viernes, 27 de abril de 2012

Terapias mayas para la crisis




 Me enfermé de fiebres tifoideas la noche antes de viajar a Nicaragua. Tuvimos que esperar  unos días como esperan los marinos de Joseph Conrad, inquietos en tierra y amainados sobre el mar. Mientras tanto, aceptamos una invitación para acudir a una ceremonia de temazcal y limpiar los vertederos de la mente. 

El temazcal es un rito de purificación celebrado durante siglos por los indígenas de Mesoamérica. Consiste básicamente en un proceso de depuración emocional  y física a través de rezos y baños de vapor. En una estructura circular de no más de metro y medio de diámetro, construida con cañas de bambú y mantas, se crea una especie de “iglú tropical” que simboliza el vientre de la Madre Tierra.  En él hay una pequeña puerta y un hoyo en el interior para introducir piedras de río ardiendo: las “abuelitas”.

El espacio es reducido y en el temazcal hemos entrado alrededor de doce personas. Se vierte agua sobre las piedras y el vapor se extiende por el temazcal… El cuerpo se cubre de sudor, el calor agobia. Dentro reina la oscuridad, ese mundo donde los espíritus vagan hacia un nuevo nacimiento.

Se reza por los familiares, antepasados y amigos; se ora para agradecer al animal su sacrificio, para que regrese el verdadero sabor del agua, porque el hombre deje de ser hombre y se sienta de nuevo naturaleza.

Una “abuelita” dijo que no debíamos tener miedo a juntarnos, a pesar del calor y el espacio. Una “abuelita” dijo, en el fuego del temazcal, que alguna vez estuvimos mucho más  juntos.

miércoles, 18 de abril de 2012

Sobre la banalidad


Todo cambia. Y no me refiero a las canas, la pareja o la suerte, que son cambios, pero no trascendencia. La fotografías de los líderes sindicales que encabezaron la huelga del pasado 19 de marzo. Eso, eso es Historia.

La perspectiva del tiempo no es fácilmente manipulable a través de la imagen, por ejemplo, de los miembros de la CNT en sus múltiples huelgas sindicales durante los años 30, con los rostros ojerosos y los chalecos abotonados sobre pechos huesudos. Una fotografía grotesca frente a las soberbias barrigas y las barbas escrupulosamente recortadas de la vanguardia sindical de nuestros días. Asalariados que han cambiado el lema de “patria o muerte” por “renovarse o morir”, que va más con la línea de revoluciones comandadas desde el sofá de la oficina. Eso, eso es darwinismo. 

Decía Mc Luhan que no es posible comprender los cambios sociales y culturales si no se conoce el funcionamiento de los medios. Ahí tenemos el ejemplo de las dos Españas, las de siempre, dándose bofetones a través de portadas de diarios que no comparten ideas pero sí beneficios, los que les dejan las empresas que se alimentan de esas dos Españas, las mismas, las que se enfrentan en las manifestaciones, pero se cruzan en El Corte Inglés.

Ahí estaban los entendidos de los diarios “progresistas” (cuánto respeto me merece esta palabra), firmando columnas y espacios televisivos para decir que el nuevo presidente ya está sentenciado, pulgar abajo, porque la calle es un circo y ellos los leones. El César de los 5 millones de parados  se quedó en la cuesta de enero durante ocho años, pero eso qué, al fin y al cabo, puño en alto.

Todo cambia, y España es, hoy, un país banal. La banalidad no se gana de un día a otro, como la crisis no es sólo dinero. La banalidad es cuestión de años y empieza en las aulas, enseñando a los niños que Hernán Cortés era un tipo admirable y Moctezuma un bárbaro en taparrabos. 

La banalidad se alimenta de individuos que ven la televisión una media de dos horas al día (el 90% de los españoles),  y se ceba con presidentes de gobierno que no hablan inglés, o lo chapurrean con las botas sobre la mesa de un rancho texano mientras se negocia la muerte de miles de hombres.

Un país que ha negado la cultura hasta convertir sus universidades en las menos eficientes de Europa.  Un país que mantiene El Código da Vinci como el libro más vendido durante dos años consecutivos. Es un mapa plagado de pueblos fantasmas porque un día se decidió que las raíces españolas eran una puñetera burla al desarrollo…

Todo cambia, o no, porque Parménides también reclama su protagonismo al ver al rey cazando elefantes en Botsuana. Eso, eso es evolución. Pero la brutalidad del rey no es comparable a la de un pueblo que sigue aceptando un estado monárquico y que grita a los cuatro vientos una frase conocida: los vulgares, son los otros.

martes, 17 de abril de 2012

Recuerdos (sobre lo humano)




La abuela era una mujer de pocas palabras. Decía siempre lo justo, como si el tiempo, tan valioso,  fuera a perderse en su boca y no en la de otros, de los que tanto quería aprender. La boca del otro era un megáfono de noticias lejanas, inasibles, como fuentes de agua en el desierto. Esos labios hablaban de historias que ella nunca pudo leer, de trenes que no pudo alcanzar.

Cuando nadie tenía nada más que decir, la abuela se levantaba de la mesa y caminaba hacia la huerta. Estaba cansada, pero se desenvolvía entre los surcos de la tierra como aletea un delfín anciano en las profundidades del mar.  En el huerto sembraba pensamientos y, cuando la cosecha no era buena, recurría a Dios, el único que no cobra por consulta.

Por todo eso, la abuela callaba. 

Los inviernos helados de Hospital de Órbigo habían hecho de ella una mujer rocosa. El abuelo murió joven, o viejo, depende, porque vivió la eternidad del campo, que suele cobrar un tributo de diez años de vida. La abuela se negó a pagarlo y llegó a los noventa y tantos. En ese tiempo no  se quejó de nada, nunca reclamó a nadie. Ya en los últimos años, caminaba sola varios kilómetros desafiando al impaciente reloj del olvido. Sí, era fuerte. Una mujer de trigo cultivada en días largos y noches cortas. 

Yo tendría unos 11 años en uno de los veranos en que fuimos a visitarla. El día de regreso a Madrid la abuela salió a la calle, como siempre, para despedirnos. Mi hermana y yo decíamos adiós por la luna trasera. Yo pensaba: “la abuela está bien, seguro”. Ella se quedó allí, de pie, con las manos entrelazadas a la altura del vientre y  su gesto severo, inmutable.  

Recuerdo su silencio interrumpido por una tos que era la marca del tiempo, de esos años que pasan urgentes. Recuerdo sus fuertes brazos y el vigor de un pecho que caminaba siempre por delante de la cabeza. Recuerdo a esa mujer que callaba en aquella despedida, cuando decíamos adiós por la luna trasera y un par de lágrimas, tímidas, se liberaron de sus ojos con todo el peso de noventa años de silencio.