viernes, 23 de septiembre de 2011

El camino de David

 Me encontré con David hace unos meses, cuando llegué hasta la costa de Oaxaca para conocer la situación de los migrantes centroamericanos que atraviesan México en su ruta hacia Estados Unidos. Cuento su historia ahora porque  a menudo, en conversaciones o en paseos solitarios, su imagen aparece como un recado que olvidé hacer,  como un nombre que se va sobreponiendo al pasado y al olvido. Quizá sea porque sus palabras me llenaron de vitalidad, quizá porque nunca escribí sobre él.

David llegó a la casa del migrante en Ixtepec después de un viaje de varias horas subido en el techo de un tren de mercancías. Venía acompañado de otros 300 migrantes, una escena que se repite a diario en el sur de México: cientos de centroamericanos alentados por la imagen de una frontera, de un  “sueño americano”. Por el camino hay albergues como el de Ixtepec, donde el migrante puede tomar un vaso de agua y un plato de sopa con la seguridad de que detrás no hay nadie que vaya a joderle la vida. Pero eso es otra historia.

Aquel día la imagen de los migrantes al bajar del tren era, ni más ni menos, que la de todos los días: caras agotadas, ropa sucia, historias de hambre, de secuestros, de violaciones… Reunid todas estas experiencias y ponedle vosotros mismos un rostro. No habrá nada de espantoso en él, sólo una mirada apagada, sólo un nudo en la garganta.

David me llamó la atención porque su aspecto era pulcro. Tenía el pelo corto, rizado y cuidadosamente peinado con gomina; vestía una camisa que parecía recién planchada, sus gestos eran exquisitamente nobles y desprendía un fuerte olor a perfume. Me pareció la imagen más irreal de un  migrante que camina cientos de kilómetros con una mochila de escuela a la espalda. Pero lo que más me llamó la atención de David fue su edad, 12 años, y su carta de presentación: “viajo solo”. Las estadísticas dicen que hay muchos niños cruzando desiertos fronterizos, pero sólo cuando los ves te haces una idea de lo que significa una travesía tan peligrosa para un cuerpo tan vulnerable. David viajaba con dos amigos que conoció en el trayecto, el más pequeño tenía diez años.

Con sus delicadas formas, David me contó que hacía teatro en la iglesia de su pueblo, allá por Honduras. La iglesia, decía, es pequeña y la mayoría de las personas se dedican a las labores de campo. Es raro encontrar un teatro por allí. Pero David salía de la escuela a diario ilusionado con disfrazarse y ponerse a actuar junto al altar de la iglesia. Alimentaba sus sueños viendo la única y destartalada televisión que había en su casa, donde pasaban telenovelas y alguna que otra película. Un día dijo a sus padres que se iba a México. ¿A dónde? “A México, voy a Televisa. Quiero ser actor”. David lo tenía claro. Había ahorrado algo de dinero trabajando en las tardes y con eso llegaría hasta las instalaciones del medio de comunicación más poderoso de México  para presentar su candidatura a estrella televisiva. En su mundo no suceden muchos milagros, pero quién sabe, no había mucho que perder y sus padres accedieron.

David hizo su mochila, en la que no faltaba el perfume y el peine, y se subió al autobús. Al llegar a Guatemala le robaron todo el dinero, todos sus ahorros. Lejos de echarse atrás y regresar a Honduras buscó a gente como él y, para su sorpresa, encontró a muchos. Los migrantes le hablaron de un tren. Allí podría viajar gratis hasta México D.F. y llegar a su destino. David no lo pensó dos veces: arriesgaría todo por un sueño. 
Cuando hablé con él David estaba tranquilo, no mostraba ningún síntoma de debilidad y no dejaba de repetir una misma frase: “quiero llegar a Televisa”.  Los adultos que viajaban con él le apadrinaron, supongo que incrédulos de ver a alguien tan pequeño cabalgando en una ilusión tan grande. En las noches encima del tren velaban su sueño para que no se cayera. Ellos trataban de convencerle para que siguiera a Estados Unidos, ya que estaba. En el país del tío Sam le darían papeles por ser menor de edad, lo tendría fácil. Pero a pesar de la tentación de los dólares David se negaba tajantemente, su destino era el DF y punto. Los compañeros, que sólo vislumbraban la frontera norte, tuvieron que cesar en su empeño, si cabe, todavía más incrédulos.

Cuando me despedí de David se me pasó por la cabeza decirle que no lo intentara, que cuando llegara a esa puerta iba a encontrar un agente de seguridad con dos dedos de frente, que jamás le dejarían pasar, que nunca accederían a escuchar su historia. No lo hice. No era yo el encargado de romper en pedazos la ilusión de un niño que recorrió varios países para hacer lo que quería. Nadie debería hacer eso.

Pienso a menudo en David y en la suerte que le habrá deparado la vida. No sé nada de él, ni de sus amigos, ni de tantos migrantes que pasan por aquí contando su historia. Sólo espero que estén en el camino de la felicidad. David tenía estrella, en realidad, todos los niños tienen una. Hay millones de ellas brillando a nuestro lado. Pero en este mundo jodido alguien decidió que todas debían apagarse con el paso de los años porque no hay sitio para tanta luz.  La fuerza de niños como David debería ser un ejemplo para todos los que queremos un mundo donde quepan muchos mundos. Esa es la gran lección de un niño que se sobrepone al olvido allí por donde pasa.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Combatientes I



Una densa niebla cubre las montañas  y deja a la vista sus cimas, dibujando formas de sombreros  de inmensas alas blancas. Me encuentro en una de las cumbres, con ese mar níveo a mis pies y la primera luz pálida del amanecer. Es sin duda uno de los paisajes más hermosos que he contemplado nunca. 

