viernes, 29 de abril de 2011

Entre la infancia y la muerte


Con 11 años acariciaba fusiles y a los 14 ya había dejado atrás un largo rastro de cadáveres torturados. Como si se tratara de un juego, el ‘niño sicario’ se saltaba las reglas de la clandestinidad divulgando un video por internet donde aparece degollando a una víctima. El Ejército asoció su nombre al cártel del Pacífico Sur (CPS) y a las más de 300 ejecuciones que la organización dirigida por Héctor Beltrán Leyva ha cometido en el estado de Morelos, al sur de la capital mexicana. El Ponchis se convirtió durante un mes en el adolescente más buscado de México. Hoy es la imagen más desgarradora de una realidad que viven cientos de adolescentes en las zonas marginales del país. 

Su detención hace diez días se suma a la de varios menores que en este año fueron capturados portando drogas o armas de fuego bajo consignas del narcotráfico, entre ellas la de una niña detenida en el estado de Tabasco, al sureste de México, que en febrero reveló la existencia de un centro de adiestramiento donde supuestos miembros del cártel de los Zetas enseñaban a adolescentes como ella los secretos de un rifle AK-47. El presidente de la Comisión de Seguridad Pública en el Senado mexicano, Felipe González, reveló que el 35% de los 20 mil presos que cumplen condena en las cárceles de México por delitos ligados al narcotráfico son menores de edad. 

La facilidad con que el crimen organizado recluta a sicarios cada vez más jóvenes ha crecido de forma paralela a la ineficacia del gobierno para atender con políticas sociales una parte del territorio mexicano controlado en la práctica por el narcotráfico. El Ponchis creció en Tejalpa, un barrio creado por obreros y campesinos atrapados en un cinturón de pobreza alrededor de la ciudad de Cuernavaca, 90 kilómetros al sur del Distrito Federal. Las calles están repletas de comercios informales, prostíbulos y colonias gobernadas por narcomenudistas, un mundo tan violento y cerrado que cuando el Ponchis salió de él para tratar de escapar, llegó a un aeropuerto cargando dos armas cortas y 12 envoltorios de cocaína en la mochila. 

Edgar Jiménez pretendía cruzar la frontera con Estados Unidos y reunirse con su madre en un viaje de retorno después de que, siendo apenas un bebé, su padre le llevara a México para dejarle al cuidado de su abuela. Mientras su madre vendía cosméticos en el barrio de Logan Heigths, en san Diego, Edgar crecía a miles de kilómetros inmerso en un clima de violencia que le llevó a ser expulsado de la escuela con 7 años. En las calles de Tejalpa conoció a Jesús Radilla, alias ‘el Negro’, líder de la cédula del CPS en Morelos y maestro de un aprendiz de once años que estudió rápido la forma de degollar a un rival por 2500 dólares.

El perfil de los jóvenes que engrosan las filas del narcotráfico guardan semejanzas preocupantes. Un estudio realizado por Cauce Ciudadano, organización que trabaja con pandilleros acosados por el narcotráfico en las ciudades de Monterrey y Ciudad de México, reveló que al menos el 62% de los miembros más violentos de las pandillas habían sido víctimas de abuso sexual durante su infancia. En localidades fronterizas como Ciudad Juárez se estima que hay alrededor de 400 pandillas y que al menos 30 son de altísima peligrosidad. “Esa población joven y urbana, de zonas marginales, son el ejército de reserva natural de los traficantes. Es ahí donde esos jóvenes pueden adquirir cierta aceptación social y tener un trabajo, aunque sea ilegal”, afirma el especialista en asuntos de narcotráfico y catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Luis Astorga.

“Han entrado a nuestro mundo”
En una colonia a las afueras del D.F., a pocos metros de una calle donde sólo se escucha la respiración agónica de un perro desangrándose en la acera, un pandillero de 23 años habla de la amenaza diaria que él y sus compañeros tienen de los cárteles de la droga. “Han entrado a nuestro mundo. En este lugar tienes pocas opciones, quieres huir de los narcos, pero ves a tu hijo que tiene necesidades, ves que cada vez que intentas trabajar te cierran puertas. Tú quieres salir pero te van apretando más y más. Va a llegar un momento en que digas: o me aviento al desierto para cruzar la frontera, o mejor me meto a esta madre y, si me muero, mejor”. 

