martes, 4 de mayo de 2010

Viaje en la noche

Ixtepec (Oaxaca), sur de México. 
Amanece y nadie en el albergue ha avisado de su llegada. Transporta mercancías, hombres y sueños. Le llaman “La Bestia” y hoy viene cargado con trescientos migrantes, trescientas sombras que se extienden por el techo de los vagones, iluminadas por los primeros rayos del alba. Son sólo un puñado de hombres en comparación con los miles de centroamericanos que cada mes se juegan el pellejo por alcanzar “el sueño americano” subidos a esta mole de hierro. Algunos, muy pocos, lo consiguen.
Durante dos o tres semanas, quizá un mes, los emigrantes lanzan una moneda al aire y dejan su vida en manos del destino, literalmente. La pesadilla pueda durar años.
Después de un largo viaje en autobús a través de Centroamérica y de cruzar sobre neumáticos las aguas del Tecún Umán en Guatemala, las sombras llegan a Tapachula, en la frontera sur de México. Para esquivar los puestos de migración, el indocumentado camina por un extenso campo fuera de todo control policial conocido como “la arrocera”. Allí no le espera la piedad por el caminante sediento con los pies destrozados de heridas. No, todo lo contrario. Allí arde el infierno. 
Asaltos, violaciones, extorsión,... El emigrante empieza a comprender lo que significa la vida en territorio de nadie. Y a pesar de recibir palizas o de ser violadas por hombres con aliento a pulque que hacen cola ante la víctima, ellos continúan caminando, quizá por fe, o porque esto no es peor que su vida en Honduras, o en El Salvador, donde sólo les espera una larga agonía de treinta años viendo cómo sus hijos pasan hambre y ellos se queman el corazón pensando que no son nada; caminan horas y horas con la amenaza suspirándole al oído, pero siguen mirando al frente porque atrás sólo han dejado una tierra de nadie, otras más. Su tierra.
Llegan a la estación de  Arriaga, algunos robados, otros con la dignidad rajada y, los que tienen suerte, sólo cansados. Pero no hay tiempo de buscar consuelo. Primero porque no lo hay, segundo porque hay que saltar al tren, a La Bestia. Migración dejó de hacer operativos de vigilancia porque la gente se subía a la locomotora en movimiento y los raíles se llenaban de piernas mutiladas. El tren también parece divertirse con el destino de los desamparados. Muchos se atan al techo del vagón con cinturones para no caerse si se quedan dormidos durante la larga noche de viaje por las cumbres de la sierra oaxaqueña. Muchos no son los que dicen ser, y detrás del disfraz de migrante hay una organización criminal conocida como Los Zetas, ese grupo de narcotraficantes que utilizan la droga como cortina de humo y se dedican a secuestrar, violar y matar. También hay maras. También policías. Todos quieren sacar su parte de esas sombras itinerantes.
Carmen tiene 16 años y salió de El Salvador con su tío harta de pasar hambre en el campo. Cruzó en autobús Guatemala y llegó hasta la frontera con México; subió al tren, pero un grupo de policías federales, dice, trataron de extorsionarle. Ella y otros ocho  compañeros de viaje salieron corriendo y caminaron por las vías del tren durante horas. Dos hombres con pistola y machetes se acercaron a ellos. A los hombres los tumbaron en el suelo y les quitaron todo. A ella la violaron sin piedad.
Daniela tiene 19 años y fue secuestrada por los Zetas. Delante de ella mataron a dos compañeros emigrantes porque pestañearon más de la cuenta, o porque a alguno de esos descerebrados le gusta lamerse los labios cuando ve la sangre que brota del indefenso. Daniela pasó tres meses llorando en la oscuridad, sabiendo que nadie iba a buscarla; su familia se estaba matando para conseguir el dinero que habían pedido los secuestradores a cambio de la liberación, y al gobierno mexicano no le importaba absolutamente nada el destino de una mujer hondureña. Una más.
Seguirán con sus sueños en la mochila, pasarán zigzagueando dos semanas subidos encima de los trenes, viendo la caída del sol entre compañeros de viaje y abrazándose a la idea de un futuro digno, escapando de migración y la presión continua de la muerte; llegarán hasta el desierto de Arizona para tratar de cruzar la frontera donde les esperará el dedo acusador del tío Sam, su indiferencia, su deshumanizada sonrisa.