sábado, 25 de junio de 2011

Quetzaltenango, Guatemala


He podido hacerme con un cuarto en una posada barata de Quetzaltenango. En la cabecera de la cama quedan restos de una noche pasional. Dos amantes han tallado sus nombres sobre la madera para inmortalizar el inicio de un amor, o quizá el final de una aventura, quién sabe. Estoy calado hasta los huesos después de un aguacero torrencial. Apenas llevo ropa en la mochila y recurro a las prendas sucias y desgastadas de otros días. Los hoteles de barrio acaban siendo un hogar arruinado donde se cuelga la ropa en los clavos oxidados de la pared, o se lavan las camisetas en el lavabo de los baños compartidos. 


Decido salir a cenar algo. Las calles de Xela empiezan a quedarse vacías al anochecer, como si todos dieran la espalda a una noche alumbrada sólo por la expectativa del mañana. Pido un menú de sopa y arroz. Estoy sólo en el restaurante pero, quizá por el hambre atrasada, cada uno de los bocados me sabe a gloria y me encuentro a gusto sin nadie cerca. Al acabar ojeo el periódico. Muertes y narco edulcorado con notas de gastronomía tradicional o con el viaje de algún famoso por el país. La prensa es un postre de sabor amargo. 

No hay mucho que hacer y pienso en los vaivenes de la vida. Hace un par de semanas estaba dando clases de español a varios universitarios estadounidenses; hoy anochezco agotado en una calle de Guatemala, buscando información fuera y dentro de mí. Mi mente viaja a las aulas, mientras enseño los misterios del subjuntivo, el arte de la entrevista, o la indecencia de la descripción. Pienso en mi padre, o más bien lo imagino, dando sus clases de literatura en una escuela de Lozoyuela, tratando de hacer digerir a los alumnos eso del Naturalismo y el Realismo. 

La enseñanza es un continuo aprendizaje con una lección de fondo: no tenemos ni puñetera idea de nada. La enseñanza es también la contraposición a mi carácter. En el momento en que tratas de enseñar algo debes definir objetivos muy concretos para dimensionar el aprendizaje del alumno. Yo peco de ser excesivamente impulsivo, impráctico, etéreo… Divago de un lado a otro y quién sabe si los mensajes lleguen como espero que lo hagan. Para tratar de que así sea, la imagen de mi padre está siempre conmigo, en las aulas y donde quiera que vaya, recordándome que el mundo no es sólo el pequeño rinconcito en el que hemos decidido vivir. 

Al salir del restaurante fumo un “payaso”, esa marca barata de tabaco guatemalteco que a pesar de todo fumas con gusto, pensando que Hugo y los suyos hubieran dado lo que fuera por unas caladas de este cigarro durante los días de guerra. Los últimos comerciantes desmontan su negocio en la plaza principal y sus sombras se reflejan en el asfalto cubierto de agua. Cruzo algunas calles más antes de dirigirme de nuevo a la pensión. La regente está cenando con su familia en un comedor que hay a la entrada. Le doy las buenas noches y ella se limita a devolverme el saludo con gesto serio. “Es el extranjero”, la escucho decir mientras subo las escaleras. El aspecto me delata, aunque no haya cruzado más de cuatro palabras con ella. 

Estoy agotado y me tumbo sobre la fría cama. Observo los libros que hay encima de la mesa que decora un rincón del cuarto. Quisiera abrirlos pero no me siento con fuerzas para alcanzarlos. Afuera empieza de nuevo a llover. En la habitación parecen resonar las voces tristes de los amantes que firmaron en la cama. Guatemala en la intimidad tiene el aspecto melancólico de la lluvia.

miércoles, 22 de junio de 2011

Cuento para niños

Aunque pensemos que todo en nuestra vida es necesario, creámonos locos por un instante y pensemos que lo necesario es apenas compartir, aprender y sentir. Hagamos un esfuerzo y dejemos a un lado el trabajo y la fría escena de la oficina. Aparquemos el coche para caminar sin rumbo, por caminar, nada más, como silba el feliz sin saber que silba, o como besa el enamorado olvidando que besa. 

Dejemos de ser vistos por la televisión para que esa persona que hay a nuestro lado nos mire, y de su mirada nazcan palabras, o vida, o silencio, que es la mejor forma de convertir el tiempo en un teatro de sentidos. Desnudémonos, sin más, vaciando la mente de trastos inservibles para empezar a amueblarla, por ejemplo, de sueños.

