jornalero en Xalapa de Díez,  en un rincón mísero de este pueblo de Oaxaca que él llama “mi tierra”. “Allí cultivamos maíz y chile para otras personas. Nos pagan 25 o 30 pesos al día (cerca de 2 euros), menos que cortando”, afirma con una mirada inexpresiva, enmarcada por una piel de rasgos indígenas.

El sol empieza a caer y el ruido metálico de los machetes se diluye. Faustino y Ricardo se unen a treinta cortadores más. Recogen los garrafones de agua vacíos, caminan con los huaraches destrozados hacia el camión y se apiñan en él como pollos, de pie, sujetos a una barra de hierro y la mente puesta en la ‘galera’, unas habitaciones inhóspitas de madera y hojalata donde intentarán dormir, un día más. 

Durante los seis meses de zafra, un total de 3000 hombres armados con machetes deben cosechar  las cerca de 22.000 hectáreas de caña de azúcar que se extienden por la región de Tuxtepec, al sur de México. 3000 hombres como Faustino para reducir una extensión de cañaverales equivalente a la tercera parte de la superficie de una capital europea como Madrid. Trabajan hasta catorce horas diarias por 300 o 400 pesos a la semana (unos 20 euros), soportando temperaturas de 40 grados y calmando el calor con aguardiente o marihuana. 

México es el sexto productor de caña de azúcar en el mundo y, curiosamente, uno de los menos tecnificados. Alrededor de 176.000 cortadores entregan su vida en los cañaverales del país, aunque en esa lista no aparezcan los niños que ya sostienen   machetes con nueve años. En un informe  publicado hace una mes, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) habla de “violencia, explotación y abuso de niños” en las calles y campos de México. El organismo tiene documentados a 600.000 menores trabajando como jornaleros, niños que sufren graves alteraciones en su “desarrollo físico y mental”. Muchos de ellos, como Ricardo, crecen en el infierno verde de los cañaverales.

Arrastrando el sueño en ‘galeras’
Por los caminos de terracería que llevan hasta los albergues de Tuxtepec, hijos de cortadores con no más de ocho años salen de la maleza pidiendo dinero con la ropa hecha jirones. No hablan, sólo se cruzan en el camino como fantasmas y levantan los brazos hasta alcanzar la ventanilla del coche con sus manos abiertas. La gente que vive en los alrededores ya no se molesta en alzar la cabeza para mirar, sus respuestas coinciden: nos hemos acostumbrado a verlos, es parte del paisaje.
Entre esos ‘invisibles’ se encuentra Ricardo. Vive en un cuarto oscuro con paredes de hormigón, madera y tejado de chapa, una barraca sin ventilación que desprende un olor vaporoso y amargo. En el lado izquierdo hay una estrecha litera que comparte con sus tres hermanos, Daniel de 16 años, Perla de 12, y Marisol de 7. La otra mitad está ocupada por chatarra y una vieja estantería con una docena de libros que el niño  observa desde la distancia. No sabe leer, aunque esto es sólo un apunte más en su raquítica hoja de vida: huérfano, sin estudios, sin casa, y  una única habilidad: cortar caña. 


En un viejo fogón a la intemperie, la tía de Ricardo  prepara una cena que se viene repitiendo a menudo desde hace seis meses, quizá un año, quizá dos: frijoles, sopita y maíz... “Con las cucharadas contadas, para que todos coman lo mismo”, dice María del Carmen con una sonrisa quebrada, la de una mujer de 35 años responsable de alimentar a seis hijos y cuatro sobrinos con un puñado de monedas en el bolsillo. 

Ricardo y su familia pasan los meses de zafra en el albergue La Esperanza, paradójicamente,  uno de los lugares menos alentadores de México. En esta galera y otras quince más, se  hacinan  los grupos de cosecha encargados de cortar la caña que se extiende alrededor del Ingenio Adolfo López Mateos de Tuxtepec. Aquí son sólo quince, pero la situación se repite en la mayor parte de las regiones mexicanas donde se produce caña. 

Muy cerca del centro de Tuxtepec, en el albergue Cañaveral 1,los cortadores arrastran su sueño por el suelo en módulos de 20 o 25 habitaciones separadas por bloques de hormigón y madera, chamizos con los suelos alquitranados de inmundicia, wáteres públicos cubiertos de excrementos, y el persistente olor de la miseria. Los niños cargan desnudos cubos de agua entre los barrizales, y adolescentes de 16 años ya hacen corros entre ellas amamantando a sus bebés. Todos se palmotean brazos y piernas, tratando de acabar con un ejército de zancudos portadores de enfermedades endémicas como el dengue. Si se enferman, aguantan la fiebre en su oscuro jacal.

“El corte de caña es una de las explotaciones más vergonzosas a que se somete al campesino mexicano”, decía un cura defensor de los derechos del trabajador en México, Carlos Bonilla, hace 40 años. Y la situación no ha cambiado mucho desde entonces. Pero lo peor de todo no son las enfermedades, las cucarachas, las ratas o el olor. Lo peor es la certeza de que nada va a cambiar.


El último eslabón
Conduciendo una camioneta “Hummer” plateada, la representante del grupo de cosecha ‘La Esperanza’ llega hasta el cañaveral, mete el todoterreno entre la tierra segada, y sin bajarse del vehículo conversa con los cortadores. Uno de ellos apunta hacia el vehículo cuando el motor apenas se escucha, y dirigiéndose al periodista exclama: “vea no más… ”.

Los representantes de grupo son elegidos por los ejidatarios o productores para administrar, por ejemplo, los 3000 pesos que reciben los cortadores por ser contratados. Es el único nexo de los jornaleros con el resto de la industria cañera, pero  sobre todo, es un gran negocio. Durante la zafra todo se paga por toneladas: el corte, el alzado, o el transporte de caña. Algunos representantes tienen su propia maquinaria y obtienen todo el dinero del proceso sin mover un dedo. Si el grupo de cosecha recoge 800 toneladas a la semana, el representante obtiene más de 9000 pesos en ese tiempo por concepto de corte, alzado y acarreo. Todo sin bajarse del vehículo. Algunos representantes también son dueños de las galeras, que por lo general son sus trasteros particulares. Allí acumulan maquinaria oxidada, neumáticos, y cortadores de caña. 

