Carga una vieja báscula en la mochila, mide poco más de un metro, tiene 8 años y se llama José Luis. Esas son sus pertenencias. Esa es su vida. Temprano en la mañana, José Luis se sienta en algún banco de la calle más turística de la ciudad, saca su báscula de la mochila y espera a que algún extranjero acceda a pesarse, por caridad. La báscula parece un reloj sin cuerda y rara vez llega alguien que se anime a mover la aguja. José Luis es sólo un niño con sandalias rotas, así que se cansa rápido de esperar al turista y busca a Emiliano, otro chamaco que, quienes le conocen, dicen que lleva un lustro presentándose como un niño de once años. No es que Emiliano se niegue a dar el paso a la adolescencia sin haber vivido una infancia digna (algo que sería muy comprensible), sencillamente, no tiene ni idea de cuándo nació. Los años pasan y su cumpleaños nunca llega.
Emiliano persigue turistas con un canasto de mimbre cargado de pequeñas figuras de barro con forma de animales. El turista prefiere un recuerdo de arcilla a que los peatones le vean en la acera subido a una báscula, así que Emiliano saca su jornal con más facilidad que José Luis. Los dos son buenos amigos, de esos que se forjan a base de recorrer las calles día y noche. También se llevan con otros chicos de la plaza que venden cigarros y dulces en una caja de madera colgada al cuello. La caja parece un acordeón con compartimentos en vez de teclas.
Los llaman cigarreros o ‘canguros’, por eso de que cargan “su vida” a la altura del vientre. “Su vida” no les da muchas ganancias, quizá 2 o 3 euros diarios porque no son dueños ni de la caja, ni de los dulces. Un “patrón” les alquila el kit por la mañana y en la noche los chicos rinden cuentas. Cerca de ellos, más niños de sandalias rotas sacan brillo a las botas de hombres serios que ojean periódicos mientras el joven hace chirriar el paño contra el cuero de sus zapatos.
Al mediodía José Luis camina solo por la carretera para llegar a un supermercado, ponerse una camisa azul, colocarse en una de las cajas y empezar a meter alimentos en bolsas. A pesar de tener 8 años, José Luis sabe que en la calle rige la ley del más fuerte, y como él no lo es, recurre a la del más espabilado. Si le das unos cacahuetes y le dices que le ofrezca a Emiliano, se queda detrás de él sin abrir la boca. Espera a que estés despistado y te dice que Emiliano no quiere cacahuetes; los mete en la mochila junto a la báscula y listo. Le ofreces agua y le dices que de un poco a sus compañeros. Se la bebe y contesta: “Nadie quiere”. Lo hace con tanta franqueza que sólo puedes reir.
Emiliano también sonríe pero a veces su boca se deslava. Es una máscara veneciana que cambia de la comedia al drama según lleguen los recuerdos a su cabeza. Sus padres no le dejaban ir a la escuela porque entienden que el trabajo empieza cuando uno aprende a caminar. Y Emiliano camina desde hace años, con la mirada comiéndose el asfalto como si el horizonte no fuera a ofrecer más que desgracias. Lo dijo Galeano: no tienen cabeza, sino brazos; no hacen arte, sino artesanía; no practican cultura sino folclore; no tienen nombre, sino número. Son los hijos de la calle cristobalense, otros nadie. Esas son sus pertenecías. Esa es su vida.