Llevaba una luna de 72 horas a la espalda, el pelo recogido en puños de escarcha y sus ojos grises de tanto asfalto.
Llevaba kilómetros de pensamientos y un “lo siento” en la mente después de aquel portazo.
“No vuelvas nunca más” le dijo ella, convencida de que el teléfono sonaría en un par de horas; ella escucharía y de nuevo el ciclo de besos, palabras y diferencias…
Pero él no llamó. Nunca más lo haría.
Las luces de la noche eran destellos verdes, rojos, azules, blancos,… La ciudad se desfiguraba a medida que su arrepentimiento crecía. En cualquier otro momento no hubiera dudado ni un segundo, no hubiera quebrado su sueño más de unas horas pensando en su cabello negro, en su pequeña boca desvergonzada cuando se trataba de sonreir, en sus manos dibujando sobre el cuerpo lo que las palabras no podían… No. Ante ella el tiempo era breve y él nunca llegaba tarde. Pero ahora era distinto.
El parque le recibió con lluvia. El cielo empezó a platear en el horizonte mientras las gotas de agua rasgaban el polvo de su cara. Un hombre de barba blanca acuartelado en una botella de vino se acercó y le deseó suerte. Él no pestañeó, no dijo nada. Sólo pensaba en los próximos diez minutos, en el siguiente autobús.
Arrancó de su mente los tres días de insomnio y corrió hacia la calle 30. Lo había pensado, lo había triturado, le había dado mil vueltas… “Tengo que ir, debo verla”, dijo, azotándose las piernas con un hilo de fuerza. Bajó del autobús, no recordaba si lleno o vacío, y caminó despacio. No miró al frente y llegó allí como si fueran las coordenadas de su propio barrio; como si una vez más, tocara el timbre del portal y sonara la voz de ella, rota, metalizada por el telefonillo.. “¿quién es?”
Cerró los ojos y habló: “Lo siento, perdóname. Nunca quise decirte eso… sabes que eres todo para mí, que esta vez no sólo deseo… esta vez te aseguro que será la última en que tu y yo dudamos de ser pareja. Llevo tres días sin pegar ojo, he recorrido todas las calles y rincones por las que alguna vez paseamos… Las he recorrido sólo para recordar, una vez más, que esas calles no son sin ti. Perdona mi necedad, mi mal humor, los momentos en que deseché tus caricias, mi despecho… Perdóname… nos queda tanto por vivir…”
La brisa del alba había congelado su cara. Sonaron diez segundos de silencio y sintió la soledad más cerca que nunca. Abrió como podía unos ojos que nadaban en sal y leyó: “María Lemos 1978-2010. Tu familia siempre estará contigo. Descansa en paz”.
Le dolía pensar que ya nunca podría arrancar de su mente el minuto de desolación que le inundó cuando le dieron la noticia: “… un accidente de tráfico”. Le mataba pensar que jamás podría levantar la tormenta volcada sobre su corazón al recordar aquel momento, cuando ella se quedó de pie, temblando a su espalda, y él, en lugar de un te amo, dejó un portazo de despedida.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI) gobernó México durante 70 años. Una dictadura perfectamente orquestada bajo el disfraz de una democracia activa. Entre sus logros, meter a un país con las más extremas desigualdades sociales (y una balanza descaradamente a favor de los pobres), en las fauces de Goliat. La firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) hizo público y sin complejos lo que venía sucediendo en México desde su Independencia. Que su único vecino en el norte, Estados Unidos, tenía por derecho la libertad de joder a los de abajo. Esta vez, el culpable también tenía un nombre: Carlos Salinas de Gortari.
El capitalismo es un lenguaje cifrado entre esa docena de empresas que gobiernan el mundo, pero aunque no se entienda nada, cada vez que uno de ellos abre la boca (no importa que sea Lawrence Summers o Robert Barro empachándose a números desde su despacho, o los dueños de McDonalds y Wall Mart engominándose el pelo con el sudor de los demás), todo el mundo sabe que sus bolsillos van a reventar de dólares y que en las ciudades van a crecer más chabolas.
Por eso gritó el Ejército de Liberación Nacional (EZLN) en México: “Heyyyyyyyyy!!! estamos aquí, estamos muy abajo pero estamos. De qué vamos a ser un país poderoso… ¡Nuestra gente se muere de hambre! No terminen de vendernos… no así. Hasta aquí hemos llegado”. Se pusieron el pasamontañas para que les miraran de una vez por todas, dieron esperanzas a un pueblo que clamaba justicia y después, ya se sabe lo que pasó. De nuevo a la selva y de nuevo la indiferencia. El TLC sello el destino de México, una vez más.
