lunes, 19 de septiembre de 2011

Combatientes I



Una densa niebla cubre las montañas  y deja a la vista sus cimas, dibujando formas de sombreros  de inmensas alas blancas. Me encuentro en una de las cumbres, con ese mar níveo a mis pies y la primera luz pálida del amanecer. Es sin duda uno de los paisajes más hermosos que he contemplado nunca. 

Camino al lado de Bersaín y su hijo, aislados, solos, escuchando el sonido limpio de la respiración y el castañeo de la piedras en cada pisada. Ayer me movilicé con él para visitar a varios excombatientes y escuchar su historia, pero la noche se vino encima y Bersaín me ofreció hospedaje en su casa: “Tenemos poco pero lo que podamos ofrecerte te lo daremos”, me dijo. 

Bersaín fue guerrillero de la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA), una de las tres facciones insurgentes creadas durante  el conflicto armado en Guatemala. 200 mil muertos, en su mayoría campesinos e indígenas, fue el saldo de una guerra cuya sombra todavía se extiende por el país en forma de hambre. 

Bersaín vive en una aldea perdida en las cumbres de Ixtahuacán, al noroeste del país. Su casa está oculta entre cafetales y vegetación tropical. Es una humilde estructura de adobe y paja con una cocina y tres habitaciones donde duerme con su mujer, Marta, y cinco hijos. Ella es una indígena mam de treinta y tantos años. Tiene una hermosa melena negra que se recoge hacia un lado mientras teje en el patio. Su hija le ayuda y juntas ríen cuando me ven. Apenas tienen trato con extraños y reflejan ese decoro asustado del indígena, acostumbrado a no recibir nada de nadie.

La hija mayor ha encendido leña en la cocina y se ha puesto a hacer tortillas sobre un comal. El olor del maíz es delicioso y el fuego calienta la sala después de una fina lluvia de dos horas que ha humedecido el ambiente. Nos sentamos a cenar y todos los chiquillos me miran extraños. El hijo más pequeño es un bebé llamado Rolando, en memoria de un célebre comandante de la guerrilla. Propongo un juego a los dos niños más pequeños y estallan a reír cada vez que cojo sus manos para tratar de alcanzar sus pulgares. La familia está contenta y Bersaín sonríe en silencio.

Al terminar de cenar me invita a mirar por una pequeña ventana sin cristal. Aquí no hay vidrios ni puertas, sólo un techo para no mojarse. Desde ese pequeño espacio se observan unas vistas privilegiadas de la cordillera occidental. Bersaín permanece varios segundos con la mirada puesta en el horizonte, quizá pensando en su próximo viaje al sur de México, quizá pensando en nada. Él y su familia abandonarán su casa por unos meses para trabajar como jornaleros en una finca cafetalera de Chiapas. No tiene dinero, apenas les queda tierra. 

La mayor parte de excombatientes están en su misma situación, aislados, pobres y mascando el desencanto de una revolución inacabada. Bersaín piensa en la guerra, en los años que estuvo en la montaña con un fusil al hombro y poniendo hojas secas sobre los cadáveres de sus compañeros. “Es cierto”, me dice tras esos instantes de silencio. “Nuestra guerra fue inválida en muchos sentidos y ahora estamos solos. No conseguimos que la revolución triunfara, pero, ¿sabés? A pesar de todo fue una guerra justa”.