viernes, 29 de mayo de 2009

Baltimore, Irlanda.

A mi hijo,
Puedes despertar a mi lado, ahora. Estamos tumbados en un anfiteatro de hierba, rodeados de caras sin rostro, con bufandas y sombreros de lana, cabellos y barbas que quieren ser oleaje, gargantas que se pegan al vino.

El sonido de una guitarra se cuelga de los árboles. La mano del músico acaricia las cuerdas soñando un pasado; sus ojos se hacen noche y vierten lágrimas en cada acorde. Un dedo quiere ser puerto, el otro gaviota, el otro, tan sólo música; todos se empujan en una batalla de deseos que nunca más serán. Y me pregunto si tus miradas y tu sonrisa serán algún día acordes.

Mi último trago de vino tiene el sabor de tu mano sobre mi cuello. Tus dedos tamborilean en mi piel como si quisieran romper las cadenas de la noche con la debilidad del polen en el aire. Un rastro de luna ilumina tu cara mientras sientes hojas de otoño en los párpados. Me preguntas un último por qué con una voz que naufraga en la calma de tu boca. Pasas tus deditos por mi cara con el tacto enamorado de un ciego que se despide. Me miras de cerca y tus ojos tiemblan en los míos, buscando el último renglón del cuento que se pierde en tu sueño guerrillero. Y detrás del vino, tan sólo un acorde.

El músico ha sacado la armónica de su bolsillo y las gaviotas se alejan del puerto. Tiras de mi camiseta y señalas sus labios. Quieres que viva en ti pero los años nos separan. Donde tu dibujas un gato que acaricia la luna con sus bigotes, yo sólo veo a un pobre hombre, solo, que apoya los bigotes en su pequeño diario de metal para confesarle un nuevo suspiro. Y a pesar de todo, me esfuerzo por disfrutar de tu circo. Por ser tu mejor amigo y quemar los pesados abrigos de la experiencia.

La armónica es una brisa fría en la piel. Me tumbo y miro al cielo con el sabor seco del último trago de vino. Entonces viajamos por la carretera. Tu lengua asoma por algún rincón de tu boca buscando mi risa en los espejos. Y haces que el asfalto sea una comedia y que los días de niebla tengan sol. Te encanta despertar los domingos y salir de viaje, llegar a algún pueblo desconocido. Sentarnos bajo un olivo con tu sombrero de paja y pensar que es la jungla y tu el cazador. Me recuerdas a mi cuando te subes a las higueras, o haces que las ramas naveguen por el río con bucaneros y arpones en la cubierta. Vivirte es vivir el presente y el pasado.

Ya eres Baltimore y mis paseos en silencio por su puerto. Ya eres la música de las guitarras y la armónica. Ya eres tu allá donde voy. Pero en el anfiteatro de hierba, mientras saboreo el último trago de vino, sé que la mirada de ese niño no es la tuya, y te bebo en acordes pensando que algún día volverá el rastro de la luna a tu cara.

jueves, 28 de mayo de 2009

Día 3 d.T. El jardín


“Allí donde veas la veleta verás el jardín”. No sé por qué motivo recuerdo estas palabras cada mañana, mientras camino y escucho el eco de mis botas sobre la hierba. Entonces, con un gesto que ya es rutina, levanto la cabeza y observo la veleta en el tejado de la casa. Intuyo que esa mirada tenga una razón. La veleta siempre apunta hacia el oeste. Hacia ti.

El jardín es todo en un pequeño pueblo habitado por seres muy especiales. Cuando pasas cinco horas despierto, día tras día, sin escuchar una sola voz y con la única compañía de unos cuantos frutales, entonces empiezas a contemplar otro mundo que no siempre vemos pero que está ahí, con su ritmo, sus costumbres, su jerarquía…

En realidad es tan sencillo como sentarse en cualquier lugar con algún espacio verde y apoyar la mano en el suelo. Si aguantas unos minutos verás pasar una hormiga entre los dedos, al rato una pequeña araña, de nuevo la hormiga con una ramita a cuestas, de repente un insecto explorador que mueve sus antenas orgulloso de alcanzar la cima. Es tan sencillo y tan difícil como sentirse vivo.

Son precisamente los insectos los habitantes más castigados de este pequeño pueblo. Errantes, vagabundos, viven a la intemperie o debajo de una piedra, y se mudan cada dos por tres cuando los arados llegan para remover la tierra (¿os suena?).