“No hay nada ni nadie por debajo de ellos. Son el último eslabón de la cadena productiva. Están solos y esto es lo más dramático”, afirma Nashieli Ramírez, directora de la Fundación Ririki, una de las pocas organizaciones solidarias que trabaja directamente con cortadores de caña. La Confederación Nacional Campesina (CNC)  y la Confederación Nacional de Propietarios Rurales (CNPR), las organizaciones de la industria cañera con más representatividad en el país, velan por los intereses de los productores y, en teoría, de sus cortadores. Pero los líderes locales tienen otro tipo de problemas.
La última semana de abril se sucedieron enfrentamientos en las oficinas de la CNC en el Ingenio de San Miguelito, estado de Veracruz. “Líderes de la CNC se disputan el poder con piedras, machetes y bombas molotov”, informaba el periódico local El Mundo de Córdoba. La imagen del cañero con gorro de cowboy, camisa y botas de punta solucionando los problemas con una bolsa llena de dinero o a punta de pistola, no está tan lejos de la realidad. 

Un productor local decía susurrando el nombre de la persona que ocupó el poder de la CNC en Tuxtepec durante varias legislaturas, José Soto Martínez, reconvertido a político en la actualidad. “Un líder no puede estar más de cuatro años en el poder pero ya ve… Aquí lo llamamos el Régimen. Es como Saddam Hussein en Irak, me entiende ¿no?”, afirma escupiendo, con las manos metidas en los bolsillos, y un pie sobre una roca.

Entre otros negocios los líderes de estas organizaciones han monopolizado la venta de agroquímicos en todo el país. Avalados por el ingenio, la mayoría de los productores deben pedir préstamos para comprar estos agroquímicos, créditos que van directamente al bolsillo de los líderes cañeros. El negocio, sólo por fertilizantes, mueve alrededor de 2900 millones de pesos en todo México.
La producción de caña en la República es la más cara del mundo y sus productores, los más pobres. Sólo en Tuxtepec, alrededor del 80% de los cañeros son ejidatarios y cultivan una media de 3 a 5 hectáreas de las que no son propietarios. Otro 15% sí tienen papeles de propiedad, pero en la práctica padecen las mismas dificultades que los ejidatarios. Sin apenas dinero, todos ellos se ven obligados a pedir créditos al inicio de la zafra para costear los gastos. Al final de la cosecha, los que no acaban endeudados, obtienen mínimos beneficios.

Mientras los líderes se administran el poder, ejidatarios y pequeños propietarios hacen cuentas,  y los latifundistas se ocupan en política sin importarles si sus cien hectáreas obtienen más o menos rendimiento, los cortadores de caña observan todo desde una isla donde pueden levantar la mano, pero nadie les da el turno para hablar.


Una generación que nunca muere
 “Míranos. Parecemos changos, tenemos las nalgas negras todo el día. Vamos con sandalias destrozadas, no nos da ni para comprarnos unas zapatillas”. Un joven de unos 20 años es el que más alza la voz en el grupo de La Esperanza que hoy trabaja en los cañaverales. Hay dos mujeres, al menos una docena de jóvenes que no llegan a los veinte años, y niños. 

Ángel es un pequeño cortador de trece años (aparenta 10), delgado, con un pañuelo y una gorra cubriendo su cabeza. “Mira, me he tatuado las iniciales de la chica que me gusta”, dice, mientras muestra una cicatriz en su brazo realizada con un machete. “Aquí con 13 o 14 años ya te tienes que ir buscando una chava. A los 18 ya estás muy maduro”, dice  otro cortador dándole a Ángel un capón en la cabeza. 

A los cortadores les une el pasado. Son hijos de jornaleros, han nacido en alguna comunidad miserable, y con la bota de  sus patrones sobre la cabeza. Casi todos vienen del sur de México, de estados como Oaxaca, Chiapas o Guerrero, muchos de ellos indígenas que no han disfrutado de derechos como la educación o la salud. Son nómadas que se movilizan seis meses allí donde hay una tierra por labrar, y sólo cuando es casi una obligación regresan a casa, donde no tienen nada.

Las carencias educativas son alarmantes. En el albergue de Central Maquinaria, uno de los más cuidados de Tuxtepec, hay una pequeña escuela que en el día en que se realizó la visita contaba con cinco estudiantes entre 7 y 11 años de origen ‘mazateco’ con graves problemas para expresarse.  Mª de Jesús, una estudiante de pedagogía de 21 años se encarga de ellos. “Se acaban de ir diez niños y es difícil trabajar así”, afirma. Las madres, sin ella presente, dicen que la profesora se ausenta mucho y la escuela no funciona. La Secretaría de Educación Pública (SEP) calcula que menos del 10% de los niños jornaleros de México va a  la escuela, el otro 90%, observa los libros desde la distancia, dibujando al amanecer un esquema rápido en su cabeza: seguir dando machetazos entre los cañaverales.


Los cortadores de La Esperanza han podido llegar hasta el albergue por su propio pie. Un alto porcentaje de jornaleros se movilizan desde las montañas de Oaxaca o Guerrero contactados por enganchadores. Estos traficantes de personas les cobran un porcentaje de su salario por llevarles a estados del norte como Sinaloa o Colima, donde deberán trabajar la mitad de la cosecha sólo para pagar sus deudas con el enganchador.

“Es un trabajo que se hereda de generación en generación. Los niños van con los padres y volverán a hacerlo sus hijos… La necesidad les obliga. Si descubrieran otra cosa mejor saldrían de ahí inmediatamente”, afirma la directora de la Fundación Ririki. Si eso sucediera, los productores se quedarían sin unos trabajadores que recogen dos o tres toneladas de caña diarias cada uno, a 26 pesos la tonelada. Una de las manos de obra más rentables y explotadas de México, y una de los capítulos más amargos en la historia y el presente de la industria cañera.


