Durante los combates decisivos que cambiaron la historia de Nicaragua, Alberto se encontraba solo en la cima de una montaña. Escuchaba consumirse las hebras del tabaco y conversaba con los pájaros. Ellos, dice, hablan mucho cuando va a llover.
Era un día cualquiera de un mes irrelevante de 1978. Este
hombre delgado pero gigante, con su pelo blanco, largo y tempestivo, sin
dientes y las alpargatas remendadas en todas las direcciones, llevaba casi 33
años en el mismo lugar. Vivía como ermitaño, comiendo vainas silvestres y
consumiendo cosusa, un licor de maíz conocido popularmente como “patada de mula”.
Aquel día, envuelto en el humo del cigarro, miraba su
montaña con dos cinceles en una mano y una piedra de río en la otra.
montaña con dos cinceles en una mano y una piedra de río en la otra.
Tres décadas después terminó su obra. Las laderas de la
montaña están llenas de piedra con forma de elefantes, jaguares, guerrilleros y
poetas. El hombre que aprendió a escribir en su vejez, concibió un sueño que
plasmó con esculturas, días tras día, sobre un cerro indómito mientras veía
crecer su pelo, su barba y sus pensamientos. “El que no tiene amigos, no tienen
nada”, dice, pensando en voz alta.
Alberto duerme hoy en la misma chocita de madera de su
infancia, viejo y solo, debajo de la montaña, hablando con los pájaros y
escuchando consumirse las hebras del tabaco en una cima donde pasa la vida,
lentamente.