En el extremo opuesto se encuentran las gallinas. Viven en una fortaleza de pasto que ocupa una buena parte del jardín. Tienen entre siete y ocho años (el equivalente a 80 o 90 años en un hombre), y siguen poniendo huevos como si tuvieran dos. ¿El secreto? Lo de siempre, no hacer nada y comer mucho. Cubos enteros con restos de comida. Montones de alimentos que cualquier familia conservaría para el día siguiente y aquí van a parar al estómago de estas vacas con alas y cresta.

Sus peores enemigos son los cuervos. Por aquí dicen que son los seres más inteligentes que habitan el país. Son capaces de captar el más leve movimiento de un dedo a una distancia de diez metros. Cuando los cubos de comida llegan a la fortaleza de las gallinas, los cuervos sobrevuelan la zona y ocupan posiciones entre las ramas para atacar cuando ya no hay hombres a la vista. Mitad carroñeros mitad estrategas, son el alma revolucionaria del lugar.

La mayoría de la población está formada por vegetales. Seres inmóviles que sólo crecen para arriba. En uno de los laterales hay tres pequeños invernaderos, uno para el cultivo de tomates, otro para la preparación de semillas, y el otro para el cultivo de vegetales varios: lechugas, berenjenas chinas, espinacas,… El resto del espacio, bordeando el palacio de las gallinas, está ocupado por huerta, frutales, y alguna planta de marihuana que hace las delicias de la familia (la de los hombres).

El príncipe es un gato de ojos verdes y piel parda. Un auténtico perezoso que utiliza el jardín para pasear , dormitar, o salir de caza. Le gusta exhibir su trofeo, por lo general un conejo, llevándolo en la boca como si le hubiera crecido una larga barba.

Finalmente una amplia colonia de músicos difíciles de encajar: golondrinas, pájaros comunes, carpinteros,… Amenizan las mañanas con su orquesta, desafinada pero relajante. Me recuerda a La Habana. Son el arte, sin duda. Comprometidos consigo mismos, son la inspiración de los cuervos, el dolor de cabeza de las gallinas, el somnífero del gato, la cantina para los insectos y un ruido para los vegetales.

Hay entre ellos un músico especial, quizá el menos músico pero el más inteligente. Esta es nuestra historia…

martes, 26 de mayo de 2009

Día 2 d. T. Recordando castillos de arena


 Mi trabajo podría resumirse con una anécdota. Llevaba dos o tres horas cavando en uno de los invernaderos cuando Marc llegó para despedirse. Marc es un joven amigo de la familia que de vez en cuando aparece por aquí para sanarse con la brisa del mar y a los dos días regresar a su rutina en Dublín. Como en casi todas las conversaciones que he mantenido desde que llegué aquí, hice un gran esfuerzo por entenderle y a la vez pensar las palabras con las que iba a responder en unos segundos. Apoyado en el arado, la conversación fluyó con más naturalidad de lo que esperaba:

(Hablando sobre las tareas del campo)

Marcus: So, you have to place this shit over this shit… (“Así que tienes que poner esta mierda sobre esta mierda”. Refiriéndose al montón de excrementos de caballo dispuestos sobre una carretilla, y los surcos de tierra que unos minutos antes acababa de arar)
Yo: Yes. That’s my job (“Sí. Ese es mi trabajo”)
Marcus: Mmmmmhhh… Interesting job (traducción innecesaria y risas de los dos. Las suyas despiertas, las mías forzadas)

Y es que aquí soy un simple Woofer, como algunos cariñosamente me llaman. En otras palabras, la abeja obrera. Trabajo la tierra para cultivar productos orgánicos. Y esto, aunque me duela la espalda al pensarlo, no es del todo saludable.

Durante cientos de años , los campesinos trabajaban sus huertos con estiércol y sanaban los árboles con remedios caseros. Eran irremediablemente prácticos, y trasladaban al campo lo único que tenían: afecto, fuerza y sabiduría. Si una planta se ponía mala, otra planta lo curaría. Si las heladas estropeaban la cosecha, vendrían mejores cardos y lombardas. Luego llegarían los químicos y fertilizantes de todo tipo. Vida fácil. Adiós al campo. Me enfurece pensar que el sistema capitalista ha destrozado una forma de vida y una cultura milenaria, pero estando aquí, descargando kilos de arena cada día y recordando las palabras de algunos compañeros ya ancianos que he dejado por el camino, me doy cuenta de que era una cultura destinada al engaño y a la traición. El engaño de una vida mejor. La traición a una vida dura pero de alguna forma fascinante.