Soñemos hoy un mundo al revés. Un mundo volteado donde no haya parlamentos en el cielo sino en la tierra. Un parlamento por cada hombre, mujer y niño que pasa hambre. En ellos debatirán personas que trabajan con los brazos, y no mentes que usan los brazos de otros para decir que trabajan. Soñemos que ese parlamento decide que el migrante es el que viaja por el placer de negociar y no la madre que deja atrás a sus cinco hijos para vender su vida. Tan importante es la vida del otro, que nadie se irá de ese parlamento hasta que la voz del pobre se haya quedado sin palabras.

En ese mundo soñado no habrá cárceles ocupadas por niños que robaron por no tener nada, sino hombres que administraron pueblos por tenerlo todo; la historia la contarán los perdedores, los mismos que serán encargados de construir un futuro sin ganadores; habrá un hombre nuevo, revolucionario e inquieto, que no discutirá leyes sino criterios, que no creará conciencia política sino social, que no prometerá sino que hará. 

Los niños soñados no cargarán cajas de fruta por los mercados sino sacos de ilusiones por las escuelas. La educación será el espejo de la humanidad y no la voluntad de los que quieren un mundo arrodillado; el campo se llenará de libros abiertos porque todos los campesinos querrán saber por qué hubo un tiempo en que nadie les escuchó. Los Derechos Humanos se recordarán en el momento de declarar una guerra y no sólo en los momentos de paz, cuando la sangre ya se ha secado. El parlamento volverá a tomar la palabra para anunciar que el letrado no merece más que el iletrado porque los dos, uno y otro, trabajarán mano a mano, como iguales. La justicia no hará temblar a los que menos tienen y el ser humano, por fin, sabrá qué hacer con esa palabra tan hermosa llamada libertad. 

Y después de soñar volvamos a nuestro mundo de lo necesario, dejemos de ser locos para seguir viviendo esta realidad sin cuentos, donde unos nacen en el lado oscuro y otros con la luz de frente. Dicen los soñadores de aquí que el momento más negro de la noche es justo antes del amanecer. Hasta entonces, soñemos de vez en cuando.

lunes, 20 de junio de 2011

Compartiendo vida con guerrilleros


Santa Anita. Asentamiento de excombatientes de la guerrilla guatemalteca. Junio 2011
Las 30 familias que viven en Santa Anita son algo más que vecinos. Los hombres y mujeres que caminan por este asentamiento de Guatemala han compartido una vida revolucionaria, años de montaña entre rifles, enfermedades, lluvias y hambre. En su recuerdo hay experiencias bordadas con dos palabras: patria o muerte. 


 Durante 36 años Guatemala vivió una guerra fratricida. 4 mil hombres se alzaron en armas contra los gobiernos militarizados de un país herido por la explotación indígena y obrera. Sátrapas uniformados habían vendido su patria a Estados Unidos, convirtiéndolo en una República al servicio de la compañía norteamericana United Fruit Company. Cuando Yon Sosa y Turcios Lima, entre otros, crearon el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre, la sombra de Cuba y el triunfo de la Revolución del 59 alimentaban la esperanza del éxito rebelde. El movimiento armado se convertía en una opción real en Latinoamérica y, en algunos casos, en la única opción. Las guerrillas maduraban con manuales comunistas bajo el brazo y el sueño de un proletariado en las sillas presidenciales. El Frente Armado Revolucionario (FAR), el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA), abanderaban la actividad guerrillera en Guatemala. Las tres organizaciones se unificaron en los años 80 bajo el nombre de Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), que adoptaría la vía política después de la firma de los Acuerdos de Paz de 1996.

Hugo (nombre de guerra) recuerda bien aquellos días de negociaciones. Tenía 17 años cuando decidió subir a la montaña y combatir al lado de ORPA. Hugo es un indígena “mam” que trabajó desde pequeño como comerciante. Vivía con los justo para no morir de hambre, aunque la historia de los que le rodeaban era tan similar que él no imaginaba entonces otra forma de vida que no fuera dormir sobre el suelo o despertarse cada día como si fuera el último. “Pensaba que nadie tenía nada, que todos éramos iguales”, recuerda. La labor política del Partido Guatemalteco de los Trabajadores (PGT), inspiración política e ideológica de las guerrillas en las zonas urbanas y rurales del país, consistía precisamente en mostrar a gente como Hugo la distrofia histórica entre una población minoritaria y explotadora, y esa masa anónima de trabajadores que durante siglos había sufrido el yugo de la indecencia. Hugo conoció el mundo del poder con imágenes cercanas, como la del volcán, cuya silueta le llevó a aprender el esquema piramidal de su país y gran parte del mundo: “los ricos arriba y los pobres abajo”.

