martes, 16 de junio de 2009

Día 9 d.T. Ballydehob, Irlanda. Jazz Festival


Ballydehob es un pueblo de esos que uno suele pasar de largo cuando va de viaje, o si para, lo hace sólo para llenar el depósito de gasolina. Un lugar de cartas y dominó donde el primer lunes descansas, y el segundo ya te estás mordiendo las uñas sin saber qué hacer. La calle principal es una línea recta de no más de cien metros con casas que parecen cajitas de colores pastel. Este tipo de vivienda predomina en los núcleos urbanos de toda la provincia de Munster. Las estructuras son tan proporcionales, limpias y ordenadas, que a veces te miras asustado las suelas del zapato para ver si estas dejando alguna huella de barro.

Por una casualidad de la vida, cuando uno se aburre suele llegar la sed, y cuando llega la sed sólo se puede saciar con cerveza. Hay otras opciones, pero esta es la menos aburrida. Además hay que compartirla con unos amigos, claro, aunque no quiten el ojo de la televisión y puedas echar monedas en su boca sin que se inmuten. Y ya que uno se pone, y que por fin ha salido de la monotonía del hogar para entrar en otra más refrescante, pues por qué no echar la tarde sentado en la barra. Es tan rutinaria la casualidad que algunos han visto negocio y la calle está ocupada de bares e irlandeses con las mejillas rojas. De hecho el mayor atractivo de Ballydehob son las pinturas de Murphys y Guiness decorando las fachadas de los bares. Se podría hacer una tesis sobre el arte de estas pinturas, todo un símbolo del país. La que más me llamó la atención fue una con cuatro músicos sentados en barriles de cerveza, borrachos como cubas y los ojos vidriosos de tanta felicidad. Todo en la línea de la monotonía refrescante.

Puede ocurrir, sin embargo, que un buen día pares a comprar unas patatas en la gasolinera de Ballydehob y te encuentras esa misma calle repleta de gente. Puede ocurrir que las terrazas de esos mismos bares se llenen de sillas y sean un tumulto de charlas y brindis. Puede ocurrir que las calles se llenen con la música de los mejores jazzistas de Irlanda y hasta las esculturas de las barras se muevan, atraídas por la flauta de Hamelín. Entonces Ballydehob, en toda su pequeñez, se hace grande y es el centro del mundo. Un puerto de sentimientos donde la gente ríe y disfruta, y parte con la marejada de la música hacia los rumbos más indómitos de la fantasía humana. Algunos alcanzan la travesía del Mar Rojo, otras navegan hasta el corazón de su infancia, y algunos se quedan varados dejando que la trompeta y el órgano se llenen de presente. Hacia dentro o hacia fuera, todos viajan.

Los irlandeses tienen buen gusto por la música, que hace grandes pequeños rinconcitos de la vida como Ballydehob. A pesar de estar influenciada por la aburrida elegancia inglesa, me temo que Irlanda tiene sangre villana y suele sobreponerse con una buena dosis de sonrisa y desorden. Entonces puedes encontrar en cualquier lugar de la isla un grupo de tres personas tocando música tradicional. Y ese grupo se convertirá a la media hora en un mitin de veinte músicos y una audiencia de cincuenta personas que dormirán felices.

Entre el arte y la sobriedad, de vez en cuando aparece Irlanda.

domingo, 14 de junio de 2009

Día 8 d.T. Sobre tener poco o nada.


En el mundo de los pobres hay dos normas básicas. Primera: todo es reciclable; segunda: muy pocas veces se bebe para olvidar.

La primera prevalece sobre aquellos que han nacido sin nada. Aquellos que a diario consiguen sacar a duras penas sus manos del lodazal; manos hinchadas que batallan contra el peso del barro que se anuncia en la noche; manos que tendrán que empezar de nuevo esa lucha animal en la mañana.

Son los “dalits” de la India, los “bayaye” de Malí o Nigeria, los peasants filipinos, los aimaras de Bolivia o los tarahumaras de México. Son los olvidados, los invisibles. Tres cuartas partes de la población mundial.

Todos aprenden la ingeniería de la supervivencia y con el tiempo se convierten en estrategas de la lucha contra el hambre y la enfermedad. Son capaces de crear una casa con dos láminas de aluminio oxidado y unas tablas de madera húmeda. Para ellos todo tiene valor. Una lata o un plástico, es un camino para seguir con vida.

Los que pocas veces beben para olvidar y casi siempre para inspirarse son los pobres que alguna vez tuvieron algo, gente que ha aprendido a nadar en los charcos de la miseria y por desilusión, desesperanza, voluntad o dolor, no consumen esfuerzos para salir de ella. Son los pobres del primer mundo.