Las salidas que ofrece el gobierno no son esperanzadoras. Acusado de cometer un robo que él siempre desmintió, Ismael (no es su verdadero nombre) acaba de obtener su libertad después de pasar cuatro meses en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México, uno de los penales más violentos del país. Reconoce que fue una pesadilla de 16 semanas viviendo con reclusos que se ahorcaban porque no aguantaban la presión de las rejas, o aparecían con una sábana manchada de sangre sobre ellos por “ajustes de cuentas”. “Son experiencias que no se las desearía ni a mi peor enemigo”, afirma. “Me quedé sorprendido con un chavo de 21 años. Se drogaba y decía ‘quiero matar’. Tenía una “Z” (símbolo del cartel de los Zetas) en la espalda. Me contaba cuántos muertos había acomodado. Mataron a sus padres, a sus hermanos… Están solos en la vida y no les importa nada”.

Los barrios de México donde opera el crimen organizado tienen alrededor de 25000 habitantes, el 60% menores de 29 años con muy pocas perspectivas de futuro. “No hay ningún joven que se vuelva peligroso porque él quiere ser peligroso. La mayoría se pregunta: ¿y qué quieres que haga si no hay dinero? Escuchábamos en una entrevista cómo un chavo de 17 años detenido en Ciudad Juárez cobraba 400 pesos por matar. Y la pregunta clave que le hacían era: por qué, por qué lo hacías,… y la respuesta es siempre la misma: porque no hay otra cosa por hacer”, afirma el presidente de Cauce Ciudadano, Carlos Cruz.

En cuatro años 900 menores han muerto en enfrentamientos con cárteles rivales o en fuego cruzado, según la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM). Un 30% fueron enterrados en fosas comunes y nadie lloró su ausencia. 3.700 niños han quedado huérfanos y abandonados a su suerte. Son carne de cañón para ser reclutados por el narcotráfico. Para exhibir fotografías degollando a sus víctimas.

viernes, 22 de abril de 2011

Corazón blanco


El Real Madrid es el equipo con un mayor número de fieles dentro y fuera de España, dicen las estadísticas. Viendo el trasiego de hinchas culés al otro lado del Atlántico pongo en duda, una vez más, la arbitrariedad de los números. El marketing barcelonista funciona a la perfección y el madridismo parece haberse quedado en una moda ochentera. Por las Américas se ve más afición al equipo catalán que a cualquier otra escuadra del fútbol europeo, no cabe duda. Esta imagen, por otra parte, me deja indiferente, y es que tengo muy claro que lo que abunda es el mal gusto. 

Digo esto porque vivir un clásico en bares de México repletos de camisetas blaugranas es una auténtica aventura. Es como entrar en territorio enemigo cuando sólo esperabas algo neutral, ese espacio donde importa un pimiento todo lo que pase más allá de veinte kilómetros a la redonda. Pero el fútbol no tiene fronteras y la rivalidad Barsa-Madrid se ha exportado con la misma efectividad que la Coca-Cola o una hamburguesa del Mc Donald´s (no soy yo, pensad en un producto globalizado y la mente siempre viaja a Estados Unidos). Un Barsa-Madrid en cualquier lugar del mundo es como una invitación a un espectáculo con destellos de circo romano, es poco menos que ver televisado el desenlace de una guerra sin sangre con una sola palabra en las trincheras: venganza. Más allá del espectáculo que pueda levantar el fútbol desarrollado por ambos equipos, circula en el subconsciente ese espíritu circense de dos gladiadores que se han jurado odio eterno. Y toda lucha, hace florecer el carácter dionisíaco anunciado por Nietzsche cuando el hombre deja de ser un hombre con máscara. Y lo único que puede hacer Dionisos en un bar del siglo XXI es tomar cerveza y vino mientras contempla la batalla.