Hugo pasó diez años en la montaña y allí perdió a su hermano, unido también a la causa revolucionaria. Recuerda su vida en continuo movimiento, golpeando al ejército y escapando de él día y noche, sin mucho tiempo para establecerse en los campamentos improvisados que levantaban en medio del monte: “cuando subías a la montaña ya no te podías retirar. Si volvías te mataban”. Las comunidades que daban apoyo logístico a la guerrilla y le facilitaban alimentos o información, eran continuamente asediadas por el ejército. Las matanzas, torturas y secuestros se sucedían a diario. Campañas como la de “tierra arrasada” llegaron a su violencia más extrema a principios de los 80, con el gobierno del militar Ríos Montt, que inspirado por tácticas contrainsurgentes y material bélico procedente de Estados Unidos, prolongó una época de terror que terminó en uno de los mayores genocidios de América. 

Miles de campesinos cayeron en una lucha desigual, asesinados a sangre fría por el sólo hecho de trabajar la tierra. Todos eran sospechosos. Los grupos paramilitares proliferaban y se infiltraban entre las comunidades para revelar información al ejército. El gobierno llegó a crear grupos de élite expertos en contrainsurgencia apadrinados por Estados Unidos. Los Kaibiles se erigieron como la máquina de matar más sanguinaria que había conocido el país, entrenados en condiciones extremas, prácticamente codificados para no sentir piedad. Hugo recuerda bien a su enemigo: “Los kaibiles veían caer a los suyos pero ni se inmutaban, continuaban adelante como si nada. Eran agresivos, aunque no eran muy listos (se ríe)”. Hugo era considerado un gran estratega entre sus compañeros. Dominaba el terreno montañoso y la presión de una cacería que a veces se prolongaba durante meses: “el ejército nos cercaba en algún cerro y creíamos que todo terminaría ahí, que ya era el fin. Sobrevivíamos de milagro”. Hugo tiene hoy 47 años y una fantástica familia de tres hijos y una mujer que no deja de sonreir. 

El asentamiento de excombatientes de Santa Anita está ubicado en una región montañosa dedicada tradicionalmente al cultivo de café. Muchas de estas fincas cafetaleras fueron abandonadas por la caída del precio del grano. Tras la firma de los Acuerdos de paz se produjo un proceso de desmovilización y desarme. Se crearon albergues temporales mientras Naciones Unidas y el gobierno de Guatemala decidía el futuro de los guerrilleros. Algunos habían nacido prácticamente en la montaña y otros perdieron a toda su familia durante la guerra. No tenían nada, literalmente, más allá de sus compañeros de armas. Muchos decidieron iniciar una vida en colectivo, como los habitantes de Santa Anita. Pidieran tierras que pudieran trabajar comunalmente y el gobierno les ofreció una de esas fincas cafetaleras abandonadas durante años. Hoy se dedican al cultivo de café orgánico y han creado una comunidad relativamente autónoma. 

El recuerdo de los días de guerra está grabado con pinturas en las paredes de las casas. “Nuestro problema es que debemos la tierra, estamos endeudados, pero hemos conseguido salir adelante”, dice Rigo, un excombatiente de 50 años nacido en San José Ojetenam, municipio de San Marcos. Rigo subió a la montaña cuando tenía 20 años y no bajó hasta los 35. Él y sus padres eran jornaleros que caminaban 70 kilómetros para trabajar en las fincas cafetaleras de Chiapas (México) como si, de alguna forma, se prepararan para los difíciles días en la selva.

Muchos excombatientes no fueron registrados por Naciones Unidas durante el proceso de desarme. A la comunidad de Santa Anita llegan historias de antiguos compañeros que hoy malviven en la capital, mujeres guerrilleras que sufren violencia intrafamiliar, o que nunca lograron adaptarse a una vida fuera de la montaña. Aunque Hugo y Rigo creen que 36 años de lucha sirvieron para alzar la voz del campesino y reconocer los derechos del indígena, son conscientes de que el trabajo apenas ha empezado y queda una gran lucha por delante. 