Hoy, mucha gente que quiere perder de vista la ciudad, se aventura a comprar unas cuantas hectáreas de tierra y recuperar lo que otros dejaron. Se mueven con una idea interesante pero nunca terminan de renunciar a los placeres mundanos y sólo es un reflejo de lo que fue. En definitiva, lo entiendo. Hoy puedes ir al mercado y ver los productos etiquetados como “orgánico”. Quien no conoce el proceso de producción piensa: ¡Comida saludable, voy a cuidarme un poco! Si lo lee alguien que entienda muy poquito acerca del tema exclamará: ¡Qué putada! ( si esa persona ha sido durante unos meses involuntariamente consumidor de productos orgánicos, se dirigirá directamente a la sección de jamones y chorizos).

Uno de los grandes inconvenientes del cultivo orgánico es la constante aparición de maleza. Hierbas y flores indeseables que crecen desesperadamente por cada rincón, alimentándose de estiércol y restos de comida que previamente se han utilizado para preparar la tierra. Y ahí entro yo, penetrando en una jungla para dejarla como un desierto. El segundo inconveniente es cargar la mierda de caballo, aunque pronto me di cuenta de que no era tan desagradable. Después de unos días y debidamente tratada es inodora y le da un toque un poco más salvaje al trabajo. Consuelo, quizá. El caso es que la mayor parte de la mañana la paso con la carretilla de un lado a otro, ahora llevando estiércol, ahora maleza; cavando surcos y peinando la tierra para dejarla lista. Entonces llega la Señora para hacer hoyitos con el dedo en la tierra y poner la semillita. Lo dicho, un Woofer. Así es la vida.

viernes, 15 de mayo de 2009

Día 1 después de Ti. La hora del gallo

 Vivo en una casa de madera, sobre una colina, justo debajo de un campamento de nubes. La casa es sencilla. Una sola habitación, una cama, una mesa, una silla, y un mapa del sur de Irlanda incrustado en la pared.

Cuando la noche ha dejado de camuflarlos, varios cuervos se rompen el pecho con graznidos que parecen balas sobre el tejado. Entonces despierto. Ni modo. Me asomo a mi pequeño balcón y observo el paisaje, un horizonte de colinas verdes y un cielo en blanco y negro que arde a menudo en la niebla. No hace falta pasar muchas horas aquí para darse cuenta de que hay dos guerras abiertas: la lluvia y el silencio.

 La primera está “naturalmente” perdida. La segunda es una guerra de banderas blancas. La calma es tan intensa que puedes sentir las gotas de agua arañando los cristales o las moscas mordiendo la madera cuando sale un rayo de sol.

Esta calma tiene su reflejo en la gente del lugar, en su mayoría granjeros y pescadores. Son personas tranquilas, muy acostumbradas a la soledad. En septiembre encienden las chimeneas y se preparan para una larga hibernación de nueve meses. Lluvia, viento, oscuridad. Los interminables prados de hierba parecen por momentos salvajes, y los monasterios en ruinas, siempre vigilados por los cuervos, le dan una imagen arcana y misteriosa .Es un lugar nostálgico. Quizá el mejor lugar para imaginar la vida irlandesa unos siglos atrás, cuando los trovadores animaban las hogueras y aguantaban con su luz la caída del atardecer.

Camino con un cepillo de dientes en la mano hasta la casa principal, un antiguo establo inglés abandonado en 1920 durante la Guerra de Independencia Irlandesa. Años después, una familia lo compraría para reformarlo y crear su propio hogar. Ella de origen británico, él irlandés. Cosas de la vida. Este matrimonio y unos cuantos vecinos más, son mi nueva y peculiar familia.

Entro en la cocina casi de puntillas para no despertar a nadie. Me sirvo un vaso de leche orgánica, cereales orgánicos y un plátano orgánico. Me acomodo junto a la mesa con los gestos de un presidiario. Mastico despacio. Miro absorto a algún punto de la pared. Abofeteo los sabores para no distinguirlos y pienso en la vida en el campo. Sólo hace unos años, cuando el campesino partía el pan con sus manos para untarlo en una sopas de ajo o unos huevos fritos. Pienso en las gotas de yema cayendo en el plato: una, dos,… como el que cuenta ovejas para dormir. Suspiro. Las nuevas tendencias han llegado a los lugares más transparentes de la naturaleza. Donde antes el carbón tejía hilos de calor sobre las manos, ahora sólo hay cenizas y la incombustible fiebre del desarrollo. No importa. Es sólo cuestión de estimular la imaginación. Me falta el plato caliente, pero soy pobre, más pobre si cabe, y hay unas hectáreas de tierra esperándome. Suficiente.

Me siento de nuevo partisano y ahora sí, estoy preparado para el trabajo. Me uniforme con botas de goma hasta la rodilla; pantalón verde entre las botas y chubasquero negro. Mi apariencia es ridícula pero útil. Allá voy. Ni modo.