Ocho de la mañana. Lunes en algún día de febrero bajo un cielo gris. La noche se hizo larga sin la libertad del sueño, oscurecida entre las cuatro paredes. Me fumé pensamientos y un silencio que alarga las horas. Tras doce horas de avión, de nuevo en México.
Pocas cosas han cambiado de su viejo uniforme. Las mismas taquerías, los mismos valles cubiertos de plátano y cañaverales; calor, humedad, vida,… todas las razones para pisar la calle. Hace cuatro años que dije adiós a las paredes de la redacción del periódico, sujetando una maleta llena de artículos y el corazón tocado por un amor mexicano que sólo se cura con caballitos de tequila si se amarga, o entregando la vida si se endulza. Y se ha endulzado tanto que ya es eterno.
Hay mucha tinta seca de todo aquello, parte de un recuerdo que se minimiza con los años y las nuevas experiencias. Dicen que si regresas encontrarás polvo y silencio en el lugar donde antes había luz, como esos columpios oxidados que tanta ilusión despertaron siendo un niño. Puede ser. Pero lejos de dejar que el pasado sea un intruso en este nuevo amanecer, sigo navegando por los pueblos con una atención depredadora… Y lo sé porque las injusticias me siguen haciendo temblar de ira, porque sigo sonriendo cuando el viejo campesino toca su sombrero para saludarme, porque el chile pica más que nunca, porque al caminar siento que los pies ya no son tan ligeros pero el corazón sigue en su sitio: en el centro de la cabeza.
Hace cuatro años llegó alguien. Hoy, bajo la misma apariencia, llegó otro. La tierra y yo, todo ha cambiado. Desde el amor, renovado cada día en sus mil formas geográficas, a mi mirada, más indómita y escurridiza que nunca. El mundo de afuera también ha madurado, o se ha hecho más irresponsable, no lo sé. Marcos ha escondido su revolución entre la selva y hay un pánico general por la letra “Z”. El narco está enviudando almas y la confianza de la gente; lo decía un compañero: “los mexicanos, de plano, hemos dejado de reír”. Los migrantes siguen su camino a la muerte y el poderoso haciéndose más fuerte; que Carlos Slim sea el hombre más rico del mundo no deja de resultar paradójico en un país con cincuenta millones de pobres. Una frase que no he dejado de escuchar lo dice todo: “esto está cabrón guey”. Algo en México huele a podrido.
Pero este país también es el arte del olvido, de la cerveza y la cantina, las rancheras y el tequila. Por muy fuertes que sean las adversidades siempre hay un hueco para echarse un taco o agarrar un autobús a alguna frontera. Aunque la risa se haya quebrado, ¡¡esto es México chingao!!