Los últimos zapatistas 


SAMUEL M. (Los Sauces, Morelos)
Todavía hay tiempo para el silencio en Los Sauces, un pequeño pueblo de Morelos inmerso en el paisaje agreste de la tierra campesina. El camino desde Tepalcingo  está cercado por los montes que conforman la sierra de Huautla, una cordillera que se extiende desde la parte oriental del estado hasta los límites de Guerrero, al sur. Dicen que sus cumbres eran refugio de las tropas zapatistas. Hoy los rebeldes son  hombres que cargan alforjas de leña por las laderas, antes de agarrar de nuevo sus arados con restos de tierra húmeda. Al llegar aquí recordé las palabras con que John Womack inició su obra sobre la Revolución de 1910: “este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar, y como no querían cambiar, hicieron la revolución”. 

Las poco más de 300 personas que habitan Los Sauces han seguido haciendo su propia lucha hasta hoy, un esfuerzo silencioso por conservar su tierra, alejarse de las grandes empresas y no cambiar la costumbre de “limpiar la milpita”. Así lo entiende Lucio Pliego, un hombre de 86 años rodeado por un grupo de campesinos jóvenes que le escuchan como lo harían a un General zapatista: “Aquí siempre ha habido hambre, estamos bajo la voluntad de la naturaleza y salimos adelante ayudándonos unos a otros. No dejamos que nuestra tierra esté en manos de gente extraña y tampoco  queremos dinero de los bancos para no endeudar a nuestros hijos. Nuestros padres nunca pidieron préstamos al gobierno y yo tampoco lo hago. Una vez lo hice y me dio una chinga el banco que no me dejó ni para huaraches. Me dieron 50 pesos por tres hectáreas de sorgo (se ríe…) ¡ni para la vuelta desde Cuautla!... No quiero esa droga”.

Dicen sus amigos que Lucio es un hombre bueno, de esos que no tienen nada que perder. Vive en una humilde casa, con un perro que le sigue a todas partes mientras él sigue cada día el mismo camino hacia sus tierras. Le pregunto si tiene seguro médico y sonríe: “el único seguro que tengo es el ‘seguro’ de que me voy a morir”. Detrás de su barba cana y la piel surcada de arrugas, hay un hombre que bromea con todo, o casi todo. “Zapata no murió, él tenía el dedo mocho de montar a caballo, pero al que mataron tenía todos los dedos bien. En realidad era Jesús Delgado, su compadre. La gente ya no ayudaba a Zapata a pelear, por eso se fue a Arabia…”. Espero a que Lucio sonría de nuevo pero no lo hace. Habla muy en serio.


En el parque hay un grupo de hombres y mujeres reunidos para hablar de las necesidades del pueblo. Las más ancianas miran hacia el horizonte, como si buscaran inspiración en las montañas, las mismas que hace tiempo se llenaban de mujeres durante la noche para ocultar el humo del fuego con el que cocinaban tortillas para los soldados zapatistas. Entre esas ancianas se encuentra Ventura Méndez, una mujer de 77 años que pasó gran parte de su vida desgranando maíz y subiendo laderas de tierra para llevar el almuerzo a su marido. 

Ambrosio, su esposo, vestido con calzón blanco y huaraches, es un emblema de la imagen campesina en Morelos. Tiene 83 años que arrastra con pasos lentos mientras recuerda una infancia que empezaba cada día a las seis de la mañana: “Caminaba lejos y cerraba los ojos para concentrarme y escuchar los cencerros de los bueyes. Tenía que agarrarlos para empezar a trabajar. A veces bajábamos leña y la vendíamos a 20 pesos la carga, pero con todo el trabajo apenas nos daba para sacar la siguiente cosecha”. 

Le pregunto cuál ha sido su recompensa después de una vida en el campo. Ambrosio no lo piensa mucho: “poner una alambrada alrededor de mis tierras”.
La desoladora imagen de los campos y pueblos vacíos de Europa central a mediados de siglo XX, llevó al escritor inglés John Berger a instalarse en Los Alpes franceses para contar la historia de unos supervivientes llamados “campesinos”. En su obra Puerca tierra, publicada en 2006, expresa así sus impresiones: “Todavía hoy se puede decir que los campesinos componen la mayor parte de los habitantes del globo. Pero este hecho oculta otro más importante. Por primera vez en la historia se plantea la posibilidad de que esa clase de supervivientes pueda dejar de existir. Puede que dentro de un siglo los campesinos hayan desaparecido. En la Europa Occidental, si los planes salen conforme fueron previstos por los economistas, en veinticinco años no quedarán campesinos”.

 La tierra de Morelos sigue un curso desigual y va quedándose sin hombres para trabajar la tierra. Hasta los años 40 las familias campesinas de Morelos representaban tres cuartas partes de la población total. Para el 2000 se registró sólo un 17% en los censos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Los campesinos consiguieron tierra pero nunca un trabajo valorado. Productos tradicionales como el frijol, el maíz, la calabaza, o el arroz son hoy los peor pagados. El campesino utiliza una parte importante de esos ingresos para cubrir deudas bancarias, mientras ven como sus hijos emigran y dejan el campo sin legítimos herederos (se estima que alrededor del 50% de la población del este y sur de Morelos ha emigrado a otras ciudades). 

Las personas mayores, sin fuerzas para seguir trabajando, deciden rentar o vender su parcela a grandes propietarios o constructoras que poco a poco invaden de ladrillo lo que hace años eran grandes extensiones de cultivo. Otras veces, el mismo abandono hace crecer maleza en las tierras de comunidades como Los sauces, que ha reducido su superficie cultivable en más del 40%. La organización social de los campesinos supervivientes se ha venido abajo con los años: “El paternalismo del gobierno mexicano llevó a dar apoyos económicos por el simple hecho de ser campesinos de Morelos. La finalidad era quebrar la organización social e inhibir el anhelo de superación colectiva, toda vez que favoreció el individualismo, el conformismo y la mediocridad de cada uno de ellos. En otra palabras, mataron el espíritu zapatista que existía en cada uno”, afirma el coordinador de la Agencia de Desarrollo Sierra de Huautla, Tonatiuh González.

Para este Ingeniero Agrónomo de la Universidad de Chapingo, las nuevas generaciones están tratando de retomar de nuevo el control de sus territorios a pesar de la losa política que han heredado. “La persecución por parte del Estado mexicano durante los años 60 y 70, que aún perdura, hacia los líderes campesinos, obreros o estudiantiles, ha propiciado un pánico de acecho y persecución que culminan con la fabricación de cargos por los delitos de delincuencia organizada y narcotráfico. Hoy, en Morelos, no existen movimientos sociales genuinos que velen por los intereses sociales y mantengan vivo el zapatismo”. 