La conciencia colectiva ha ido desapareciendo, en parte porque los ex combatientes se quedaron desamparados políticamente después de aquello. No sólo fueron desmovilizados militarmente sino también ideológicamente. El conflicto psicológico perdura y la recuperación de la memoria trata de cerrar heridas que continúan sangrando. La guerrilla se disolvió entre promesas incumplidas y un mundo que está lejos de la revolución soñada.

jueves, 16 de junio de 2011

Atitlán


Amanece. El reflejo del agua tiñe las montañas de azul como si el lago extendiera su plumaje sobre la tierra. El embarcadero de Panajachel, la comunidad de ingreso a Atitlán, respira por unos minutos silencio, sin el abordaje de los turistas ni el olor de la carne sobre las brasas. Un pescador rema sobre una canoa, dibujado casi a contraluz de un sol recién nacido. En el sedal destellan los restos de agua de una pesca infructuosa. Pájaros desconocidos inician su canto, ocultos siempre entre guaridas de hojas bien pegaditas unas a otras. Su eco se extiende con una brisa que democratiza los signos de la tierra. 

Atitlán. Oasis de la sierra madre guatemalteca; un kilométrico manantial de agua custodiado por tres volcanes cuyas sombras serpentean en el agua y se desfiguran cuando una lancha pasa por encima de ellas. En pocos minutos la naturaleza volverá a su forma humana, con el lenguaje universal de las escuelas, del comercio, del tráfico. El embarcadero empieza a llenarse de lanchas techadas con lonas para llevar a turistas y nativos a las comunidades que se extienden alrededor del lago. Los pueblos han sido bautizados con el nombre de los doce apóstoles: San Juan, San Pablo, San Pedro... Cada uno de esos pueblos conserva su parcela de intimidad alrededor de un mismo corazón: Atitlán.

Atardece y una lancha nos lleva hasta San Pedro, comunidad situada en el extremo opuesto a Panajachel. El pequeño embarcadero de San Pedro ha sido acondicionado para lo único que consume el turista: comida, cama y artesanía. Toda la ribera de San Pedro y sus miradores están ocupados por hoteles y restaurantes. Los nativos han sido desplazados a las zonas altas del pueblo y la montaña, con esa disimulada escoba que el mercado utiliza para apartar lo que considera desechable en los negocios. Abajo se habla inglés con la odiosa costumbre de almibarar el entorno de manera que el turista no se sienta lejos de casa; arriba se habla maya quiché, con su disciplinada manera de guardar silencio mientras otros se apoderan de su tierra. 

Nos fuimos arriba cuando bajaba la noche. En la primera calle un candidato a la alcaldía realiza un mitin desde un balcón. Una treintena de fieles alzan la cabeza para aplaudir al caudillo. Las palabras suenan vacías pero la imagen del dinero tintinea en la mente de los que aspiran a un cargo en el ayuntamiento. Piensan: “si hay que lamerle las botas a ese pendejo, pos a lamérselas, mejor eso que ser un muerto de hambre”. A la vuelta de la esquina, los muertos de hambre siguen su particular fiesta de música y palabras, que es todo lo que tienen para compartir. Disfrutan la felicidad momentánea del que no tiene nada que perder y sólo conserva boletos para la tómbola de las sonrisas. 

La luz de las farolas es opaca. Apenas alumbra. Los gatos en la noche guatemalteca son más pardos. Se ensombrecen las calles de San Pedro hasta hacerlas violentas de oscuridad como viejas barriadas napolitanas. Nos recomiendan una pizza en una cantina cerca del mercado. Pedimos una cerveza Gallo y esperamos, respirando los hilos de humo que llegan con olor a pan tostado. Son los huecos tabernarios de la noche, donde el hombre se recoge y aleja los fantasmas del sueño y de la vida. Saliendo, la humedad del lago golpea. Compramos más cerveza y escuchamos música en la calle, aprovechando la radio de una tienda de comestibles. El sabor de la austeridad es irrefrenable.