En el año 2000 llegó la transición, y el Partido Acción Nacional (PAN) ocupaba el poder por primera vez en la historia del país. Su hombre: Vicente Fox. Sé sabe que paseaba mucho con botas de cowboy por los ranchos de Texas; se sabe que nunca cumplió los acuerdos pactados con el EZLN; se recuerda aquel “comes y te vas” que, vía telefónica, le espetó a Fidel Castro para que no le diera la serenata a Mr. Bush con motivo de una cumbre de mecenas políticos; se sabe que en su legislatura, el Chapo Guzmán, principal capo del cartel de Sinaloa, se escapó de la cárcel más segura (y corrupta) de México por la puerta grande; se sabe que su política social proclamó el analfabetismo y, en definitiva, se sabe que todo siguió igual. Bueno, no todo.
La transición trajo un cambio fundamental. El centralismo que el PRI había mantenido durante 70 años equivalía a un presidente endiosado y una prole de empresas y subalternos a su vera. Algunos lamiéndole las botas, otros extendiendo la mano para no perder “la amistad”. Lo que decía el presidente iba a misa y todo el país (en la esfera política) obedecía. El presidencialismo desapareció con la llegada de Vicente Fox. El poder se fue descentralizando paulatinamente a favor de los estados (32 en todo México), que adquirieron una capacidad de acción inaudita. Los gobernadores estatales son hoy caciques con la autoridad, de hecho, y la seguridad, de fe, para hacer y deshacer a su antojo el destino de los ciudadanos.
No importa que sea en Veracruz, Oaxaca, Tamaulipas o Sonora. Todos se sienten dueños y señores de esas parcelas de miles de kilómetros y miles de hombres. Lo que más llama la atención es que, aunque la presidencia esté ocupada por un hombre del PAN, Felipe Calderón (de visita estos días por España), la mayor parte de los estados están gobernados por el PRI. Esto significa mucho. Significa que la capacidad de operar de la dictadura prrista no ha sido mermada, sino que se ha dispersado, a la espera de alzarse de nuevo con el botín del gobierno federal, algo que parece probable que suceda en las próximas elecciones.
Pero lo más importante. Se habla mucho de la política fallida de Calderón ante el narcotráfico. Cuando subió al poder, dio un puñetazo sobre la mesa y declaró la guerra a una de las estructuras más consolidadas, mafiosas y armadas del mundo. Sacó al ejército a la calle sin contar con que en las filas de las fuerzas de seguridad impera la corrupción, sin contar con que los carteles han activado sus operativos y ya han dejado más de 20.000 muertos en tres años, sin contar que su vecino del norte no ha dejado de vender armas por doquier, de consumir droga a mansalva y de ignorar completamente el destino de México (la política racista de la ley Arizona es sólo un ejemplo, muy pequeño, de lo que opinan algunos estadounidenses de los que tienen la piel morena).
Y a pesar de que todos tenemos que ver a soldados cubiertos con pasamontañas y armados hasta los dientes paseando en furgones por la calles, y tenemos que leer cada día que se han asesinado a diez o doce personas, o tenemos que ir con la cabeza agachada porque no se sabe dónde está el enemigo,.. A pesar de todo, el gesto de Calderón no deja de ser valiente. Equivocado, pero valiente.
Toda la crítica se ha volcado sobre él, pero nadie, o muy pocos (no en voz alta) han mencionado la corrupción de los gobernadores. La droga se mueve por rutas muy definidas y si uno se fija muy por encima, todos los puertos por donde entra la droga están bajo la jurisdicción del PRI; todos los estados del norte de México, menos Baja California, están gobernados por el PRI; todos los estados del sur, donde predominan las plantaciones de marihuana, están gobernados por el PRI; todos los gobernadores de esos estados saben qué carteles operan en su zona, quienes son sus hombres y qué bien les viene los miles de dólares con que les empapelan mensualmente. Pero de esto, muy pocos hablan, quizá porque sea más fácil apuntar con el dedo a una sola persona. Quizá porque una crítica lanzada en el barrio, te puede costar la vida.
