He podido hacerme con un cuarto en una posada barata de Quetzaltenango. En la cabecera de la cama quedan restos de una noche pasional. Dos amantes han tallado sus nombres sobre la madera para inmortalizar el inicio de un amor, o quizá el final de una aventura, quién sabe. Estoy calado hasta los huesos después de un aguacero torrencial. Apenas llevo ropa en la mochila y recurro a las prendas sucias y desgastadas de otros días. Los hoteles de barrio acaban siendo un hogar arruinado donde se cuelga la ropa en los clavos oxidados de la pared, o se lavan las camisetas en el lavabo de los baños compartidos.
Decido salir a cenar algo. Las calles de Xela empiezan a quedarse vacías al anochecer, como si todos dieran la espalda a una noche alumbrada sólo por la expectativa del mañana. Pido un menú de sopa y arroz. Estoy sólo en el restaurante pero, quizá por el hambre atrasada, cada uno de los bocados me sabe a gloria y me encuentro a gusto sin nadie cerca. Al acabar ojeo el periódico. Muertes y narco edulcorado con notas de gastronomía tradicional o con el viaje de algún famoso por el país. La prensa es un postre de sabor amargo.
No hay mucho que hacer y pienso en los vaivenes de la vida. Hace un par de semanas estaba dando clases de español a varios universitarios estadounidenses; hoy anochezco agotado en una calle de Guatemala, buscando información fuera y dentro de mí. Mi mente viaja a las aulas, mientras enseño los misterios del subjuntivo, el arte de la entrevista, o la indecencia de la descripción. Pienso en mi padre, o más bien lo imagino, dando sus clases de literatura en una escuela de Lozoyuela, tratando de hacer digerir a los alumnos eso del Naturalismo y el Realismo.
La enseñanza es un continuo aprendizaje con una lección de fondo: no tenemos ni puñetera idea de nada. La enseñanza es también la contraposición a mi carácter. En el momento en que tratas de enseñar algo debes definir objetivos muy concretos para dimensionar el aprendizaje del alumno. Yo peco de ser excesivamente impulsivo, impráctico, etéreo… Divago de un lado a otro y quién sabe si los mensajes lleguen como espero que lo hagan. Para tratar de que así sea, la imagen de mi padre está siempre conmigo, en las aulas y donde quiera que vaya, recordándome que el mundo no es sólo el pequeño rinconcito en el que hemos decidido vivir.
Al salir del restaurante fumo un “payaso”, esa marca barata de tabaco guatemalteco que a pesar de todo fumas con gusto, pensando que Hugo y los suyos hubieran dado lo que fuera por unas caladas de este cigarro durante los días de guerra. Los últimos comerciantes desmontan su negocio en la plaza principal y sus sombras se reflejan en el asfalto cubierto de agua. Cruzo algunas calles más antes de dirigirme de nuevo a la pensión. La regente está cenando con su familia en un comedor que hay a la entrada. Le doy las buenas noches y ella se limita a devolverme el saludo con gesto serio. “Es el extranjero”, la escucho decir mientras subo las escaleras. El aspecto me delata, aunque no haya cruzado más de cuatro palabras con ella.
Estoy agotado y me tumbo sobre la fría cama. Observo los libros que hay encima de la mesa que decora un rincón del cuarto. Quisiera abrirlos pero no me siento con fuerzas para alcanzarlos. Afuera empieza de nuevo a llover. En la habitación parecen resonar las voces tristes de los amantes que firmaron en la cama. Guatemala en la intimidad tiene el aspecto melancólico de la lluvia.