jueves, 16 de junio de 2011

Atitlán


Amanece. El reflejo del agua tiñe las montañas de azul como si el lago extendiera su plumaje sobre la tierra. El embarcadero de Panajachel, la comunidad de ingreso a Atitlán, respira por unos minutos silencio, sin el abordaje de los turistas ni el olor de la carne sobre las brasas. Un pescador rema sobre una canoa, dibujado casi a contraluz de un sol recién nacido. En el sedal destellan los restos de agua de una pesca infructuosa. Pájaros desconocidos inician su canto, ocultos siempre entre guaridas de hojas bien pegaditas unas a otras. Su eco se extiende con una brisa que democratiza los signos de la tierra. 

Atitlán. Oasis de la sierra madre guatemalteca; un kilométrico manantial de agua custodiado por tres volcanes cuyas sombras serpentean en el agua y se desfiguran cuando una lancha pasa por encima de ellas. En pocos minutos la naturaleza volverá a su forma humana, con el lenguaje universal de las escuelas, del comercio, del tráfico. El embarcadero empieza a llenarse de lanchas techadas con lonas para llevar a turistas y nativos a las comunidades que se extienden alrededor del lago. Los pueblos han sido bautizados con el nombre de los doce apóstoles: San Juan, San Pablo, San Pedro... Cada uno de esos pueblos conserva su parcela de intimidad alrededor de un mismo corazón: Atitlán.

Atardece y una lancha nos lleva hasta San Pedro, comunidad situada en el extremo opuesto a Panajachel. El pequeño embarcadero de San Pedro ha sido acondicionado para lo único que consume el turista: comida, cama y artesanía. Toda la ribera de San Pedro y sus miradores están ocupados por hoteles y restaurantes. Los nativos han sido desplazados a las zonas altas del pueblo y la montaña, con esa disimulada escoba que el mercado utiliza para apartar lo que considera desechable en los negocios. Abajo se habla inglés con la odiosa costumbre de almibarar el entorno de manera que el turista no se sienta lejos de casa; arriba se habla maya quiché, con su disciplinada manera de guardar silencio mientras otros se apoderan de su tierra. 

Nos fuimos arriba cuando bajaba la noche. En la primera calle un candidato a la alcaldía realiza un mitin desde un balcón. Una treintena de fieles alzan la cabeza para aplaudir al caudillo. Las palabras suenan vacías pero la imagen del dinero tintinea en la mente de los que aspiran a un cargo en el ayuntamiento. Piensan: “si hay que lamerle las botas a ese pendejo, pos a lamérselas, mejor eso que ser un muerto de hambre”. A la vuelta de la esquina, los muertos de hambre siguen su particular fiesta de música y palabras, que es todo lo que tienen para compartir. Disfrutan la felicidad momentánea del que no tiene nada que perder y sólo conserva boletos para la tómbola de las sonrisas. 

La luz de las farolas es opaca. Apenas alumbra. Los gatos en la noche guatemalteca son más pardos. Se ensombrecen las calles de San Pedro hasta hacerlas violentas de oscuridad como viejas barriadas napolitanas. Nos recomiendan una pizza en una cantina cerca del mercado. Pedimos una cerveza Gallo y esperamos, respirando los hilos de humo que llegan con olor a pan tostado. Son los huecos tabernarios de la noche, donde el hombre se recoge y aleja los fantasmas del sueño y de la vida. Saliendo, la humedad del lago golpea. Compramos más cerveza y escuchamos música en la calle, aprovechando la radio de una tienda de comestibles. El sabor de la austeridad es irrefrenable.

Primeros cantos del gallo. El mercado se llena de indígenas que extienden sus productos por el suelo o en tenderetes. Vergel de colores, de tejidos, de verduras,… Los hombres conservan su indumentaria tradicional, con pantalones o faldas hasta la rodilla, cosidas con rayas verticales y tonos vivos. La mujer se hace hermosa en su tierra, una hermandad ancestral y tributaria de los mejores deseos entre una y otra. Entender el pensamiento maya es adentrase en un mundo de respeto y humildad, ingredientes idóneos para ser pobre en este mundo que aprecia todo menos la cultura. Muchos de esos pobres guatemaltecos han buscado en la religión el espacio para la esperanza. La iglesia evangélica ha ganado terreno a la católica, tanto que se la ha comido. Varias casas publicitan la palabra de Jesús y una salvación eterna. Los israelitas pensaron que la tierra prometida no podía ser sólo ese pedazo arrancado a los palestinos y llevaron su sueño bíblico a Latinoamérica. La estrella de David ondea hoy en los cetros del evangelismo guatemalteco, prometiendo salvación después de este mundo jodido.

Afuera brilla el sol y pasan, uno detrás de otro, los tuc-tuc, mototaxis acondicionados con una pequeña carrocería descubierta por los lados y un simple banco en el interior. Son la mejor manera de moverte alrededor del lago, después de la lancha. Los tuc-tuc salen de la nada, te buscan, te encuentran, están en todas partes. A orillas del lago, en algún rincón todavía virgen de restaurantes, varias mujeres lavan la ropa mientras los hijos nadan y chapotean en el agua enfangada por los golpes de los pies. Guatemala se abre paso por los tejados, con ropa puesta a secar sobre las cuerdas y sillas en la calle. En el espejismo del embarcadero todo tiene una fachada más cuidada. Allí esperan los lancheros, abriendo puertas a San Marcos, a San Juan, a Panajachel…