Primeros cantos del gallo. El mercado se llena de indígenas que extienden sus productos por el suelo o en tenderetes. Vergel de colores, de tejidos, de verduras,… Los hombres conservan su indumentaria tradicional, con pantalones o faldas hasta la rodilla, cosidas con rayas verticales y tonos vivos. La mujer se hace hermosa en su tierra, una hermandad ancestral y tributaria de los mejores deseos entre una y otra. Entender el pensamiento maya es adentrase en un mundo de respeto y humildad, ingredientes idóneos para ser pobre en este mundo que aprecia todo menos la cultura. Muchos de esos pobres guatemaltecos han buscado en la religión el espacio para la esperanza. La iglesia evangélica ha ganado terreno a la católica, tanto que se la ha comido. Varias casas publicitan la palabra de Jesús y una salvación eterna. Los israelitas pensaron que la tierra prometida no podía ser sólo ese pedazo arrancado a los palestinos y llevaron su sueño bíblico a Latinoamérica. La estrella de David ondea hoy en los cetros del evangelismo guatemalteco, prometiendo salvación después de este mundo jodido.

Afuera brilla el sol y pasan, uno detrás de otro, los tuc-tuc, mototaxis acondicionados con una pequeña carrocería descubierta por los lados y un simple banco en el interior. Son la mejor manera de moverte alrededor del lago, después de la lancha. Los tuc-tuc salen de la nada, te buscan, te encuentran, están en todas partes. A orillas del lago, en algún rincón todavía virgen de restaurantes, varias mujeres lavan la ropa mientras los hijos nadan y chapotean en el agua enfangada por los golpes de los pies. Guatemala se abre paso por los tejados, con ropa puesta a secar sobre las cuerdas y sillas en la calle. En el espejismo del embarcadero todo tiene una fachada más cuidada. Allí esperan los lancheros, abriendo puertas a San Marcos, a San Juan, a Panajachel…



lunes, 13 de junio de 2011

Pasaje a Centroamérica


La Mesilla. Paso fronterizo legal entre México y Guatemala. Mediodía.

La furgoneta alcanza el control aduanero. Varios cambistas con fajos de billetes en las manos abordan a los pasajeros que van saliendo del vehículo para sellar los pasaportes. Como una hilera de vagones abandonados, decenas de comercios informales se extienden a uno y otro lado de la carretera exhibiendo escaparates de mercado negro. Se percibe el olor a comercio informal. Los extranjeros tratan de aislarse del tumulto de sombras y voces para no pisar el terreno de lo caótico. La Mesilla es la imagen fronteriza tradicional, en apariencia inmersa en la anarquía, aunque perfectamente organizada entre la comunidad que la conforma, esos pasajeros que decidieron abandonarse a la suerte de los vagones. 

Ni en un lado ni en otro, siempre en el borde. Los hombres fronterizos son hombres de paso, como la tierra que habitan; hombres que ven sin ser vistos, estancados en ríos que desembocan en un mar de expectativas. No debe ser fácil ganarse la vida a mitad de camino y renunciar a ese horizonte. Los hombres de la frontera venden ilegalidad porque la necesidad escuece y el gobierno no mira; se vende lo único que queda en la puerta norte de Centroamérica: gasolina barata y productos de contrabando.

Los funcionarios de migración guatemaltecos sonríen mientras sellan los pasaportes. Los mexicanos, a sólo 4 kilómetros de distancia, tienen un código ético muy diferente: no sonreirás, no caerás bien, no darás seguridad. Desde las ventanas los agentes de migración observan con estupor los coches que cruzan a vuelta de rueda la barrera que separa ambos países. A cien metros, en territorio guatemalteco, aparecen los primeros autobuses exportados como imagen turística del país: los “chicken bus” o “guajoloteros”, autobuses escolares estadounidenses de los años 60 vendidos al patio trasero de América Latina. Los guatemaltecos han roto la sobriedad de la carrocería amarilla cromándola con llamas de fuego y colores vivos; también han incorporado motores japoneses para que los vehículos dejen de toser cuando pasan de 60. La experiencia de viajar en ellos podría compararse a una ruleta rusa donde se aprieta el gatillo en cada curva. 