En ese coliseo nos encontrábamos Isham y yo (su fuente dionisíaca son los refrescos de manzana y el escudo del Madrid en el pecho). Cualquiera se hubiera empequeñecido rodeado de tantos barcelonistas con acento mexicano, pero Isham, una mente de alquimista metida en un cuerpo de seis años, clavaba su mirada en Cristiano Ronaldo para gritar sin complejos cada vez que su ídolo creaba una ocasión de gol. En su descarada pequeñez se encontraba su grandeza, esquivando los gritos de la afición culé con la entereza de un quiromántico que lee en cada pase el desenlace del partido. Es como si desde el primer minuto supiera que la victoria iba a ser para su equipo. Fuimos escalando esperanzas según pasaban los minutos, con el corazón en las manos, en la garganta, en los ojos. Llegó el gol de Ronaldo y la Copa del Madrid. Isham saltaba y saltaba frente a los rostros circunspectos de quien cree tener ganada la partida de antemano. Saltaba y la imagen del Madrid se hacía más joven, más nueva, más blanca.

Isham me preguntaba si el tío Paco o el tío Mario estarían en la Cibeles celebrando la victoria. Le digo que lo imagine, que es en esos pensamientos donde se disfruta más la victoria: sabiendo que los tuyos son felices. Salimos del bar, orgullosos, alejando los nervios con suspiros y la mente puesta en la siguiente batalla. No quiero explicarle por qué no me gusta el Barcelona cuando él, en su sano juicio, me dice que juegan muy bien. No le hablo del sabor triste de una España rota, de un nacionalismo de barrio que se alimenta de banderas y una profunda indiferencia hacia lo no catalán. Demasiado pequeño para pedirle que queme las naves de su mundo ideal. Prefiero que siga viajando en un barco sin bandera, y que observe con tanta vehemencia el horizonte como lo hace cuando juega el Madrid. Su Madrid.

jueves, 14 de abril de 2011

Poema 1



Deshielo en la noche
Soy niño en tu rostro cada mañana,
niño que dibuja sombras de aire con sus dedos.
Busco un color para tu sueño y acerco mi boca, a tu boca.
Viajo sin zapatos por tu noche
ensayando un eclipse de labios y voces.
Y me abrazo a ti, en un anhelo caprichoso
por ser piel en tu deshielo.
Te toco como se toca el fuego por no quemarte,
y con la luna rota de tantos ojos,
me vuelco sobre tu pecho
dejando que el aire dibuje sombras
sobre mis sueños.

lunes, 11 de abril de 2011

Nadies

Carga una vieja báscula en la mochila, mide poco más de un metro, tiene 8 años y se llama José Luis. Esas son sus pertenencias. Esa es su vida. Temprano en la mañana, José Luis se sienta en algún banco de la calle más turística de la ciudad, saca su báscula de la mochila y espera a que algún extranjero acceda a pesarse, por caridad. La báscula parece un reloj sin cuerda y rara vez llega alguien que se anime a mover la aguja. José Luis es sólo un niño con sandalias rotas, así que se cansa rápido de esperar al turista y busca a Emiliano, otro chamaco que, quienes le conocen, dicen que lleva un lustro presentándose como un niño de once años. No es que Emiliano se niegue a dar el paso a la adolescencia sin haber vivido una infancia digna (algo que sería muy comprensible), sencillamente, no tiene ni idea de cuándo nació. Los años pasan y su cumpleaños nunca llega.

Emiliano persigue turistas con un canasto de mimbre cargado de pequeñas figuras de barro con forma de animales. El turista prefiere un recuerdo de arcilla a que los peatones le vean en la acera subido a una báscula, así que Emiliano saca su jornal con más facilidad que José Luis. Los dos son buenos amigos, de esos que se forjan a base de recorrer las calles día y noche. También se llevan con otros chicos de la plaza que venden cigarros y dulces en una caja de madera colgada al cuello. La caja parece un acordeón con compartimentos en vez de teclas. 

Los llaman cigarreros o ‘canguros’, por eso de que cargan “su vida” a la altura del vientre. “Su vida” no les da muchas ganancias, quizá 2 o 3 euros diarios porque no son dueños ni de la caja, ni de los dulces. Un “patrón” les alquila el kit por la mañana y en la noche los chicos rinden cuentas. Cerca de ellos, más niños de sandalias rotas sacan brillo a las botas de hombres serios que ojean periódicos mientras el joven hace chirriar el paño contra el cuero de sus zapatos. 