Nacho Valdés Neri es un campesino morelense de 58 años residente en Yautepec. Compartimos una agradable conversación en la casa de su hermana Teodora, ambos nietos del célebre general zapatista Felipe Neri. El revolucionario trabajaba en un horno de tabiques en Chinameca cuando recibió la llamada de la insurgencia. Formó parte del cuerpo de dinamiteros y ganó fama por la rapidez de sus movimientos, hasta que las fuerzas zapatistas de Antonio Barona confundieron a Neri y sus hombres con tropas huertistas, acabando con su vida cerca de Tepoztlan.


“El gran problema que existe en el campesino es la pobreza. No tiene medios para cultivar su tierra, no hay dinero, no hay maquinaria,…”, afirma Nacho. “Al final renta la tierra a los caciques, a los vividores del ejido, que suelen ser los mismos que dirigen el Comisariado Ejidal. Aquí en Yautepec los llamamos ‘La mafia’. El campesino jodido les pide un favor, lo hace y lo apuntan. Les dicen: ‘te ofrezco 10000 pesos pero vota por mí’. A veces lo que ofrecen no es dinero sino  una ambulancia, una despensa… Con cualquier gesto gana el voto, a veces basta con una palmadita”.

Nacho está convencido de que su destino está en el campo, aunque cada vez sea más difícil encontrarlo. Los últimos sorbos de café a su lado tienen un sabor amargo: “Están sembrando casas en lugar de plantas. El gobierno tiene controlado el precio de lo que se siembra y el campesino sólo recupera su inversión con la esperanza de que algún día el precio esté mejor…. Ya llevamos 100 años con esa esperanza”.
Un hombre camina junto a la carretera que cruza las llanuras semiáridas del municipio de Jonacatepec. Lleva una camisa a cuadros desabrochada, los pantalones recogidos por la rodilla y unos huaraches destrozados. El carro en el que viajo se acerca a él y su imagen se hace más nítida a través de la ventana. Al pasar a su lado alza la cabeza, eclipsada por un sombrero de paja. Tiene las facciones de piedra, la piel sudorosa y oscura, su mirada desgarrada. Recuerdo las últimas palabras de Lucio en las cumbres de Huautla: “Los pobres nunca dejan de estar en guerra”.

Constanza Reyes tiene 108 años y es una de las pocas mujeres supervivientes de la Revolución de 1910. Vive en la localidad de Huitchila, en un cuarto desolador con una vieja cama donde pasa acostada la mayor parte del día. Por ser viuda de un soldado zapatista recibe una pensión de 500 pesos mensuales. Es el precio fijado por el gobierno para compensar una vida de abandono a una edad en la que Constanza apenas ve, oye o habla. Hizo un gran esfuerzo para caminar unos pasos, sentarse en una silla y dejar un testimonio cuyo recuerdo se debilita con los años:

“Disculpe porque casi no me acuerdo… Discúlpeme... Sacaban de la iglesia a las señoras y se las llevaban quién sabe a dónde. Había tiroteos entre el gobierno y los zapatistas. Fueron a quemar las casas y las cosechas de maíz, decían que si nos hallaban nos iban a matar y nosotros subíamos a los cerros para escondernos. Sufrimos hambre, no había que comer en el campo, puros elotes comía la gente… Se acercaban a pedir limosna a mi abuelito y él compartía leche y maíz con los que no tenían… Mucha gente murió de hambre y enfermedad”.

“Los caballos de los zapatistas iban cargados con zacate…  Yo conocí a Zapata cuando tenía 25 años, luego no volví a verle más. Las hermanas de Zapata, Chucha y Luz, se fueron con mi mamá y las escondió. Las vestía con sus blusas y sus faldas largas y las ponía a hacer tortillas, allí, con los cabellos en la cara para que no las reconocieran. Ellas se pusieron tristes cuando decían que habían matado a Zapata, se pusieron a llorar. Les dijo mi mamá que no lloren, no ha de ser él. A los que decían que no era él los mataban,  y los que sí, los dejaban libres. Pero no era él. Al que mataron le pintaron un lunar en la cara. No era el lunar de Zapata”.


 Durante la Revolución Constanza dio a luz a un niño al que llamó Delfino. El campo estaba devastado. Los campesinos que vivieron aquella época coinciden en señalar que fueron ellos mismos quienes salieron adelante, intercambiando semillas, prestando bueyes... Las fiestas transcurrían en silencio, amenizadas por el canto de maestros de escuela que ponían su voz para crear ambiente. Con el recuerdo de esa música y el trabajo de la tierra como jornalero, Delfino cumplió los 18 años. Conoció a una mujer, Rosalía Morales, que por unos minutos le recordaba que hay vida después del campo: “Le dije ‘te quiero’ y si quería ser mi compañera. Pero pensaba yo: cómo me voy a casar si no tengo nada. Puedo arrear yunta, cargar fruta, todos esos trabajos ya los conocía. Pensaba en ese compromiso de casarnos y, yo, pues trabajaba más y más… más y más”. 


La vida en un vertedero 


SAMUEL M. (MÉXICO D.F.)
La bandera de México ondea descolorida y con los bordes mordidos por el polvo y el viento. No podía ser de otra manera en Bordo de Xochiaca, el segundo vertedero más importante del Distrito Federal, una metrópoli de 20 millones de habitantes que emite la tercera parte de la basura acumulada en todo el país. 

Tiene alrededor de ocho kilómetros de largo  y visto desde el aire parece una nube blanca que se extiende junto a la avenida que lleva su nombre. Esa nube es en realidad una larga montaña de alimento podrido, hierro oxidado, desechos sanitarios, cartones, plásticos, moscas, y toda la inmundicia que quepa en 12.000 toneladas diarias de basura. El ‘Bordo’ es hoy, por derecho propio, uno de los basureros más grandes de Latinoamérica.