La droga pasa por territorio de muchos gobernadores, pero su destino final es Estados Unidos. No contaban con ello al firmar el TLC pero, sin duda, algo bueno debe tener para la economía estadounidense el trasiego de capos por la frontera.
Amanece y nadie en el albergue ha avisado de su llegada. Transporta mercancías, hombres y sueños. Le llaman “La Bestia” y hoy viene cargado con trescientos migrantes, trescientas sombras que se extienden por el techo de los vagones, iluminadas por los primeros rayos del alba. Son sólo un puñado de hombres en comparación con los miles de centroamericanos que cada mes se juegan el pellejo por alcanzar “el sueño americano” subidos a esta mole de hierro. Algunos, muy pocos, lo consiguen.
Durante dos o tres semanas, quizá un mes, los emigrantes lanzan una moneda al aire y dejan su vida en manos del destino, literalmente. La pesadilla pueda durar años.
Después de un largo viaje en autobús a través de Centroamérica y de cruzar sobre neumáticos las aguas del Tecún Umán en Guatemala, las sombras llegan a Tapachula, en la frontera sur de México. Para esquivar los puestos de migración, el indocumentado camina por un extenso campo fuera de todo control policial conocido como “la arrocera”. Allí no le espera la piedad por el caminante sediento con los pies destrozados de heridas. No, todo lo contrario. Allí arde el infierno.
Asaltos, violaciones, extorsión,... El emigrante empieza a comprender lo que significa la vida en territorio de nadie. Y a pesar de recibir palizas o de ser violadas por hombres con aliento a pulque que hacen cola ante la víctima, ellos continúan caminando, quizá por fe, o porque esto no es peor que su vida en Honduras, o en El Salvador, donde sólo les espera una larga agonía de treinta años viendo cómo sus hijos pasan hambre y ellos se queman el corazón pensando que no son nada; caminan horas y horas con la amenaza suspirándole al oído, pero siguen mirando al frente porque atrás sólo han dejado una tierra de nadie, otras más. Su tierra.
Llegan a la estación deArriaga, algunos robados, otros con la dignidad rajada y, los que tienen suerte, sólo cansados. Pero no hay tiempo de buscar consuelo. Primero porque no lo hay, segundo porque hay que saltar al tren, a La Bestia. Migración dejó de hacer operativos de vigilancia porque la gente se subía a la locomotora en movimiento y los raíles se llenaban de piernas mutiladas. El tren también parece divertirse con el destino de los desamparados. Muchos se atan al techo del vagón con cinturones para no caerse si se quedan dormidos durante la larga noche de viaje por las cumbres de la sierra oaxaqueña. Muchos no son los que dicen ser, y detrás del disfraz de migrante hay una organización criminal conocida como Los Zetas, ese grupo de narcotraficantes que utilizan la droga como cortina de humo y se dedican a secuestrar, violar y matar. También hay maras. También policías. Todos quieren sacar su parte de esas sombras itinerantes.
Carmen tiene 16 años y salió de El Salvador con su tío harta de pasar hambre en el campo. Cruzó en autobús Guatemala y llegó hasta la frontera con México; subió al tren, pero un grupo de policías federales, dice, trataron de extorsionarle. Ella y otros ochocompañeros de viaje salieron corriendo y caminaron por las vías del tren durante horas. Dos hombres con pistola y machetes se acercaron a ellos. A los hombres los tumbaron en el suelo y les quitaron todo. A ella la violaron sin piedad.
Daniela tiene 19 años y fue secuestrada por los Zetas. Delante de ella mataron a dos compañeros emigrantes porque pestañearon más de la cuenta, o porque a alguno de esos descerebrados le gusta lamerse los labios cuando ve la sangre que brota del indefenso. Daniela pasó tres meses llorando en la oscuridad, sabiendo que nadie iba a buscarla; su familia se estaba matando para conseguir el dinero que habían pedido los secuestradores a cambio de la liberación, y al gobierno mexicano no le importaba absolutamente nada el destino de una mujer hondureña. Una más.
Seguirán con sus sueños en la mochila, pasarán zigzagueando dos semanas subidos encima de los trenes, viendo la caída del sol entre compañeros de viaje y abrazándose a la idea de un futuro digno, escapando de migración y la presión continua de la muerte; llegarán hasta el desierto de Arizona para tratar de cruzar la frontera donde les esperará el dedo acusador del tío Sam, su indiferencia, su deshumanizada sonrisa.