Recuerdo a tres vagabundos en la Gran Vía de Madrid, sentados en fila con sus largas barbas, encanecidas y amarillentas, y la nariz roja de tanto noviembre. Los tres andaban cosiéndose un jersey, y enfrente de ellos tres vasos de plástico con tres cartones y tres deseos: “para vino”, “para cerveza”, y “para whisky”. Los peatones dudaban en qué vaso poner sus céntimos de euro.

La necesidad estimula los sentidos, la imaginación, los instintos primarios. La lucha por la supervivencia es un arte firmado con dolor y a veces con sonrisas. El arte más humano, y en los extremos, el más atroz.

Personalmente acabaría con todo tipo de pobrezas, todas menos una. La pobreza de lo innecesario. Sin ser un bayaye o un vagabundo en la Gran Vía, puedo intuir cómo se las gasta la escasez, y lo lucrativo y sano que puede llegar a ser el mundo de lo imprescindible (NO de la miseria). Te acostumbras, por ejemplo, a liar cigarrillos del grosor de un alfiler para no agotar los últimos gramos de tabaco; te acostumbras a llevar un libro en los bolsillos para acostarte en un parque de alguna ciudad durmiendo el hambre con palabras mientras el resto del mundo come; te acostumbras a moverte haciendo auto-stop y escuchar historias de la vida hasta entonces anónimas; te acostumbras a no tener televisión, que es como salir de una resaca, y aprovechar las oportunidad de una conversación y las imágenes de un vaso de vino; te acostumbras a no inquietarte en el silencio; te acostumbras, en definitiva, a afilar tus sentidos, a ser más humano…

Alguien dijo “es una gran locura la de vivir pobre para morir rico”. Y añado: hermosa locura.

Salud.

miércoles, 10 de junio de 2009

Día 7 d.T. Perspectiva horizontal

Me gusta vivir en las alturas, quiero decir, cuando no hay nada encima de mi cabeza que me impida el contacto con el cielo o simplemente cuando me siento cerca de él. Será porque disfruto más en el mundo de las ideas que en la pesada carga de lo terrenal, o será que lo terrenal está demasiado agotado de ideas, el caso es que me van los horizontes. En Taxco (México), disfrutábamos caminando y tomando cervezas en las azoteas de las casas. Había todo un mundo en las alturas y nos sentíamos como gatos negros por los tejados parisinos, eso sí, con más calor, mejor cerveza y atardeceres con sabor a chili. Un lujo.
Me fascinan las boardillas con ventanas en el tejado, por ejemplo. Estar tumbado en la cama y dormirme bajo un cielo lleno de estrellas. Recuerdo El Escorial adornado siempre con la imagen de la luna, a veces mordida, a veces plena. Esa ventana era un camino hacia la inmensidad del espacio, un espacio que terminaba venciendo los ojos, agotando los abrazos hasta que dejábamos de vivir.


Cuando estas rodeado de naturaleza, lejos de carreteras, pueblos y ciudades, te das cuenta de que estamos demasiado acostumbrados a tener que mirar hacia arriba para respirar y sentir el latido de un mundo desnudo. En lugares como este, en medio de prados y colinas casi deshabitadas, todo tiene otra perspectiva. No es necesario mirar hacia arriba sino que todo te llega de frente. No buscas la naturaleza sino que ella te encuentra.

Escribo esto porque hace unos días viví una experiencia emocionante. Mi habitación no tiene ventanas en el tejado aunque no las extraño. Todo está en frente de mi. Cuando llega el regalo de un día con sol aprovecho para dejar la puerta abierta y estudiar, dejando que los sonidos y los colores del campo se cuelen por todos los rincones. En uno de esos días, dos golondrinas entraron por la puerta sobrevolando a sólo a unos centímetros de mi cabeza durante cerca de un minuto. Es difícil describir la sensación. El corazón se acelera y la piel parece abrirse como un gran pétalo. Sólo recuerdo que cerré los ojos, y con las manos apretando mis rodillas, me dejé llevar. Podía sentir cada aleteo como si fuera un susurro en mi oído, podía intuir sus miradas, el ritmo de su vuelo. Las golondrinas sabían perfectamente lo que estaban haciendo. No se habían confundido ni entrado en mi habitación por error. Era un vuelo deseado.