Camino al lado de Bersaín y su hijo, aislados, solos, escuchando el sonido limpio de la respiración y el castañeo de la piedras en cada pisada. Ayer me movilicé con él para visitar a varios excombatientes y escuchar su historia, pero la noche se vino encima y Bersaín me ofreció hospedaje en su casa: “Tenemos poco pero lo que podamos ofrecerte te lo daremos”, me dijo. 

Bersaín fue guerrillero de la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA), una de las tres facciones insurgentes creadas durante  el conflicto armado en Guatemala. 200 mil muertos, en su mayoría campesinos e indígenas, fue el saldo de una guerra cuya sombra todavía se extiende por el país en forma de hambre. 

Bersaín vive en una aldea perdida en las cumbres de Ixtahuacán, al noroeste del país. Su casa está oculta entre cafetales y vegetación tropical. Es una humilde estructura de adobe y paja con una cocina y tres habitaciones donde duerme con su mujer, Marta, y cinco hijos. Ella es una indígena mam de treinta y tantos años. Tiene una hermosa melena negra que se recoge hacia un lado mientras teje en el patio. Su hija le ayuda y juntas ríen cuando me ven. Apenas tienen trato con extraños y reflejan ese decoro asustado del indígena, acostumbrado a no recibir nada de nadie.

La hija mayor ha encendido leña en la cocina y se ha puesto a hacer tortillas sobre un comal. El olor del maíz es delicioso y el fuego calienta la sala después de una fina lluvia de dos horas que ha humedecido el ambiente. Nos sentamos a cenar y todos los chiquillos me miran extraños. El hijo más pequeño es un bebé llamado Rolando, en memoria de un célebre comandante de la guerrilla. Propongo un juego a los dos niños más pequeños y estallan a reír cada vez que cojo sus manos para tratar de alcanzar sus pulgares. La familia está contenta y Bersaín sonríe en silencio.

Al terminar de cenar me invita a mirar por una pequeña ventana sin cristal. Aquí no hay vidrios ni puertas, sólo un techo para no mojarse. Desde ese pequeño espacio se observan unas vistas privilegiadas de la cordillera occidental. Bersaín permanece varios segundos con la mirada puesta en el horizonte, quizá pensando en su próximo viaje al sur de México, quizá pensando en nada. Él y su familia abandonarán su casa por unos meses para trabajar como jornaleros en una finca cafetalera de Chiapas. No tiene dinero, apenas les queda tierra. 

La mayor parte de excombatientes están en su misma situación, aislados, pobres y mascando el desencanto de una revolución inacabada. Bersaín piensa en la guerra, en los años que estuvo en la montaña con un fusil al hombro y poniendo hojas secas sobre los cadáveres de sus compañeros. “Es cierto”, me dice tras esos instantes de silencio. “Nuestra guerra fue inválida en muchos sentidos y ahora estamos solos. No conseguimos que la revolución triunfara, pero, ¿sabés? A pesar de todo fue una guerra justa”.





jueves, 8 de septiembre de 2011

Abrazando a Luna




En la húmeda montaña de los Altos de Chiapas, en México, un niño indígena de 3 años llamado Arón, sale las noches de luna llena al patio de su casa, extiende sus bracitos y trata de abrazarla. “Ven mami, ven”, dice. Y por mucho que cree abrazarla nunca siente esa luna almendrada entre sus dedos. La mamá de Arón también se llamó Luna. Una vez al mes el niño repite el ritual  en los días de plenilunio, esperando que su madre baje de un cielo al que subió hace dos años, cuando una tuberculosis pulmonar acabó con su vida.

La abuela de Arón me lo cuenta en lengua tzeltal, sentada en ese patio donde el pequeño espera inquieto los días de luna llena. Tres meses en una cama de madera podrida bastaron para aplacar los 27 años de su madre. La medicación para tratar la tuberculosis nunca llegó a la aldea de Akibiljok, un poblado indígena donde, de vez en cuando, acude algún doctor en prácticas. Demasiado lejos. Demasiado pobres.  

Luna tomó horchata comercial para curar unos pulmones que se consumían como un cigarro en las llamas de la fiebre. La doctora fue a verla y le recetó pastillas para la gripe: “no hay más medicación”, le dijo, o lo que es lo mismo: ha llegado tu hora. El “sako bal” (tos blanca), como llaman los indígenas a la tuberculosis, iba cerrando los ojos de Luna y silenciando sus labios.

Lejos de las cumbres de Chiapas, entre los papeles del sistema de salud, el nombre de Luna y el de otros cientos ha sido borrado cuidadosamente de la lista de enfermos por tuberculosis. Mientras el gobierno contrata a doctores para maquillar cifras y decir que “la enfermedad de los pobres” es cosa del pasado, mujeres y hombres siguen cavando fosas anónimas en la montaña. Niños como Arón siguen buscando a su madre por un cielo que les fue negado en la tierra.