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Con 11 años acariciaba fusiles y a los 14 ya había dejado atrás un largo rastro de cadáveres torturados. Como si se tratara de un juego, el ‘niño sicario’ se saltaba las reglas de la clandestinidad divulgando un video por internet donde aparece degollando a una víctima. El Ejército asoció su nombre al cártel del Pacífico Sur (CPS) y a las más de 300 ejecuciones que la organización dirigida por Héctor Beltrán Leyva ha cometido en el estado de Morelos, al sur de la capital mexicana. El Ponchis se convirtió durante un mes en el adolescente más buscado de México. Hoy es la imagen más desgarradora de una realidad que viven cientos de adolescentes en las zonas marginales del país.
Su detención hace diez días se suma a la de varios menores que en este año fueron capturados portando drogas o armas de fuego bajo consignas del narcotráfico, entre ellas la de una niña detenida en el estado de Tabasco, al sureste de México, que en febrero reveló la existencia de un centro de adiestramiento donde supuestos miembros del cártel de los Zetas enseñaban a adolescentes como ella los secretos de un rifle AK-47. El presidente de la Comisión de Seguridad Pública en el Senado mexicano, Felipe González, reveló que el 35% de los 20 mil presos que cumplen condena en las cárceles de México por delitos ligados al narcotráfico son menores de edad.
La facilidad con que el crimen organizado recluta a sicarios cada vez más jóvenes ha crecido de forma paralela a la ineficacia del gobierno para atender con políticas sociales una parte del territorio mexicano controlado en la práctica por el narcotráfico. El Ponchis creció en Tejalpa, un barrio creado por obreros y campesinos atrapados en un cinturón de pobreza alrededor de la ciudad de Cuernavaca, 90 kilómetros al sur del Distrito Federal. Las calles están repletas de comercios informales, prostíbulos y colonias gobernadas por narcomenudistas, un mundo tan violento y cerrado que cuando el Ponchis salió de él para tratar de escapar, llegó a un aeropuerto cargando dos armas cortas y 12 envoltorios de cocaína en la mochila.
Edgar Jiménez pretendía cruzar la frontera con Estados Unidos y reunirse con su madre en un viaje de retorno después de que, siendo apenas un bebé, su padre le llevara a México para dejarle al cuidado de su abuela. Mientras su madre vendía cosméticos en el barrio de Logan Heigths, en san Diego, Edgar crecía a miles de kilómetros inmerso en un clima de violencia que le llevó a ser expulsado de la escuela con 7 años. En las calles de Tejalpa conoció a Jesús Radilla, alias ‘el Negro’, líder de la cédula del CPS en Morelos y maestro de un aprendiz de once años que estudió rápido la forma de degollar a un rival por 2500 dólares.
El perfil de los jóvenes que engrosan las filas del narcotráfico guardan semejanzas preocupantes. Un estudio realizado por Cauce Ciudadano, organización que trabaja con pandilleros acosados por el narcotráfico en las ciudades de Monterrey y Ciudad de México, reveló que al menos el 62% de los miembros más violentos de las pandillas habían sido víctimas de abuso sexual durante su infancia. En localidades fronterizas como Ciudad Juárez se estima que hay alrededor de 400 pandillas y que al menos 30 son de altísima peligrosidad. “Esa población joven y urbana, de zonas marginales, son el ejército de reserva natural de los traficantes. Es ahí donde esos jóvenes pueden adquirir cierta aceptación social y tener un trabajo, aunque sea ilegal”, afirma el especialista en asuntos de narcotráfico y catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Luis Astorga.
“Han entrado a nuestro mundo”
En una colonia a las afueras del D.F., a pocos metros de una calle donde sólo se escucha la respiración agónica de un perro desangrándose en la acera, un pandillero de 23 años habla de la amenaza diaria que él y sus compañeros tienen de los cárteles de la droga. “Han entrado a nuestro mundo. En este lugar tienes pocas opciones, quieres huir de los narcos, pero ves a tu hijo que tiene necesidades, ves que cada vez que intentas trabajar te cierran puertas. Tú quieres salir pero te van apretando más y más. Va a llegar un momento en que digas: o me aviento al desierto para cruzar la frontera, o mejor me meto a esta madre y, si me muero, mejor”.
Las salidas que ofrece el gobierno no son esperanzadoras. Acusado de cometer un robo que él siempre desmintió, Ismael (no es su verdadero nombre) acaba de obtener su libertad después de pasar cuatro meses en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México, uno de los penales más violentos del país. Reconoce que fue una pesadilla de 16 semanas viviendo con reclusos que se ahorcaban porque no aguantaban la presión de las rejas, o aparecían con una sábana manchada de sangre sobre ellos por “ajustes de cuentas”. “Son experiencias que no se las desearía ni a mi peor enemigo”, afirma. “Me quedé sorprendido con un chavo de 21 años. Se drogaba y decía ‘quiero matar’. Tenía una “Z” (símbolo del cartel de los Zetas) en la espalda. Me contaba cuántos muertos había acomodado. Mataron a sus padres, a sus hermanos… Están solos en la vida y no les importa nada”.
Los barrios de México donde opera el crimen organizado tienen alrededor de 25000 habitantes, el 60% menores de 29 años con muy pocas perspectivas de futuro. “No hay ningún joven que se vuelva peligroso porque él quiere ser peligroso. La mayoría se pregunta: ¿y qué quieres que haga si no hay dinero? Escuchábamos en una entrevista cómo un chavo de 17 años detenido en Ciudad Juárez cobraba 400 pesos por matar. Y la pregunta clave que le hacían era: por qué, por qué lo hacías,… y la respuesta es siempre la misma: porque no hay otra cosa por hacer”, afirma el presidente de Cauce Ciudadano, Carlos Cruz.
En cuatro años 900 menores han muerto en enfrentamientos con cárteles rivales o en fuego cruzado, según la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM). Un 30% fueron enterrados en fosas comunes y nadie lloró su ausencia. 3.700 niños han quedado huérfanos y abandonados a su suerte. Son carne de cañón para ser reclutados por el narcotráfico. Para exhibir fotografías degollando a sus víctimas.