martes, 29 de diciembre de 2009

Migrantes


Celestina llora y le duele el estómago de tanta soledad. Nunca había imaginado sus sesenta años en un lienzo tan nublado. Parte de su cosecha se marchita como un eclipse de luna que quema sus ojos. Sólo un gato recién nacido se empeña en acariciarle el hombro mientras ella le devuelve arrumacos sordos, mudos, ciegos… pensando que es otro… Quizá alguno de sus tres hijos que vagan por España. Quizá un cuarto que hace vida, o infra-vida, en Colombia. Ella y su marido no saben nada de ellos, no les llega dinero, palabras, ceniza de un aliento. Celestina llora por ellos y porque en Navidad sus sobrinos no quisieron comer el arroz con pollo que preparó. “No les gustaba”, y otro disgusto que cargar en su cavernoso corazón.

La última noticia es que la policía cargó contra uno de sus hijos y se llevó toda su mercadería. “Creo que está ilegal”. Y solloza como si los golpes de la porra sangraran en su propio pecho. Llora porque le duele el estómago de tanta lenteja y maíz asado. Llora porque no tiene manos para el azadón.

En el suelo, tierra sin abono. En las paredes, calendarios húmedos con recuerdos de otros años, océanos atrás.

Jacobo y Erick tienen 12 y 8 años. La mirada de Jacobo es un teatro de silencio con un foco, una silla y un niño. Sus padres emigraron a España cuando Erik tenía un año y medio. Sólo han llegado sus voces, tan difíciles de atrapar como una ráfaga de brisa. Erik no quiere ir, no los extraña, no los conoce. Jacobo tiembla bajo un cielo que amenaza lluvia y una noche más entre las sábanas vacías.

Aunque sólo sea en el espectáculo pornográfico de la Navidad, miremos a los ojos al extranjero que vaga con el saco vacío por las calles de Madrid. Hay muchas vidas detrás.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Los niños de la calle

Unos niños se acercaron preguntándome para qué era mi libreta. No habían cerrado la interrogación y ya encontraron una gran utilidad: recordar que están vivos. Me hicieron escribir sus nombres y edades uno a uno: David, 8 años; Joselyn, 4 años; Katy, 6 años; Pepe, 5 años; el papá de David (que no estaba), 27 años…

No sé por qué razón los niños tienen una gran facilidad para callarme. Será que ellos ven a un viejo, y yo veo sabios.

Qué podemos decir frente a un zapato del tamaño de un llavero lleno de cicatrices, y las pieles en mate, como si el color de la pobreza eclipsara a un sol que lleva siempre visera. Queda decir “tenéis que estudiar mucho, tenéis que utilizar libretas…”, pero las palabras van descomponiéndose al tocar el aire como un vidrio de agua. Las ganas se rompen en el pecho. No hay mucho que hacer, salvo escuchar la razón de un niño.

Papá Noel llegó a casa de Joselyn hace un mes y le trajo una lavadora. No pueden utilizarla mucho porque su barrio, además de ser una página blanca en la guía telefónica, sufre constantes restricciones de luz por la sequía que otros terminan de beberse. “¿En tu casa también se va la luz?”, me pregunta. “Claro, en todas las casas se va la luz”. “Es Papá Noel que quiere que se apaguen las luces para que no veamos lo que nos va a traer”. Se sube los calcetines llenos de rotos y exclama “mira cuántos colores tienen…”. Miro la libreta y veo que tiene cuatro años.

A Katy le va a traer una muñeca y “otra muñeca para mi abuela”. A David, Papa Noel le ha prometido fruta, lo cual no está nada mal viendo las mangas de su camisa, que cuelgan de sus manos como si estuvieran derritiéndose. Lo que hay es lo que hay. Y generalmente hay camiones en el aire.