Tres días de autobús. Cinco fronteras: México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua. Cinco monedas. Cinco gobiernos. Cinco ficciones.
Veo pasar kilómetros
de asfalto a lo largo de una inmensa estepa verde. A derecha e izquierda, los
mismos volcanes, la misma piel, la misma realidad.
Nicaragua, 30 de
abril de 2012
En México me hablaban de sus pueblos, de allá, de Honduras,
donde dejaron a cinco hijos en una escuela sin maestro; de un pueblo guatemalteco
donde quedó una madre cavando la misma jodida tierra. Les escuché y traté de
imaginar cómo serían esos lugares de los que marchan miles de hombres, mujeres
y niños, cargando mochilas de fe.
Ahora, cinco países después, los encuentro en fábricas,
haciendo puros que saborearán los directivos de los grandes consorcios
extranjeros. Los encuentro en puertos, sumergiéndose a pulmón para pescar
langostas que disfrutarán en los restaurantes más lujosos del Caribe. Los
encuentro tocando la guitarra bajo el calor tropical, frente a casas de barrios
humildes y perros que ladran a la luna.
Lizard toca acordes de su tierra y dedica canciones al chocarrero
que vende aguacates por las esquinas; canta al nicaragüense y a los bosques
mutilados; se canta a él mismo cuando le detuvieron en México en su camino
hacia la pesadilla perfumada del dólar.
Dentro de la casa, doña Ale recuerda los años de la guerra,
cuando el ejército de Somoza enfrentaba a la guerrilla y los muchachos del
Frente Sandinista. Recuerda las bombas y a sus hijos pequeños pidiendo agua. Recuerda
que está feliz por habernos conocido.
Sentados frente a la casa de doña Ale, al calor de la guitarra
y un trago fresco de cerveza, Lizard me dice que ha compuesto una canción a
Dios, ese Dios que puede ser el árbol, el chocarrero, o quien sea quien nos dio
la vida. Le escucho decir que todo el mundo cree en algo y yo, sin decirlo, pienso
que durante mucho tiempo no creí en nada. Ahora le miro y encuentro respuestas
fácilmente.
Sí, sí creo. Creo en gente como él.