miércoles, 19 de mayo de 2010

Vive cada día como si fuera el último

Llevaba una luna de 72 horas a la espalda, el pelo recogido en puños de escarcha y sus ojos grises de tanto asfalto.
Llevaba kilómetros de pensamientos y un “lo siento” en la mente después de aquel portazo.
“No vuelvas nunca más” le dijo ella, convencida de que el teléfono sonaría en un par de horas; ella escucharía y de nuevo el ciclo de besos, palabras y diferencias…
Pero él no llamó. Nunca más lo haría.
 Las luces de la noche eran destellos verdes, rojos, azules, blancos,… La ciudad se desfiguraba a medida que su arrepentimiento crecía. En cualquier otro momento no hubiera dudado ni un segundo, no hubiera quebrado su sueño más de unas horas pensando en su cabello negro, en su pequeña boca desvergonzada cuando se trataba de sonreir, en sus manos dibujando sobre el cuerpo lo que las palabras no podían… No. Ante ella el tiempo era breve y él nunca llegaba tarde. Pero ahora era distinto.
El parque le recibió con lluvia. El cielo empezó a platear en el horizonte mientras las gotas de agua rasgaban el polvo de su cara. Un hombre de barba blanca acuartelado en una botella de vino se acercó y le deseó suerte. Él no pestañeó, no dijo nada. Sólo pensaba en los próximos diez minutos, en el siguiente autobús.
Arrancó de su mente los tres días de insomnio y corrió hacia la calle 30. Lo había pensado, lo había triturado, le había dado mil vueltas… “Tengo que ir, debo verla”, dijo, azotándose las piernas con un hilo de fuerza. Bajó del autobús, no recordaba si lleno o vacío, y caminó despacio. No miró al frente y llegó allí como si fueran las coordenadas de su propio barrio; como si una vez más, tocara el timbre del portal y sonara la voz de ella, rota, metalizada por el telefonillo.. “¿quién es?”
Cerró los ojos y habló: “Lo siento, perdóname. Nunca quise decirte eso… sabes que eres todo para mí, que esta vez no sólo deseo… esta vez te aseguro que será la última en que tu y yo dudamos de ser pareja. Llevo tres días sin pegar ojo, he recorrido todas las calles y rincones por las que alguna vez paseamos… Las he recorrido sólo para recordar, una vez más, que esas calles no son sin ti. Perdona mi necedad, mi mal humor, los momentos en que deseché tus caricias, mi despecho… Perdóname… nos queda tanto por vivir…”
La brisa del alba había congelado su cara. Sonaron diez segundos de silencio y sintió la soledad más cerca que nunca. Abrió como podía unos ojos que nadaban en sal y leyó: “María Lemos 1978-2010. Tu familia siempre estará contigo. Descansa en paz”.
Le dolía pensar que ya nunca podría arrancar de su mente el minuto de desolación que le inundó cuando le dieron la noticia: “… un accidente de tráfico”. Le mataba pensar que jamás podría levantar la tormenta volcada sobre su corazón al recordar aquel momento, cuando ella se quedó de pie, temblando a su espalda, y él, en lugar de un te amo, dejó un portazo de despedida.