Santa Anita. Asentamiento de excombatientes de la guerrilla guatemalteca. Junio 2011
Las 30 familias que viven en Santa Anita son algo más que vecinos. Los hombres y mujeres que caminan por este asentamiento de Guatemala han compartido una vida revolucionaria, años de montaña entre rifles, enfermedades, lluvias y hambre. En su recuerdo hay experiencias bordadas con dos palabras: patria o muerte.
Durante 36 años Guatemala vivió una guerra fratricida. 4 mil hombres se alzaron en armas contra los gobiernos militarizados de un país herido por la explotación indígena y obrera. Sátrapas uniformados habían vendido su patria a Estados Unidos, convirtiéndolo en una República al servicio de la compañía norteamericana United Fruit Company. Cuando Yon Sosa y Turcios Lima, entre otros, crearon el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre, la sombra de Cuba y el triunfo de la Revolución del 59 alimentaban la esperanza del éxito rebelde. El movimiento armado se convertía en una opción real en Latinoamérica y, en algunos casos, en la única opción. Las guerrillas maduraban con manuales comunistas bajo el brazo y el sueño de un proletariado en las sillas presidenciales. El Frente Armado Revolucionario (FAR), el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA), abanderaban la actividad guerrillera en Guatemala. Las tres organizaciones se unificaron en los años 80 bajo el nombre de Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), que adoptaría la vía política después de la firma de los Acuerdos de Paz de 1996.
Hugo (nombre de guerra) recuerda bien aquellos días de negociaciones. Tenía 17 años cuando decidió subir a la montaña y combatir al lado de ORPA. Hugo es un indígena “mam” que trabajó desde pequeño como comerciante. Vivía con los justo para no morir de hambre, aunque la historia de los que le rodeaban era tan similar que él no imaginaba entonces otra forma de vida que no fuera dormir sobre el suelo o despertarse cada día como si fuera el último. “Pensaba que nadie tenía nada, que todos éramos iguales”, recuerda. La labor política del Partido Guatemalteco de los Trabajadores (PGT), inspiración política e ideológica de las guerrillas en las zonas urbanas y rurales del país, consistía precisamente en mostrar a gente como Hugo la distrofia histórica entre una población minoritaria y explotadora, y esa masa anónima de trabajadores que durante siglos había sufrido el yugo de la indecencia. Hugo conoció el mundo del poder con imágenes cercanas, como la del volcán, cuya silueta le llevó a aprender el esquema piramidal de su país y gran parte del mundo: “los ricos arriba y los pobres abajo”.
Hugo pasó diez años en la montaña y allí perdió a su hermano, unido también a la causa revolucionaria. Recuerda su vida en continuo movimiento, golpeando al ejército y escapando de él día y noche, sin mucho tiempo para establecerse en los campamentos improvisados que levantaban en medio del monte: “cuando subías a la montaña ya no te podías retirar. Si volvías te mataban”. Las comunidades que daban apoyo logístico a la guerrilla y le facilitaban alimentos o información, eran continuamente asediadas por el ejército. Las matanzas, torturas y secuestros se sucedían a diario. Campañas como la de “tierra arrasada” llegaron a su violencia más extrema a principios de los 80, con el gobierno del militar Ríos Montt, que inspirado por tácticas contrainsurgentes y material bélico procedente de Estados Unidos, prolongó una época de terror que terminó en uno de los mayores genocidios de América.
Miles de campesinos cayeron en una lucha desigual, asesinados a sangre fría por el sólo hecho de trabajar la tierra. Todos eran sospechosos. Los grupos paramilitares proliferaban y se infiltraban entre las comunidades para revelar información al ejército. El gobierno llegó a crear grupos de élite expertos en contrainsurgencia apadrinados por Estados Unidos. Los Kaibiles se erigieron como la máquina de matar más sanguinaria que había conocido el país, entrenados en condiciones extremas, prácticamente codificados para no sentir piedad. Hugo recuerda bien a su enemigo: “Los kaibiles veían caer a los suyos pero ni se inmutaban, continuaban adelante como si nada. Eran agresivos, aunque no eran muy listos (se ríe)”. Hugo era considerado un gran estratega entre sus compañeros. Dominaba el terreno montañoso y la presión de una cacería que a veces se prolongaba durante meses: “el ejército nos cercaba en algún cerro y creíamos que todo terminaría ahí, que ya era el fin. Sobrevivíamos de milagro”. Hugo tiene hoy 47 años y una fantástica familia de tres hijos y una mujer que no deja de sonreir.
El asentamiento de excombatientes de Santa Anita está ubicado en una región montañosa dedicada tradicionalmente al cultivo de café. Muchas de estas fincas cafetaleras fueron abandonadas por la caída del precio del grano. Tras la firma de los Acuerdos de paz se produjo un proceso de desmovilización y desarme. Se crearon albergues temporales mientras Naciones Unidas y el gobierno de Guatemala decidía el futuro de los guerrilleros. Algunos habían nacido prácticamente en la montaña y otros perdieron a toda su familia durante la guerra. No tenían nada, literalmente, más allá de sus compañeros de armas. Muchos decidieron iniciar una vida en colectivo, como los habitantes de Santa Anita. Pidieran tierras que pudieran trabajar comunalmente y el gobierno les ofreció una de esas fincas cafetaleras abandonadas durante años. Hoy se dedican al cultivo de café orgánico y han creado una comunidad relativamente autónoma.
El recuerdo de los días de guerra está grabado con pinturas en las paredes de las casas. “Nuestro problema es que debemos la tierra, estamos endeudados, pero hemos conseguido salir adelante”, dice Rigo, un excombatiente de 50 años nacido en San José Ojetenam, municipio de San Marcos. Rigo subió a la montaña cuando tenía 20 años y no bajó hasta los 35. Él y sus padres eran jornaleros que caminaban 70 kilómetros para trabajar en las fincas cafetaleras de Chiapas (México) como si, de alguna forma, se prepararan para los difíciles días en la selva.
Muchos excombatientes no fueron registrados por Naciones Unidas durante el proceso de desarme. A la comunidad de Santa Anita llegan historias de antiguos compañeros que hoy malviven en la capital, mujeres guerrilleras que sufren violencia intrafamiliar, o que nunca lograron adaptarse a una vida fuera de la montaña. Aunque Hugo y Rigo creen que 36 años de lucha sirvieron para alzar la voz del campesino y reconocer los derechos del indígena, son conscientes de que el trabajo apenas ha empezado y queda una gran lucha por delante.
La conciencia colectiva ha ido desapareciendo, en parte porque los ex combatientes se quedaron desamparados políticamente después de aquello. No sólo fueron desmovilizados militarmente sino también ideológicamente. El conflicto psicológico perdura y la recuperación de la memoria trata de cerrar heridas que continúan sangrando. La guerrilla se disolvió entre promesas incumplidas y un mundo que está lejos de la revolución soñada.