Desde hace tres años autoridades locales, estatales y federales mantienen un pulso de intereses para determinar qué se hace con este descomunal vertedero.  Sobre la mesa, decenas de denuncias por contaminación acuífera y sobre todo una pregunta, ¿dónde meter tanta basura?
Los desperdicios se han convertido en un problema para el gobierno del Distrito Federal, que este mes de julio ha iniciado una campaña para sensibilizar a los ciudadanos y recordarles que pueden ser sancionados si tiran desperdicios en las calles. “Cada mes se recogen 2 mil 400 toneladas de basura del drenaje… Si se tapan las bombas de desagüe, nos inundamos en la ciudad”, recordaba el pasado viernes Marcel Ebrard, jefe de Gobierno del DF, durante un recorrido por una planta de aguas en la Ciudad de México.

 Sobre la tierra, la cosa no está mucho mejor. El vertedero ya no puede crecer más, no hacia los lados. Desde los años 70, las autoridades han ido desplazando el tiradero a lo largo de la avenida del Bordo Xochiaca cuando en el anterior emplazamiento ya no cabía ni un gramo más de desperdicios. El problema es que ahora hay un cerco de casas y límites geográficos por todos los puntos cardinales y el vertedero, por lógica, empieza a crecer hacia arriba. Los recolectores de basura que trabajan en el tiradero, aunque sólo sea físicamente, se sienten más cerca del cielo.
“Para el Gobierno el tiradero no existe. Sólo le interesa saber donde se va a echar la basura, eso les da dolor de cabeza, lo demás no importa, ni los trabajadores ni la pobreza en la que viven”, afirma Arturo Zepeda, coordinador de la Fundación para la Asistencia Educativa (FAE), la única organización que trabaja en el vertedero del Bordo ayudando a los recolectores desde hace 25 años.

Cuando las administraciones locales pasaban la escoba para desplazar la basura, también barrían a sus trabajadores. Los recolectores suspiran hoy de alivio y aplauden porque no tienen que moverse del barrio Tlatel Xochitenco, el lugar donde hace 18  años fueron reubicados después de vivir durante años dentro del tiradero. Tlatel es una miserable colonia situada debajo de un cerro en uno de los extremos del Bordo; los caminos son de terracería y las viviendas construidas con madera y aluminio, pero para los recolectores, vivir en Tlatel  es sin duda mucho mejor que hacerlo rodeados por toneladas de inmundicia. 
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Son las ocho de la mañana y ya hay personas rebuscando con sus manos entre los escombros. Un hombre golpea una roca de  cemento contra el suelo para tratar de sacar una varilla de hierro; otro acarrea unas luces de Navidad para extraer el cobre; otro extiende su saco y mete la cabeza dentro para ver cuánto plástico le queda por recoger. Para los cerca de 2000 recolectores que   trabajan en el Bordo, hablar de desperdicios es un sacrilegio. Aquí todo tiene utilidad. Desde las lonas electorales del PRI o del PAN, que utilizan para cubrir sus pequeñas chozas, a un insignificante peluche; no importa que sea tuerto y esté despeinado, aquí se le somete a una pequeña cirugía y a las horas ya hay un niño sonriendo con su juguete “nuevo”. 

Los recolectores del Bordo se han convertido en ingenieros de la supervivencia. Lo que para el resto de la sociedad sólo es porquería, para ellos es la única forma de vivir, aunque sea en las peores condiciones.


  A Verónica le llaman “la flaca”, tiene 27 años y vive con su marido y sus cuatro hijos dentro del vertedero. Hay bastante terreno en la zona para construir una choza de 4 m2 con material reciclado, pero las diez o doce familias que conviven  aquí han decidido construir sus casas apiñadas en una pequeña hilera, quizá para no sentirse más aislados de lo que están.
La casa de Verónica y su familia es un cubículo cubierto de palés y plásticos, con el piso de tierra y la decoración traída directamente del vertedero. “Todo lo hemos ido sacando de aquí, sartenes, muebles,… ”, afirma. También hay moscas, no una ni dos, sino un auténtico ejército que llega a nublar la vista. Si apoyas un vaso con refresco en el suelo, a los cinco minutos ya se ha llenado de insectos alados. Pero eso es sólo una anécdota. Los niños no van a la escuela y están sometidos a enfermedades de todo tipo. A Julián Alonso, de seis años, le atacó un virus que paralizó sus extremidades por dos años. “Los doctores me dijeron que había sido una infección agarrada en el vertedero. Gracias a Dios ya empieza a recuperarse”, dice Verónica.

La hija más pequeña tiene 2 años y se llama Xochitl, “la reina de las flores”, un reclamo a la pureza en uno de los lugares más pestilentes de México. Sonríe subida a un coche de plástico que su hermano Lauro Armando ha rescatado de los escombros. Armando tiene 12 años y lleva dos meses aprendiendo a pepenar. Camina mirando al suelo, cubierto de polvo y con una nube de zopilotes sobrevolando por encima de él. Cuando llega el camión para descargar la basura, Armando acude rápido y trata de meterse entre los treinta o cuarenta compañeros que ven bajar la basura del remolque como si fuera maná. No lo consigue y acaba esperando detrás de todos para recoger las últimas sobras.

No debería ser un problema visitar un paisaje nauseabundo como el del Bordo de Xochiaca. Pero para entrar ahí, hay que hacerlo infiltrado. La Organización de Recolectores de Desperdicios Industriales es una estructura caciquil manejada por un líder y sus colaboradores, que hacen de intermediarios entre los pepenadores y las comercializadoras, pero sobre todo, se han especializado en la explotación laboral. Los recolectores reciben, por ejemplo, 50 céntimos de peso por un kilo de cartón, 1´70 por uno de plástico, o 1´50 por uno de hierro. 

Los que más trabajan logran acumular 300 pesos semanales. Pepenan desde el amanecer hasta la noche, poniéndose linternas en la frente y creando un mosaico de “luciérnagas” que sirven para guiar a los propios camiones. Cuando los intermediarios venden a las comercializadoras ese material conseguido con el sudor de los recolectores, triplican el precio del kilogramo. Pero lo peor de todo no es el pago irrisorio por el  material reciclado, los pepenadores deben pagar a la organización 50 pesos mensuales y 80 por sacar una credencial y poder trabajar.