La imagen de “Gallo”, la cerveza más tradicional en Guate, se extiende por los comercios junto a la cara de políticos de sonrisa falsa que hacen campaña electoral en los clásicos carteles de carretera. Venden seguridad y empleo, una vacuna para un virus que ellos mismos inocularon. Tras la imagen gris de la frontera se extiende la tierra de Huehuetenango, montañas verdes cultivadas con parcelas de maíz que anuncian la Guatemala profunda. Hombres y mujeres mayas caminan a orillas de la carretera cargando a la espalda el trabajo de la jornada; caminan bajo esos mensajes políticos colgados de las farolas que saben más que nunca a mentira. Tierra de contrastes creados y culturas que se abren paso entre las casas indigentes de hormigón. Hermosa tierra. Herida, pero hermosa.

jueves, 9 de junio de 2011

Spanish Re-evolution


Una España indignada se inquieta. Lo llamarán efímero, inmaduro, pasajero, fugaz, o todos los adjetivos que quiera utilizar esa otra España que tiembla ante la palabra ‘cambio’. La diversidad no es el rojo y el azul escalando el monte de la inmadurez política; la diversidad no es un urgido presidente nombrado en la pila bautismal de una izquierda que golpea con la derecha; no es un aspirante noqueado por su propia estupidez en el ring de los invisibles; la diversidad no es bueno o malo, Norte o Sur, hombres y mujeres compartiendo democráticas formas de explotación donde unos viven y otros malviven. No. En un rincón olvidado de la diversidad se encuentra el acceso a pensar diferente y actuar en consecuencia; significa elegir el camino como individuo, pero también la voz para crear una sociedad justa, libre y solidaria. La bandera se llama Humanidad y afronta una batalla shakesperiana: ser o no ser. Miles de personas ejercen hoy en España su derecho a alejarse del pensamiento inmóvil, su derecho a ser una conciencia colectiva y no una reducción de individuos incapacitados por un sistema incapaz.
 
Esa cosa impalpable y lejana que llamamos neoliberalismo ha petrificado el razonamiento y, sobre todo, la sensibilidad. El bienestar se ha convertido en posesión y el talento en consumo. La gran victoria de ese sistema es haber aislado al hombre, hacerlo preso de sus miedos para que vea imposible una batalla; el capital le ha puesto una venda colorida en los ojos, de forma que no tenga tiempo de mirar adelante, de pensar en el Otro y, apenas, en sí mismo. Sólo es visible ese pañuelo que se desfigura como un óleo bajo la lluvia cuando ya es demasiado tarde. Nos enseñaron a soñar en dólares y éxito. Se ha creado una conciencia local con aspiraciones de conquista. Creemos tener el mundo al alcance, cuando en realidad nos separamos de él a pasos agigantados. Hoy no estamos lejos de la percepción robótica que Huxley tenía en su Mundo Feliz, y el primer signo es la carcajada de todos los que subestiman cualquier movimiento social que piense de manera diferente.

En Sol germina una nueva voluntad, sin anclajes políticos ni telarañas ideológicas, un pensamiento inspirado en el cansancio de personas que no han tenido la posibilidad de Ser. En España no hay una rebelión de pobres exigiendo pan. Son esencialmente jóvenes que han empezado por rebelarse a sí mismos. No hemos sido conscientes de nada porque lo que llamamos cambio ha sido algo impuesto, necesidades creadas para seguir percibiendo un desarrollo ilusorio. Se trata de recuperar la conciencia de nuestra vidas, se saber que somos nosotros quienes debemos decidir el futuro de nuestros hijos. Es tan simple como detenerse unos minutos y pensar en lo que estamos creando.
No soy el único que no distingue entre las pancartas las propuestas de la manifestación, pero creo que ahora es sólo el momento de salvar el espíritu que la hizo nacer. Más allá de un paro desmedido o de una educación diabética, en el fondo veo el hartazgo de una sociedad ociosa. Veo aburrimiento, ilusiones perdidas, y deseos de creatividad. Es inútil preguntar cuándo acabará esto, o si es sólo un impulso más de jóvenes con un futuro censurado. Cualquier pregunta que ponga en duda la germinación de un movimiento impulsivo merece el silencio como respuesta. Lo único importante ahora es disfrutar del momento. Ver a varias generaciones mostrar rechazo ante unas fuerzas de seguridad que responden con golpes al Derecho. El Gobierno se muestra paciente con el individuo pero se inquieta con el colectivo. Ya era hora…

Os animo a crear un mundo nuevo, a participar de esa marcha hacia nuevos ideales y a pensar que el hombre puede crear utopías que los de arriba desecharon. Hay revoluciones sin armas y hay palabras que duelen más que las balas. Que cada uno aporte su voz.