lunes, 31 de agosto de 2009

El mercado de Otavalo



La ciudad de Otavalo es conocida por alojar uno de los mercados de artesanías y textiles más grandes de Ecuador, la Plaza de los Ponchos. Eso es lo que aparece escrito en todos los folletos turísticos, que nada mencionan de que la ciudad es uno de los referentes migratorios más importantes del país. Mientras los extranjeros pasean sus melenas rubias y bien peinadas por el laberinto de puestos callejeros, los locales, oscuros y sin tiempo para peinarse, hacen las maletas para buscar un futuro digno al otro lado del Atlántico. Endeudándose hasta las cejas, se despiden con una sonrisa temblorosa sin saber si llegarán a usar el billete de vuelta, o tendrán que tirarlo por la borda del barco en el que viajan, si es que hay alguna salida de aire en las bodegas, o en las bocas de los peces que ocupan la zona preferente de las cámaras frigoríficas.

Algunos indígenas ya son licenciados en el trato con el extranjero y exhiben un conocimiento de inglés tan digno que pasarían cualquier examen de la ESO. Desconozco si han salido alguna vez de esta tierra, pero conocen a gente de tantas nacionalidades que ya han dado varias vueltas al mundo a través de sus voces. Son un ejemplo idóneo de cómo la necesidad y el ingenio pueden impulsar el negocio. Luego están los que no tienen ingenio y prefieren explotar, que es el camino más corto para hacer dinero pero el más largo para alcanzar el cielo. No es el caso.

La Plaza de los Ponchos es un lugar laberíntico donde se vende ropa tradicional importada de Perú, Bolivia, Colombia, o el mismo Ecuador, además de otras artesanías de fabricación indígena que en muchas ocasiones ya producen al por mayor las hordas del comercio chino. Si no estás muy interesado en capitalizar tu tiempo, se puede hacer un recorrido por el “otro” mercado de Otavalo. Merece la pena.

Puedes dedicarte a contar los niños con menos de 16 años que trabajan en el mercado y hacer un cálculo estimativo, por ejemplo, de unos dos o tres niños por cada treinta vendedores. Aquí no puedes culpar a los padres, que no tienen un puñetero dólar y necesitan de todas las migas de la fuerza bruta para comer y sacar adelante a la familia. En realidad no conocen otra cosa y asocian el trabajo de sus hijos a palabras como “responsabilidad” y “madurez”.

Lo más detestable en este caso (y en casi todos) es la actitud del Gobierno. Les importa poco o nada que exista este tipo de explotación infantil. De esta manera se ahorran gastos en educación, sanidad (el indígena suele recurrir a remediondo: burla, poco ingenio, y mucha explotación.

domingo, 16 de agosto de 2009

Por la Panamericana

La Panamericana cruza el país y se aventura hasta los confines de Centroamérica. Es una carretera convencional por la que circulan diariamente cientos de autobuses con múltiples destinos, desde un pueblo sin registro geográfico, hasta las grandes capitales de provincia. Podría pasarme horas parado en esta carretera intentando descifrar el universo que encierran los autobuses.

La mayor parte de ellos están en edad de jubilación, cálculo que unos diez o quince años de vida. Es posible escuchar el ruido del motor antes de distinguirlos en la lejanía, tosiendo y echando humo a velocidades inauditas. Lo más curioso es que los conductores suelen acelerar al máximo y pegarse al trasero del coche que circula enfrente cuando la carretera está congestionada. Cuando no hay nadie, parecen guaguas turísticas, tan lentas que se podría fotografiar el primer plano de una mariposa desde el asiento. Incomprensible.

Los autobuses son un muro particular donde los conductores “graffitean” sus conciencias y las de la gente en general. Muchos llevan mensajes religiosos colocados en la luna delantera con letras adhesivas de tres palmos de altura: “Dios es mi guía”, “La palabra del señor viaja a mi lado”,… A veces, encuentras algún ateo que prefiere los mensajes profanos: “a ver si esta noche consigo mujer” ó “yo no compro, me vendo”. Las ventanas laterales suelen estar decoradas con la cara de dos iconos universales: Jesucristo y el Che Guevara, o lo que es lo mismo, si llegamos a las armas, que alguien me alivie del pecado. Algunos llevan el tubo de escape en el lateral derecho, así que cuando entran en poblados y arrancan después de hacer una parada, arrasan con las fosas nasales de los peatones que caminan por la acera.

Los interiores son discotecas ambulantes. Recuerdo el primer autobús que tomé desde Quito. Era ya de noche así que todo se puso en escena. Luces de neón a lo largo de las cajuelas superiores, bombillas amarillas y rojas cruzando el pasillo, un círculo de bombillas verdes en el techo, reegeaton a todo trapo y venga… frenazo por aquí, curva a mota de polvo en el tubo de escape.

or hora en el descenso de una montaña...Vamos, para bajarse. Casi todos tienen, a modo de toldo, una pequeña cenefa de tela en la parte alta de las ventanas de pasajeros, cenefas que me recuerdan a la decoración de los carruajes del Far West.

Por cuestión de espacio y tiempo, dejo para otro día el catálogo de perfumes.

Todos los conductores viajan con un compañero al lado. Es el encargado de cobrar, acomodar las maletas, y colgarse de la puerta delantera para atraer a los pasajeros gritando el destino: “¡¡Quito, Quito, Quito!!”, “¡¡Otavalo, Otavalo, Otavalo!!”, “¡¡Ibarra, Ibarra, Ibarra!!”… No existen paradas definidas, o más bien, existen pero no sirven para nada. Cuando uno quiere bajarse del autobús sólo tiene que ponerse de pie, decir gracias, e inmediatamente el conductor se aparta a un lateral para abrir las puertas. De la misma forma, cuando quieres coger un autobús, sólo hay que buscar la Pana y extender el brazo. En un trayecto de doscientos metros, el autobús ha podido parar unas cinco veces, aunque suelen recuperar el tiempo acelerando hasta que no quede una mota de polvo en el tubo de escape.