De puertas adentro, los líderes de la organización manipulan a su antojo la situación. Y lo único manipulable, más allá de la basura, son los pepenadores. “No nos dejan sacar el material fuera, si lo hacemos nos castigan con uno o cuatro días sin trabajar”, dice una mujer de 52 años. No tienen seguro social, nada que les avale si meten la mano entre la basura y se cortan, o si un hombre, como hace unos años, sufre de epilepsia y le pasa un camión de basura por encima. Cuando tienen que ir un médico de urgencia, todos colaboran con uno o dos pesos; cuando alguien se muere, entre todos ponen su parte para darle al compañero un funeral digno.

Celestino López fue el encargado de iniciar este lucrativo negocio a finales de los 70. Lo hizo en el lugar menos indicado, en apariencia, para llevar a cabo un gran negocio, el Bordo de Xochiaca, uno de los lugares con record de pobreza en la zona. Cuentan que Celestino López hacía millonarias apuestas en los combates de boxeo, iba cubierto de joyas y llegó a tener auténticas mansiones en México, 3000 trabajadores a sus órdenes, 18 mujeres y 64 hijos. “Soy un padre prolífico pero cumplidor”, solía decir. 

Don Celestino, como era conocido, murió hace dos años y dos de sus hijos heredaron parte del negocio.


Cubierta con un pañuelo rojo sobre la cabeza, pelo cano y un mono azul de trabajo, Nicolasa Lemos arrastra sus 77 años por el vertedero. “Aquí me he acabado mi juventud”, dice, mientras ordena un jacal que utiliza para cambiarse de ropa, tan pequeño que sólo puede hacerlo agachada. 

Nicolasa nació en Celaya, Guanajuato, donde se quedó huérfana con siete años. Se fue a vivir con sus tíos, que la golpeaban una y otra vez “por no fregar los platos o tender la ropa”. Las secuelas de aquella época y de los 57 años pepenando en tiraderos es una espalda destrozada. “Sacamos siquiera pa comer, pero por qué no lo voy a decir, pa vestir no. Antes entraban camiones con comida, llegaban piernas de carne y despedazábamos la carne. Ahora ya no les dejan entrar”.

Nicolasa, Inés, María Cresencia, Verónica… Muchos pepenadores, sobre todo mujeres, tienen una infancia común con recuerdos de maltrato, trabajo y necesidad. Los primeros trabajadores eran migrantes procedentes de Puebla, Guanajuato y, en general, poblaciones rurales del sur. Miles de personas llegaron a la capital desde los años 40 buscando una oportunidad para salir adelante, pero se encontraron con una realidad muy diferente a la que habían soñado. Se quedaron a las puertas de la ciudad, en lugares sin saneamiento ni agua, alimentando los cinturones de miseria y trabajando por un puñado de pesos en lugares como el vertedero de Xochiaca.

“Las mujeres trabajaban con los bebés a la espalda y los chamaquitos con edad para recoger un plástico del suelo ya ayudaban a sus padres”, comenta Arturo Zepeda, recordando el trabajo que el padre Roberto Guevara, creador de la FAE, lleva desarrollando en el tiradero desde hace 25 años. Él y unos cuantos voluntarios, financiados por Ayuda en Acción y otras ONG´s han sido los únicos que se han solidarizado con la gente del vertedero, llevando comida, atención médica y una red de escuelas por toda la zona. 

Dicen que el Bordo empezó siendo una barraca, un pequeño rincón donde los vecinos del barrio de Aragón tiraban la basura y, así, poco a poco, se fue convirtiendo en ocho kilómetros de desperdicios. Cuando en el vertedero ya no cabía nada más empezó a desplazarse, primero al “camellón”, luego a la zona entre las vías del ferrocarril y el Bordo, y finalmente a Tlatel-Xochitenco en la parte baja de Chimalhuacán, donde está ubicado actualmente. La última vez no fue sólo una cuestión de espacio, había también intereses comerciales. “No nos dieron ninguna explicación, nos dijeron que estorbábamos y que nos iban a dar tierra”, recuerda Nicolasa. 
El hombre más rico del mundo, Carlos Slim, se convertía en 2006 en el principal inversionista de los 150 millones de dólares que se destinaron para la creación de Ciudad Jardín, un imponente centro comercial levantado donde antes sólo había escombros. La intención del propietario de Telmex sería crear una barrio similar al de Santa Fe, hoy uno de los más prósperos de México DF y en su día un famoso vertedero donde se ingresaban 20.000 toneladas diarias de basura. Pero el maquillaje de asfalto que hay por la avenida del Bordo es demasiado endeble. Sólo hay que observar alguna obra desperdigada donde se haya metido el taladro, y ver como debajo de los veinte centímetros de pavimento lo que hay es pura basura. 

En época de elecciones, los políticos tienen que pedir permiso a los líderes para entrar en el vertedero, taparse la nariz por unos minutos y prometer. Regalan a los recolectores unas botellas de agua, unos sacos limpios para meter la basura y regresan a casa a tirar los zapatos, los mismos que a los pocos días podrá lucir algún pepenador. “Ha sido gente muy maltratada, tanto que cuando alguien se les acerca y les da algo, son capaces de hacer cualquier disparate por ella”, afirma Zepeda. Los políticos no piden disparates pero sí que acudan a manifestaciones como grupos de choque y, por supuesto, que les den el voto. Al día siguiente de la visita, el mismo olor y la misma montaña de basura creciendo hacia arriba.



Hijos de la calle


SAMUEL M. (MÉXICO D.F.)
Un grupo de mariachis apura el último tequila en la plaza Garibaldi del Distrito Federal. Mientras los turistas se deleitan con las canciones de José Alfredo Jiménez, muy cerca de allí y sin que nadie le vea, un niño trepa como un gato por la cornisa de un edificio en ruinas. No hay muros externos y lo que queda de los departamentos es un esqueleto de cemento formado por cuatro paredes ‘grafiteadas’ que nadie se detiene a observar. Es difícil imaginar que haya algo interesante entre los escombros de esa construcción, ni mucho menos que sobre ellos haya jóvenes de 14 años compartiendo colchones mugrientos.