Las aves migratorias inician su viaje por estas fechas y la pareja de golondrinas acababa de llegar, quién sabe desde dónde. No es la primera vez que vienen aquí, hace años que construyeron un nido justo encima de mi puerta. Al verme, su instinto de protección hacia las crías hizo que se pusieran alerta. Con un gesto planificado, las dos golondrinas entraron al mismo tiempo y aguantaron un buen rato en mi habitación, quizá controlándome, quizá avisando de su presencia.

Ahora mismo una de las golondrinas está apoyada en la puerta, a tres metros de mí. Ya no entra en la habitación. Se han acostumbrado a mi presencia, a verme desde abajo. También ellas tienen otra perspectiva.

martes, 9 de junio de 2009

Día 6 d.T Outsider


Para llegar hasta la casa de Peter hay que guiarse por el tamaño de los árboles, una roca al lado del camino o, simplemente, confiar en la intuición. Cuando crees que ya has llegado y te encuentras justo debajo del último arbusto que tienes como referencia, ni siquiera entonces es fácil encontrar la casa. Esta escondida en una pequeña pendiente de rocas al lado del mar. Y al lado significa, al lado. Da la impresión de que la casa hubiera llegado corriendo hasta aquí y se hubiera parado al borde del precipicio, justo un paso antes de desmoronarse y caer al océano. Sin duda la casa de alguien que quiere escapar… ¿de qué?

Peter es un abogado criminalista. Defiende a lo peorcito de la sociedad irlandesa: asesinos, traficantes, violadores,... Su razón para defenderlos, la de siempre: alguien tiene que hacerlo. Tiene unos 45 años y el pelo completamente blanco, estirado como púas de un cepillo. Sus ojos azules apenas resaltan en su pálida piel y saben jugar con miradas de suspicacia. Creo que es su sonrisa la que delata un cierto grado de locura en Peter, una sonrisa que no sabes exactamente si tira hacia arriba o hacia abajo. Pero Peter es, como quien dice, un buen hombre.

Vive con dos perros gemelos de catorce años. Uno de ellos tiene principios de Alzheimer y enseña los dientes a todo el que se le acerque a menos de diez centímetros, incluido el propio Peter. El otro anda enamorado del gato. Peter encontró al felino en la carretera medio muerto hace seis meses. Desde entonces hasta hace apenas tres días, el perro no le ha hecho ni puñetero caso, y entonces… zasss!! Flechazo. El perro le sigue a todas partes lamiéndole la cabeza y el gato aguanta como buenamente puede las envestidas de tremenda lengua. No se sabe si por resignación o verdadero sentimiento, el gato se deja querer.

A pesar de tener suficiente dinero para vivir con comodidad, Peter desea pasar el resto de sus días en la más completa de las austeridades. La casa fue un antiguo puesto de salvamento marítimo, abandonada por los fuertes vientos que soplaban del norte, allá por los años ochenta. Lo reformó dejando un pequeño salón con barra americana (la barra son los fogones, el fregadero y la nevera, dispuestos de manera que dividan el salón y parezca que hay cocina). El salón es a su vez un pequeño invernadero con macetas de tomates, uvas, girasoles…, como para quitarle a uno el aliento. Un ventanal separa el salón de la terraza, decorada con una bicicleta estática y unas maravillosas vistas al mar. Una de las grandes aficiones de Peter es contemplar las aletas de los tiburones que de vez en cuando merodean por aquí. La humedad te hiela los huesos.

En la casa hay una sola mesa que utiliza para comer y hacer sus ejercicios de yoga. Hay dos sillas. Una para él y otra para su novia. Ni una más. Tiene dos vasos de vino y dos de agua, para él y para su novia. Ni uno más. Su novia hace dulces de leche y los vende en un mercado en un pequeño pueblo cerca de Bandom. Nada más. Si te invitan a comer no puedes esperar grandes manjares, pero siempre hay dulce de leche como para alimentar a un regimiento.

Para hacer ejercicio Peter ha decidido tener su propio huerto. Como desconoce cuáles son los límites de su tierra (es el único habitante en varios kilómetros a la redonda), se ha puesto a cavar y no sabe exactamente hasta donde llegará. Su parking particular es una pequeña explanada de tierra entre las rocas. Tiene tres coches.

Peter se empeña en dar sentido a su trabajo. Recuerdo la historia de Raskolnikoff en Crimen y Castigo, un joven estudiante que decide asesinar a una anciana que comercia con joyas y se aprovecha de aquellos que tienen que vender hasta sus recuerdos. Para Raskolnikoff, matar a esta anciana no sólo no es un crimen, sino que es un acto de heroicidad. De la misma manera, Peter trata de ver en su defensa un acto de gracia hacia alguien que sin su ayuda estaría desprotegido.