Al mediodía José Luis camina solo por la carretera para llegar a un supermercado, ponerse una camisa azul, colocarse en una de las cajas y empezar a meter alimentos en bolsas. A pesar de tener 8 años, José Luis sabe que en la calle rige la ley del más fuerte, y como él no lo es, recurre a la del más espabilado. Si le das unos cacahuetes y le dices que le ofrezca a Emiliano, se queda detrás de él sin abrir la boca. Espera a que estés despistado y te dice que Emiliano no quiere cacahuetes; los mete en la mochila junto a la báscula y listo. Le ofreces agua y le dices que de un poco a sus compañeros. Se la bebe y contesta: “Nadie quiere”. Lo hace con tanta franqueza que sólo puedes reir. 

Emiliano también sonríe pero a veces su boca se deslava. Es una máscara veneciana que cambia de la comedia al drama según lleguen los recuerdos a su cabeza. Sus padres no le dejaban ir a la escuela porque entienden que el trabajo empieza cuando uno aprende a caminar. Y Emiliano camina desde hace años, con la mirada comiéndose el asfalto como si el horizonte no fuera a ofrecer más que desgracias. Lo dijo Galeano: no tienen cabeza, sino brazos; no hacen arte, sino artesanía; no practican cultura sino folclore; no tienen nombre, sino número. Son los hijos de la calle cristobalense, otros nadie. Esas son sus pertenecías. Esa es su vida.


jueves, 7 de abril de 2011

Cuando el poeta llora

El poeta mexicano, Javier Sicilia
 
El poeta se revuelca, nada, se sumerge, respira, vive y muere en su voz. Es la palabra hacia adentro, el dedo que araña el polvo de los sentidos. Me he cansado de escuchar que la poesía es un arte marginal, palabras escritas para otros locos que también aprecian la poesía. Errantes, dicen, que todavía hoy declaran la guerra a la razón. Es posible que la pluma de Coleridge o Rimbaud tengan más de filosofía que de sociología, pero cuando se trata de agitar conciencias, el poeta no sólo desempolva las telarañas del alma, también puede convertirse en un caballo de batalla en la arena política y social. Lo hizo Miguel Hernández en las trincheras republicanas, recordándoles a los soldados a qué huele la tierra donde nacieron, a qué sabe la libertad y el sentido de un verso junto a una bala. Lo hizo Pablo Neruda, autor de una lírica tan “dañina” que Pinochet ordenó que cada una de sus palabras ardiera en el infierno. Lo hicieron otros tantos y lo hace hoy Javier Sicilia, un poeta mexicano herido por la muerte de su hijo, un joven veinteañero torturado y asesinado junto a otros seis compañeros en Cuernavaca, la “ciudad de la eterna primavera”, la ciudad que, 36.000 muertos y 5 años después, vive un invierno sombrío.
De esta ciudad emergió Javier con una puñalada en el corazón: “El mundo ya no es digno de la palabra. No puedo escribir más poesía. La poesía ya no existe en mí”, declaraba poco después de conocer la noticia. La muerte de su hijo ha reventado la intimidad de su voz. Ha muerto su poesía y con ella el alma de millones de mexicanos, los mismos que se despiertan cada día con titulares ensangrentados y militares armados en las esquinas, hartos de ser nadie en las estadísticas necrológicas de un gobierno incapaz de garantizar la seguridad e impartir justicia. Su poesía ha muerto, pero ha nacido un león que desgarra también con la palabra. El poeta enarbola estos días lo que no ha logrado nadie en un país que tiembla al escuchar la palabra “narco”. Un país que ha visto llover cifras que hablan de 14.000 huérfanos en la guerra contra el narcotráfico, cientos de migrantes secuestrados, decenas de bebés ametrallados. El miedo se traduce en silencio, pero Javier Sicilia ha sacado a miles de personas a la calle con una consigna: “Estamos cansados, muy dolidos. Cada muchacho que se está muriendo se está volviendo el hijo de cada uno de los seres de esta nación. El corazón de México está podrido por la violencia criminal”. El asfalto vuelve a agitarse en el país. Lo hace de la mano de un poeta, esos seres errantes a lo que muy pocos escuchan, hasta que muere su poesía en el infierno de las balas.

martes, 5 de abril de 2011

Fronteras

Principios de abril de 2011, sur de México, siguiendo la frontera con Guatemala.
El camino desde Comitán, la última ciudad a la vista, es sinuoso y pesado. Viajo en una destartalada camioneta cargada con bultos de alimentos, mochilas ligeras de ropa y una docena de pasajeros a mi lado. Atrás ha quedado la estación, el tumulto de mujeres vendiendo comida y el griterío de los conductores anunciando destinos donde nadie suele ir. 