Uno de esos niños se llama Moisés (nombre ficticio). No responde a las preguntas sobre su pasado porque, a pesar de su corta edad, tiene demasiadas espinas clavadas en el recuerdo. Guarda silencio mientras inhala una y otra vez un sucio papel rociado con solvente, sacando los puños por las  mangas de un sweater dos tallas más grandes que él para hacerlo. Sólo al hablarle de Oliver Twist, el clásico literario de Charles Dickens, Moisés parece despertar reconociéndose en ese joven londinense que vagaba por los pueblos y afilaba la imaginación para conseguir unas migas de pan. “Era un chavo de la calle como yo… Si  escribiera un libro contaría todas las aventuras que he vivido con mis amigos, cómo mi madre y las monjas del orfanato me golpeaban…”  

La versión moderna de Oliver Twist habla poco, apenas para contar que salió con 6 años de una casa a la que nunca regresó. Dice que ahora tiene 14 pero, o miente, o la desnutrición le ha impedido crecer durante los últimos tres años. Debajo de sus pantalones (dos tallas más pequeños que él) deja ver unos tobillos extremadamente delgados y cubiertos de roña. Más allá de la distancia entre el México de hoy y la Inglaterra del siglo XIX, a Moisés y a aquel personaje de ficción les une una historia común ajena al paso del tiempo: la miseria que abriga a los callejeros.

 El gobierno dice que son 100.000 en todo el país, pero quizá la mejor referencia sean los 500.000 consumidores crónicos que ha detallado la última Encuesta Nacional de Adicciones, o quizá los cientos de familias que van engrosando los índices de pobreza en el país hasta llegar a 50 millones. Se ocultan en los rincones más insólitos de las ciudades de México dejándose ver casualmente mientras “escalan”  montañas de deshechos para alcanzar un colchón, abren una alcantarilla, o vagan por vías de tren cubiertas de maleza. Niños o adultos, los hijos de la calle son una masa anónima definida por tres palabras: asfalto, droga y olvido. 

En los brazos de la droga
Moisés y sus cerca de veinte compañeros se ganan la vida limpiando vidrios o haciendo malabares en los semáforos, referentes para medir a una población que poco a poco ha invadido las señales luminosas del Distrito Federal. Algunos especialistas hablan de ‘huérfanos sociales’. A la vez que huían de familias desestructuradas,  el Estado se alejaba de ellos acabando con el único referente social que les quedaba, si algún día existió. “Una simple remodelación urbana es suficiente para llevar a cabo auténticas campañas de limpieza social. No importa dónde acaben. El gobierno mexicano ve a chavos consumiendo droga en la vía pública pero no lo considera como un fenómeno social sino como un vicio”, afirma Luis Enrique Hernández, director de El Caracol A.C., organización con más de quince años de experiencia entre poblaciones callejeras.

El Caracol ha facilitado el acceso de Milenio Semanal a todos los grupos de jóvenes que aparecen en este reportaje. Muchos de ellos han vivido políticas de exclusión social con palabras, golpes y marginación, al tiempo que creaban redes de supervivencia para hacerlas frente. El instinto por recuperar lo poco que tienen les hace regresar siempre al mismo lugar o, en el peor de los casos, a extender los cartones muy cerca de allí. Para Enrique Hernández, la calle es el hogar de estas personas, aunque no hay puertas para protegerles y su situación empeora con el paso del tiempo.  “Ya hay adultos con barba que mendigan diciendo que son niños de la calle. Los que conocíamos como tal ya han crecido, se han hecho mayores y tienen hijos que han nacido también en la calle. Es la segunda generación de callejeros, y a ellos se van sumando cientos de jóvenes cada año”.


El fenómeno migratorio de los años 50 hacia el Estado de México llevó a miles de familias buscando un futuro en la ciudad y acabó lanzando a cientos de mendigos a las calles. El goteo que ha alimentado la mendicidad desde entonces no ha parado, aunque la actual crisis económica ha sido un azote que ha elevado hasta un 30% el número de personas que viven en la vía pública, según estimaciones de Juan Martín Pérez García, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), para el que, en este sentido, “la crisis en México no ha cesado en 30 años”. 

La forma en que esos niños tienen de enfrentarse a la vida ya no se reduce a la búsqueda de alimento. Las drogas empiezan a hacer estragos entre ellos, en especial los solventes químicos y el ‘crack’, una mezcla de cocaína disuelta en amoníaco que al fumarse llega directamente a la sangre multiplicando los efectos de la cocaína. Descalcificación de manos y dientes, parálisis de las extremidades, o estados depresivos son algunos efectos inmediatos del consumo de este tipo de sustancias. Las secuelas a largo plazo son todavía imprevisibles. 

“En los laboratorios están potencializando los efectos de la drogas y el daño es más temprano. Hay gente que ha estado bebiendo toda su vida pero están funcionales, sin embargo, un chavo que toma drogas, a los tres años ya tiene el cerebro destrozado”, afirma la Dra. Ligia Cuevas, directora de la clínica de rehabilitación Quinta Satori, en la ciudad de Cuernavaca.

En la actualidad no existe una legislación que impida acceder a los menores de edad a sustancias químicas que pongan en peligro la salud y su vida. “La persecución de drogas tradicionales como la marihuana o la cocaína ha dejado de lado el problema de otras sustancias como el solvente inhalable, el más usado entre la población callejera. Conseguirlo es tan sencillo como llegar a cualquier tlapalería y pedir un frasco de PVC”, explica el director de El Caracol. 


Muchos inventan su pasado, lo exageran o lo callan, pero las estadísticas dicen que la mayoría tuvieron padres alcohólicos o drogadictos, fueron maltratados y con doce años decidieron abandonar sus casas para vivir en el asfalto, expuestos a la droga, la prostitución, la indiferencia del Estado, e incluso la muerte. El 27 de septiembre una joven indígena otomí de 14 años, Juliana Arroyo, moría de un infarto por consumo de solventes. El diagnóstico médico habla de ‘hipocalemia’, niveles bajos de potasio en sangre que llevan a paralizar las extremidades y, en los casos más graves, el corazón. 