A pesar de todo, intuyo que el contacto casi diario con asesinatos , violaciones y otras tragedias, le han hecho retirarse a esta esquina del mundo y mantenerse alejado de todo lo que tenga que ver con el hombre.

No deja de ser una suposición. Me quedo con lo que debe quedarse uno. Peter es único, y como quien dice, un buen hombre.

domingo, 7 de junio de 2009

Clonakilty Bay, Costa sur de Irlanda


A Claudia, a Dorana, a las dos

Si tan solo tu boca, sólo un segundo de tu boca,
se apoyara en mi corazón como una palabra encogida,
con el aire leve entre los dientes, con tus labios fugaces
como cristales de agua en la arena.
Rotos, restos de soldados en el alba.

Si tan solo ese instante de tu boca amaneciera.
Por una vez. Por una vez.
Boca de legiones de gaviotas, de olor a mar, de puerto vacío. Por una vez.
Si esa voz que mueve las hojas de mi piel,
como brisa en el cuello helado, beso que tiembla,
y deja un rastro de luna sangrando
en la fragata plateada de la noche.
Por una vez.

Entonces dibujaría caballos salvajes sobre tu vientre.
Y dejaría de ser unas manos sobre la cara
que recogen las uvas del lamento.
Dejaría este barco de velas quemadas,
dejaría de ser huella.
Dejaría que los peces de tu lengua murieran en mi boca,
y tu boca fuera caracola en mi oído.

Entonces la ausencia extendida del mar, desierto azul,
sostendría en su lengua de espuma la saliva del último beso.
Pero el caballo duerme en tu vientre.
Y esa boca es arena en mis manos,
y el caminar un algo que hay que hacer.
Si tan solo tu boca, un segundo de tu boca,
fuera un soldado en el alba… 


miércoles, 3 de junio de 2009

Día 5 d.T. Una aventura hippy

No deja de sorprenderme la cantidad de información que se puede sacar de una fotografía antigua. La expresión de una cara, el entorno, la disposición de los objetos… Cualquier mínimo detalle es una pista para intuir algo sobre el objeto representado.

Recuerdo un libro del crítico de arte inglés John Berger. En él expone una fotografía en blanco y negro con tres jóvenes en un camino de tierra. Todos van vestidos de traje. Nada más. Berger indaga en la fotografía y examina las facciones de los jóvenes, la curvatura de su cuerpo y, sobre todo, su indumentaria. Van a una fiesta, está claro, pero el traje que llevan es demasiado holgado. Salta a la vista que estas personas no usan normalmente chaqueta y pantalón de pinza. Lo que ha sido confeccionado para entrar en el cuerpo menudo de una persona de ciudad, acostumbrada al movimiento delicado, y una vida físicamente armoniosa, se encuentra ahora en el cuerpo ancho, forjado en la tierra y en continuo movimiento de unos jóvenes campesinos. Lecturas del autor: 1) Son campesinos. 2) Los trajes no están hechos para los pobres.

En el salón de la casa hay una fotografía de Steve, dueño de la casa, nada más llegar aquí hace más de veinte años. Está en una caravana. Tiene el pelo lacio y largo, barba hasta el pecho y gafas de sol con montura blanca. Viste una camiseta sin mangas y sonríe con toda la energía de un joven de treinta años. Su gesto es ilusión, esperanza. Sus manos tensas están cargadas de fuerza. En su manifiesta alegría hay ingenuidad. La ingenuidad de los sueños.

Steve y Giulia, su esposa, eran parte de un grupo de amigos movidos por la locura de los sesenta, en pleno comercio del estilo Hippy. Decidieron abandonar todo y hacer su retiro espiritual en el campo. Crearon una especie de comuna donde compartían prácticamente todo. Pero la utopía duró solo un par de años y la mayoría de ellos decidieron volver a la ciudad. Steve y Giulia permanecieron aquí, se hicieron propietarios únicos de una buena parte de la casa y, en la fragua de la madurez, se cortaron el pelo y pusieron un restaurante con ingredientes caseros. Tuvieron tres hijos: Stan, Mary y Renan. Todos crecieron al abrigo de una familia convencional.

Es obvio que el Steve de hoy no se parece al de la fotografía. Su piel ha envejecido y en su cara ya sólo destaca una considerable nariz, roja como un tomate. Mantiene la delgadez y una salud encomiable, eso sí. Del naufragio hippy sólo quedan algunos restos.

