martes, 5 de abril de 2011

Fronteras

Principios de abril de 2011, sur de México, siguiendo la frontera con Guatemala.
El camino desde Comitán, la última ciudad a la vista, es sinuoso y pesado. Viajo en una destartalada camioneta cargada con bultos de alimentos, mochilas ligeras de ropa y una docena de pasajeros a mi lado. Atrás ha quedado la estación, el tumulto de mujeres vendiendo comida y el griterío de los conductores anunciando destinos donde nadie suele ir. 

Llevo seis horas de viaje desde que salí de San Cristóbal. Voy bordeando, sin verlas, las maravillas de la selva de Montes Azules. A la derecha sigue la espesura que los guatemaltecos llaman El Petén, una hermosa jungla que en los años 60 y 70 se tiñó con la sangre de guerrilleros y campesinos aniquilados por el ejército. Desde la ventanilla alcanzo a distinguir las aguas turquesas de los ríos que confluyen en el Lacantún, otro brazo de agua oculto entre las cañadas. Hay grandes ceibas y árboles que se elevan como pértigas hacia el cielo; cerros verticales, montañas tapizadas de verde… Arrinconado en un asiento de la camioneta, paso las horas en silencio, concentrado en los paisajes que dejo atrás como una secuencia de fotografías a la deriva. Mi libreta sigue en el bolsillo, sólo naufrago. 

Me bajo en Santa Rita. Al borde de la carretera hay una escuela sin niños y un puñado de casas construidas con láminas de madera. El calor es sofocante, húmedo, tropical. Una gran parte de la selva ha sido devastada por ganaderos y campesinos. Algunas zonas parecen un campo de batalla, donde el brazo del hombre ha dejado troncos mutilados y esparcidos por el suelo humeante. Cuentan los mayas que cuando un hombre nace, en alguna montaña nace también un nahual. Los nahuales son el cordón umbilical que nos une a la tierra. Seres espirituales con forma de jaguar, pájaro, venado… Hombre y animal conforman un solo ser. Si uno es herido, el otro también. Lo cuentan los mayas. Nadie escucha.

Cae la noche. Aquí no hay lugares donde cobren por dormir. Me hospedo en casa de Eufemia, una mujer campesina de cuerpo robusto y tostado como una prolongación de la tierra. Otra mujer cocina en un comal de leña mientras varios niños corretean por el salón. Hay tres hamacas colgadas de pared a pared y una televisión frente a ellas. Las hormigas pepenan los restos de comida y los perros famélicos se adormecen bajo la luna. La habitación esta iluminada por una bombilla de luz opaca. Fuera sólo se distingue el tapiz de la noche. Me ducho con agua almacenada en tambos y a los pocos segundos de secarme vuelvo a estar mojado de sudor. Fumo un cigarro al borde de la carretera. Sólo se oyen insectos, melodías de la noche. Camino por la carretera pero apenas alcanzo a ver más de tres metros frente a mí. Me siento cansado.

Eufemia me habla de su familia, de cómo fueron despojados de sus tierras en los años 70. Para compensarles el gobierno les dio un terreno en la selva. Y nada de quejarse. Recuerdo Las uvas de la ira de John Steinbeck, pienso que hay demasiadas personas en el mundo que todavía caminan buscando la tierra prometida. Pienso en Eufemia de niña, viajando con sus padres a un lugar desconocido, a una tierra hostil que nunca será suya. Mañana pueden volver a expulsarles. Como ellos hay cientos de personas viviendo en la frontera. Unos y otros tienen un pasado en común: son desheredados. Las familias levantaron y fundaron comunidades donde antes sólo había vegetación. Llegaron refugiados guatemaltecos, campesinos de Guerrero, Michoacán, Oaxaca… Llegó también el narco y la amenaza. Selva y frontera: tierra sin ley.

Me duermo en una hamaca, con un libro en las manos, con un sueño pesado. Por unos instantes, me parece que el mundo descansa en paz. No sé exactamente en qué punto de la frontera estoy. Pienso que no tiene importancia y que, en el fondo, me da lo mismo. Estoy tranquilo, sin tierra, al lado de una carretera.