Desde los 12 años Juliana se fue de casa y encontró un nuevo hogar en las calles del Estado de México. Después de haber sido hospitalizada por consumo de solvente, el centro de rehabilitación público CAIS Torres de Potrero la rechazó por ser menor de edad. Juliana regresó a la calle, donde siguió consumiendo sustancias tóxicas hasta encontrar la muerte. 

Sin derecho a la vida
Las palabras ‘abrazo’ o ‘afecto’ no están entre el vocabulario que Jesús (nombre ficticio) utiliza para hablar de su infancia. Cuando trata de recordar su vida con 7 años encuentra a su tío poniéndole los dedos en los cables de la luz cuando no leía bien, o a su abuela recordándole que iba a acabar muriéndose por las drogas, como su padre. Jesús tiene hoy 21 años y habla con completa indiferencia del maltrato, algo que se ha convertido en un hábito para él: “Conocí el vicio a los 14. Yo palabreaba en las micros y sacaba dinero para meternos en un hotel y consumir ‘piedra’… La policía pasaba con mangueras y nos echaba agua para que nos fuéramos de la calle. He pasado por varios centros de rehabilitación y en algunos nos encadenaban los pies, nos hacían caminar de ‘changuito’, nos golpeaban…”

A Jesús le tiemblan las manos como a un anciano cuando habla, hace tiempo que perdió el pulso, la dignidad y la idea de un futuro decente. Sólo  piensa en el ahora, en cómo salir adelante mendigando algunas monedas, limpiando coches, o vestido de payaso por los semáforos para que siempre tenga en el bolsillo unas gotas de solvente. Vive en un céntrico barrio del D.F. compartiendo colchones con cerca de cincuenta personas más. Lo  menos gris de los veinte metros de asfalto que han ocupado es un colorido altar a San Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles. Pero los milagros pocas veces suceden en la calle.

En menos de seis meses Jesús ya ha visto morir a dos compañeras. Claudia Martínez todavía conserva en su lugar la lona donde solía pasar alguna noche con sus compañeros cuando los extrañaba. Ella y su novio decidieron dejar de dormir en la calle y rentar un cuarto en Chimalhuacán para empezar una nueva vida al lado del hijo que estaba a punto de nacer. No les dieron esa oportunidad. A las dos de la madrugada del pasado 27 de agosto, Carlos llamó a una ambulancia porque la joven iba a dar a luz. Pasaban los minutos pero nadie llegaba y el novio decidió trasladarla él mismo al hospital más cercano. Claudia fue rechazada en dos hospitales (Hospital de la Mujer y Rubén Leñero) antes de que la atendieran en un tercero, el Hospital Gregorio Salas. Cuando lo hicieron era demasiado tarde. Consiguieron salvar al bebé, pero ella entró en coma y murió. Tenía 23 años. 

“Claudia padecía pre-eclampsia (hipertensión arterial que complica el embarazo), pero es algo que tiene tratamiento. Fue una negligencia médica y discriminación por consumir droga. La maternidad ejemplifica muy bien lo que puede llegar a ser la vida de una persona que vive en la calle”, relata Manuel, sociólogo y trabajador social de El Caracol.

Se estima que el coste de una persona en rehabilitación por consumo de drogas o alcohol ronda los 10.000 dólares, sin contar los gastos que puedan surgir por alguna enfermedad durante el proceso de consumo. La Secretaría de Salud cierra los ojos ante el problema y ha dejado en manos de anexos la atención a personas con problemas de drogadicción. Algunos de ellos, conocidos como ‘fuera de serie’, utilizan el insulto, la violencia y hasta la muerte para ‘desintoxicar’. “En los temas sociales el estado no tiene inversión, no tiene infraestructura. Toda esa población vulnerable depende de las instituciones sociales privadas. Es una especie de ‘no te presiono’, o ‘no te exijo’ porque tú me estás ayudando  o me subsidias un asunto donde yo no tengo inversión”, afirma Juan Martín Pérez.

 Cinco meses antes de la muerte de Claudia, en el mismo lugar, una chica de 23 años llamada Jazmín empezaba a vomitar sangre alarmando a sus compañeros. Había estado 18 días en el hospital Rubén Leñero con diagnóstico de tuberculosis miliar. Pudo salir una vez, pero cuando volvió a entrar ya era demasiado tarde. Los jóvenes pelearon sin éxito el cuerpo de su compañera durante tres semanas para poder darle sepultura. Mientras tanto el Servicio Médico Forense (SEMEFO) enviaba el cuerpo de Jazmín a Oaxaca confundiéndola con otra joven que había muerto el mismo día y cuyos restos eran reclamados desde el estado sureño. Regresaron el cadáver  a la capital, pero los compañeros sólo pudieron llegar al panteón para dejar unas flores a los pies de una joven que siguió vagando en territorio de nadie después de su muerte.

La última propuesta para sacar a los jóvenes de la calle proviene del Instituto de Asistencia e Integración Social (Iasis). Consiste en la creación de una colonia de casas- taller en la delegación Gustavo A. Madero, donde se pretende crear un espacio para reintegrarlos ofreciéndoles una vivienda y la supervisión de educadores, psicólogos y médicos. Según el director del Iasis, César Cravioto, la prueba se va a hacer con 30 jóvenes ubicados en Artículo 123, el único grupo que se mantiene en el centro histórico del D.F.  Falta conocer si realmente se trata de una verdadera política de reinserción social, o es sólo una nueva forma de desplazar a los jóvenes creando ‘guetos’ en zonas marginales.      

Laura (nombre ficticio) tiene muchos motivos para desconfiar cuando se habla de ‘Gobierno’. Esta  adolescente de 18 años, compañera de Moisés y  adicta al solvente inhalable como él, relató hace un mes cómo logró escapar de un centro de seguridad donde la policía la tenía retenida con su hermana. Dice que agentes policiales ofrecieron 5000 pesos a cada una de ellas si declaraban en contra de una mujer acusada de trata de blancas. Ellas manifestaron no conocerla pero calibraron su necesidad, aceptaron el dinero y, finalmente, mintieron. Nadie les dijo que después de su declaración iban a ser ingresadas en un centro de alta seguridad y que, “por el momento”, no saldrían de ahí. Laura logró escapar y llegar al único lugar donde puede sentirse segura, el edificio en ruinas de Garibaldi.