Después del formidable desayuno orgánico de mi primer día, dejé el tazón en el lavavajillas y recorrí el pasillo para ir al baño. De repente sentí el gorgoteo de un pavo en uno de los dormitorios. Así, tal cual. Me froté los ojos e hice oídos sordos. Cuando me estaba lavando la cara caí en la cuenta. Nada más llegar, mientras me mostraba los rincones de la casa, Steve trató de explicarme algo acerca de sus costumbres. Afirmé con la cabeza dando a entender que lo había comprendido todo: “It’s OK”. En realidad sólo había captado cinco o seis palabras (religion, I’m used to, prayer…). Las suficientes para reconstruir el monólogo y, ayudado por una pequeña escultura colocada en el pasillo a modo de altar, revelar la incóngnita: Steve es budista.
No puedo comentar mucho al respecto. Sólo sé que tiene una admirable capacidad pulmonar y es estricto en su culto. Todas las mañanas este particular gallo canta su oración, con la cresta pelada y la garganta lista para rasgar el silencio como un cristal.

Siempre nos quedará una foto y la grandeza de sentirse jóven.

lunes, 1 de junio de 2009

Día 4 d.T. La aparición de Robin

“El mundo está en una gota de agua, sólo hay que saber interpretar el mundo en esa gota de agua” Ryszard Kapuscinski




Decía que uno pasa muchas horas en soledad por acá, tantas que pronto te hartas de ti mismo y empiezas a preguntarte cosas extrañas. Te preguntas por ejemplo, “qué coño hago aquí”. Y esta pregunta te lleva a otra un poco más compleja, “quién coño soy”. Y ésta a otra todavía más difícil, “qué diablos es la vida”. Tragar esto de golpe, así no más, sin un café o un cigarro que ayude a digerirlo, pues está canijo. Recordé entonces las palabras del maestro: “El mundo está en una gota de agua”. En ese mismo instante sentí el humo de la niebla en el cogote y respiré más hondo. Clavé el arado en la tierra y escuché el corte de la cuchilla penetrando en la arena como si la hubiera hecho sangrar. Entonces las cosas tomaron vida y tenían sentido. La lluvia ya no me molestaba, todo lo contrario, calmaba el dolor de mis manos. Ya no veía árboles sino viejos sabios, demasiado sabios como para abrir la boca y hablar. Y así fui creando mi propio mundo lleno de gotas de agua. “Un mundo en el quepan muchos mundos”, me decía, mientras recordaba algún lugar en las montañas del sureste mexicano.

Entonces llegaste tú bajo la forma de un pequeño Robin, con el tamaño de un puño, el pecho pintado con plumas naranjas y los ojos como lunas negras. Tal cual, como los tuyos. Te acercabas dando saltitos hasta que casi podía estirar la mano y tocarte. “Pájaro valiente”, decía. No te di importancia al principio pensando que sólo andabas explorando la zona. Pero entonces me fui a trabajar al otro lado del jardín y apareciste de nuevo. Ya no era una casualidad, me buscabas. Te miré durante más de un minuto y te fuiste, dando saltitos y agitando las alas como si estuvieras temblando de frío. Ya entonces le di tu cabello, tus ojos, tu piel de ébano. Ya eras tú desembarcando en mi jardín desde el otro lado del mundo.

Todos los días desde entonces recibo la visita del pequeño Robin. No tardé mucho en darme cuenta de que en realidad tenía una tentadora necesidad de acercarse a mí. Mientras cavaba y levantaba la tierra, un manjar de lombrices veía la luz. Y ahí estaba él, dando saltitos a mi lado para pescar su almuerzo y escapar temblando de frío. Pero a pesar de todo anulo la conciencia y sigo viendo tu mirada. Te sigo saludando y abrazando con la misma ilusión del primer día porque sólo tu presencia me hace recordar y sonreir. Me sirve que el mundo sea un espejo de tu alma. Me sirve verte en una gota de agua.

Y así no más, traté de dar respuesta a la pregunta más difícil: qué es la vida.
Mi país, mi tierra, mi mundo, la vida, eres tu vestida de ave llegando en mis momentos de soledad, son todos los rincones de tu cuerpo que han pasado por mi piel, con tus guerras y tus carnavales, con la palabra dispuesta en tu boca para matar al bandido y crear un guerrero; la vida es el pequeño jardín donde pasé mi infancia; es una copa con mis viejos amigos en las telarañas de La Cúpula; es la mirada de mi padre en el silencio y el abrazo de mi madre cuando ya no hay brazos a mi lado. La vida soy yo cuando me acuesto y sólo quedáis vosotros.