Con ese olor agrio del sudor cicatrizado en sus pieles, treinta campesinos velan el cuerpo de una compañera. Llevan tres días rezando frente a un cadáver que ya empieza a descomponerse. Me cuenta el Padre Iván, a unos metros de ellos, que a veces llegan a tenerlo seis días en sus casas y que se niegan a dejarlo ir, aunque la tierra los reclame. El Padre lo sabe bien, acostumbrado a largas travesías en moto, en mula o a pie, con La Biblia en la mano, evangelizando aldeas a orillas del río Coco, donde ahora escribo esto, aplastando mosquitos contra mi brazo y rodeado de cerdos enfangados sobre calles polvorientas.
El Padre Iván es ya un amigo con el que comparto
conversaciones a media tarde en esta cordillera de pobres. Me dice entre risas,
cayendo el sol, que sólo dos especies sobrevivirían si se acabara el mundo, las
cucarachas y las monjas, porque, “hay que ver cómo se adaptan esas mujeres a
todos los ambientes”.
Hablando de cosas un poco más serias, me dice que el hombre
se aferra desesperadamente a la vida según avanza su edad. Entonces recuerdo
una de las filosofías más reveladoras (una de tantas) que me enseñó mi padre (el
de sangre) cuando era un niño. Él me contó que en otros tiempos, allá por Asia,
los hombres que veían cerca el final se despedían de sus familias para caminar
al lado de los elefantes que se separaban de las manadas. Lo hacían, me dijo mi
padre, para morir y dejar vivir.