Llevo seis horas de viaje desde que salí de San Cristóbal. Voy bordeando, sin verlas, las maravillas de la selva de Montes Azules. A la derecha sigue la espesura que los guatemaltecos llaman El Petén, una hermosa jungla que en los años 60 y 70 se tiñó con la sangre de guerrilleros y campesinos aniquilados por el ejército. Desde la ventanilla alcanzo a distinguir las aguas turquesas de los ríos que confluyen en el Lacantún, otro brazo de agua oculto entre las cañadas. Hay grandes ceibas y árboles que se elevan como pértigas hacia el cielo; cerros verticales, montañas tapizadas de verde… Arrinconado en un asiento de la camioneta, paso las horas en silencio, concentrado en los paisajes que dejo atrás como una secuencia de fotografías a la deriva. Mi libreta sigue en el bolsillo, sólo naufrago. 

Me bajo en Santa Rita. Al borde de la carretera hay una escuela sin niños y un puñado de casas construidas con láminas de madera. El calor es sofocante, húmedo, tropical. Una gran parte de la selva ha sido devastada por ganaderos y campesinos. Algunas zonas parecen un campo de batalla, donde el brazo del hombre ha dejado troncos mutilados y esparcidos por el suelo humeante. Cuentan los mayas que cuando un hombre nace, en alguna montaña nace también un nahual. Los nahuales son el cordón umbilical que nos une a la tierra. Seres espirituales con forma de jaguar, pájaro, venado… Hombre y animal conforman un solo ser. Si uno es herido, el otro también. Lo cuentan los mayas. Nadie escucha.

Cae la noche. Aquí no hay lugares donde cobren por dormir. Me hospedo en casa de Eufemia, una mujer campesina de cuerpo robusto y tostado como una prolongación de la tierra. Otra mujer cocina en un comal de leña mientras varios niños corretean por el salón. Hay tres hamacas colgadas de pared a pared y una televisión frente a ellas. Las hormigas pepenan los restos de comida y los perros famélicos se adormecen bajo la luna. La habitación esta iluminada por una bombilla de luz opaca. Fuera sólo se distingue el tapiz de la noche. Me ducho con agua almacenada en tambos y a los pocos segundos de secarme vuelvo a estar mojado de sudor. Fumo un cigarro al borde de la carretera. Sólo se oyen insectos, melodías de la noche. Camino por la carretera pero apenas alcanzo a ver más de tres metros frente a mí. Me siento cansado.

Eufemia me habla de su familia, de cómo fueron despojados de sus tierras en los años 70. Para compensarles el gobierno les dio un terreno en la selva. Y nada de quejarse. Recuerdo Las uvas de la ira de John Steinbeck, pienso que hay demasiadas personas en el mundo que todavía caminan buscando la tierra prometida. Pienso en Eufemia de niña, viajando con sus padres a un lugar desconocido, a una tierra hostil que nunca será suya. Mañana pueden volver a expulsarles. Como ellos hay cientos de personas viviendo en la frontera. Unos y otros tienen un pasado en común: son desheredados. Las familias levantaron y fundaron comunidades donde antes sólo había vegetación. Llegaron refugiados guatemaltecos, campesinos de Guerrero, Michoacán, Oaxaca… Llegó también el narco y la amenaza. Selva y frontera: tierra sin ley.

Me duermo en una hamaca, con un libro en las manos, con un sueño pesado. Por unos instantes, me parece que el mundo descansa en paz. No sé exactamente en qué punto de la frontera estoy. Pienso que no tiene importancia y que, en el fondo, me da lo mismo. Estoy tranquilo, sin tierra, al lado de una carretera.