viernes, 22 de abril de 2011

Corazón blanco


El Real Madrid es el equipo con un mayor número de fieles dentro y fuera de España, dicen las estadísticas. Viendo el trasiego de hinchas culés al otro lado del Atlántico pongo en duda, una vez más, la arbitrariedad de los números. El marketing barcelonista funciona a la perfección y el madridismo parece haberse quedado en una moda ochentera. Por las Américas se ve más afición al equipo catalán que a cualquier otra escuadra del fútbol europeo, no cabe duda. Esta imagen, por otra parte, me deja indiferente, y es que tengo muy claro que lo que abunda es el mal gusto. 

Digo esto porque vivir un clásico en bares de México repletos de camisetas blaugranas es una auténtica aventura. Es como entrar en territorio enemigo cuando sólo esperabas algo neutral, ese espacio donde importa un pimiento todo lo que pase más allá de veinte kilómetros a la redonda. Pero el fútbol no tiene fronteras y la rivalidad Barsa-Madrid se ha exportado con la misma efectividad que la Coca-Cola o una hamburguesa del Mc Donald´s (no soy yo, pensad en un producto globalizado y la mente siempre viaja a Estados Unidos). Un Barsa-Madrid en cualquier lugar del mundo es como una invitación a un espectáculo con destellos de circo romano, es poco menos que ver televisado el desenlace de una guerra sin sangre con una sola palabra en las trincheras: venganza. Más allá del espectáculo que pueda levantar el fútbol desarrollado por ambos equipos, circula en el subconsciente ese espíritu circense de dos gladiadores que se han jurado odio eterno. Y toda lucha, hace florecer el carácter dionisíaco anunciado por Nietzsche cuando el hombre deja de ser un hombre con máscara. Y lo único que puede hacer Dionisos en un bar del siglo XXI es tomar cerveza y vino mientras contempla la batalla.

En ese coliseo nos encontrábamos Isham y yo (su fuente dionisíaca son los refrescos de manzana y el escudo del Madrid en el pecho). Cualquiera se hubiera empequeñecido rodeado de tantos barcelonistas con acento mexicano, pero Isham, una mente de alquimista metida en un cuerpo de seis años, clavaba su mirada en Cristiano Ronaldo para gritar sin complejos cada vez que su ídolo creaba una ocasión de gol. En su descarada pequeñez se encontraba su grandeza, esquivando los gritos de la afición culé con la entereza de un quiromántico que lee en cada pase el desenlace del partido. Es como si desde el primer minuto supiera que la victoria iba a ser para su equipo. Fuimos escalando esperanzas según pasaban los minutos, con el corazón en las manos, en la garganta, en los ojos. Llegó el gol de Ronaldo y la Copa del Madrid. Isham saltaba y saltaba frente a los rostros circunspectos de quien cree tener ganada la partida de antemano. Saltaba y la imagen del Madrid se hacía más joven, más nueva, más blanca.

Isham me preguntaba si el tío Paco o el tío Mario estarían en la Cibeles celebrando la victoria. Le digo que lo imagine, que es en esos pensamientos donde se disfruta más la victoria: sabiendo que los tuyos son felices. Salimos del bar, orgullosos, alejando los nervios con suspiros y la mente puesta en la siguiente batalla. No quiero explicarle por qué no me gusta el Barcelona cuando él, en su sano juicio, me dice que juegan muy bien. No le hablo del sabor triste de una España rota, de un nacionalismo de barrio que se alimenta de banderas y una profunda indiferencia hacia lo no catalán. Demasiado pequeño para pedirle que queme las naves de su mundo ideal. Prefiero que siga viajando en un barco sin bandera, y que observe con tanta vehemencia el horizonte como lo hace cuando juega el Madrid. Su Madrid.