En este sentido es una forma de vida bastante egoísta. No es una cuestión biológica, ni mucho menos, es tan sólo la forma en que está organizada la sociedad. Los salarios de los conductores (y de la mayoría de los profesionales que no tengan que ver con cargos públicos, médicos o abogados) son míseros, e intuyes que esos conductores deben cobrar una comisión por la caja que hagan diariamente. Por eso no les importa parar las veces que haga falta o meter a setenta personas donde sólo caben cincuenta. No les importa en absoluto la prisa que puedas tener, o que en caso de accidente, las personas que viajan de pie estén totalmente desprotegidas. Cada uno tiene que llenar el bolsillo como puede y en eso no hay caridad que valga, aunque la estampa de Cristo sea la matrícula más famosa.

jueves, 6 de agosto de 2009

Atuntaqui

Nuestra casa tiene una pequeña azotea donde los vecinos cuelgan la ropa, las sábanas, las mantas, las fregonas, los zapatos, los calzoncillos y, si hubiera, los jamones. En una esquina, detrás de todo este tejado de telas, también hay un pequeño banco de madera. Al caer el día, cuando los troncos de los eucaliptos parecen largas pértigas negras en el incendio del atardecer, me siento en ese rinconcito y contemplo la inmensidad del Cotacachi.

Vivimos a los pies de dos volcanes. Taita Imbabura es el rostro del padre. Mama Cotacachi su versión femenina. No suelen descubrir las cimas, casi siempre adornadas por una corona de niebla. Ambos conservan un profundo simbolismo para los indígenas de la zona, los imbayas, que han llegado a crear decenas de leyendas sobre ellos. Los consideran guerreros protectores de las lagunas que existen alrededor. Por eso no es extraño que les brinden ofrendas para agradecerles la cosecha y la buena suerte. De estos dos volcanes depende la salida del sol y la fertilidad de la tierra. Son tan sólo dos guerreros de los cientos de soldados de lava localizados en toda la cordillera de los Andes.


La casa está en un pueblo llamado Atuntaqui, muy cerca de Ibarra, capital de la provincia de Imbabura, al norte de Ecuador. Es un pueblo dedicado fundamentalmente al pequeño comercio textil. Hay pocos atractivos, apenas una plaza decorada con altas palmeras y una iglesia de estilo colonial. El resto son estructuras de calles cuadriculadas llenas de negocios de ropa, fondas para comer, y pequeños locales de abastecimiento que venden un poco de todo.

Los domingos el pueblo parece despertar de su letargo. Muchos indígenas y habitantes afroecuatorianos, llegan desde comunidades aledañas para vender su recolecta de frutas, verduras, cereales y animales de granja. Los que no tienen un puesto habitual en el mercado, extienden sus sábanas en los alrededores y ahí pasan la mañana, sentados, tratando de intercambiar productos o venderlos a bajo coste. Abunda el choclo (maíz), la caña de azúcar, mandarinas, cilantro, frijoles,…

Las más ancianas se envuelven en sus faldas oscuras y van desgreñando las mazorcas de maíz o las vainas de guisantes. A veces pasa algún hombre llevando su casa a cuestas como los caracoles: una silla de madera, unas bolsas de plástico, y los pantalones cosidos con las cicatrices de una vida bien jodida. Las mujeres de raza negra suelen viajar con una radio en la mano porque les cuesta bastante pasar el tiempo sin bailar. La carne se vende en una zona techada pero abierta a la realidad de la calle: perros callejeros vagando por los pasillos, moscas devorando las largas trenzas de carne que cuelgan de los ganchos…

Y así, entre detalles y una algarabía de voces anunciando productos, pensamos que en este pueblo también hay tiempo para despertar y llenarse del aliento que tanto necesita el extraño cuando se encuentra lejos de su tierra.

miércoles, 5 de agosto de 2009

En la mitad del mundo…


Hay muchas formas de sentir el sur de América. Yo lo hago desde los Andes, en esta inmensidad de piedra y arena que me cuesta tanto respirar y entender. La tierra del Inti (Sol). La reconozco en las cimas nevadas de los volcanes, en los páramos y los cañaverales que permanecen en silencio hasta la llegada de la zafra, cuando el campesino corta la caña, herido por el calor.

A veces la huelo, cruzando las calles de la mañana entre el humo de los puestos de frituras y los bidones de maíz hervido; la toco en las manos que estrecho, más hinchadas y secas de lo normal, manos de piedra, de azada y machete; la noto en la piel de los indígenas quichuas, en los fuertes pómulos que eclipsan parte de su mirada, ojos de duelo e historia partida. Me arrastran sus trenzas azul profundo, sus pies descalzos, los colgantes dorados y las frentes sombreadas por sombreros de pluma.

Apoyan la barbilla en el pecho y duermen una historia de polvo y ceniza.

Ni Capricornio ni Cáncer, la mitad del mundo sigue doliendo en los rostros. La cultura del poncho aguanta el frío de la sierra cubriendo el cuerpo hasta la orilla de los ojos; en los sacos de maíz parecen llevar las cadenas del olvido, pero en esa pesada cruz, llega tallada su música, su lucha común, la esperanza de una nueva vida… indestructible.

El Sur está repleto de estigmas que se van rompiendo por el camino en nombre del amor a una tierra y a una vida que fue.

Como siempre, me siento cerca de esa tierra pero lejos del hombre.