sábado, 30 de junio de 2012

Vladimir


Roger me cuenta que algún día, a finales de los 70, estuvo colgado de ese árbol de mango, con los pulgares atados a las ramas, una cuerda alrededor de sus testículos y una plancha de hierro en el extremo. Me cuenta que era de noche, que le custodiaban dos agentes de la guardia de Somoza y que uno de ellos silbaba en la oscuridad:

-Me apetece escuchar música- exclamó. 

-Qué música querés escuchar… - respondió el compañero. 

- Tocáte una palomita… 

El guardia se acercó a Roger, tensó la cuerda atada a sus testículos y con los brazos inutilizados bajo el mango, apretó los dientes para contener el dolor.

Me dice Roger que le metían la cabeza en bidones de agua, que recuerda las descargas eléctricas y la voz del guardia preguntándole una y otra vez dónde estaba el “hioputa de Vladimir”, el pinche guerrillero que dirigía la columna Iliana Fernández, el jodido comunista que no dejaba de abatir soldados por las calles de León. Pero Roger mantenía silencio sin revelar ninguna identidad. “No podía”, me cuenta, 33 años después. “Vladimir era yo”.



 
"El joven que muere torturado por no confesar se convierte en un testimonio absoluto de la humanidad. Gracias a él, se puede seguir viviendo" 
Ernesto Sábato





miércoles, 13 de junio de 2012

El tacto



¿Y qué es el tacto?, pregunta Pedro Sorela a John Berger, escritor y crítico de arte inglés, hace unos años, cuando Sorela comandaba el barco cultural del diario El País y todavía se hacían entrevistas sustanciosas a escritores de los que es difícil encontrar un solo libro en los grandes centros comerciales de Madrid.




Berger respondió:

"Es lo que ocurre naturalmente cuando dos seres se aman, en el momento en que se entienden. Las personas se hieren cuando el tacto ha pasado. El tacto es una forma de meterse cada uno en el espacio del otro: hay una complicidad, un complot, una especie de conspiración. Juntos desafiamos la vida".

Recuerdo a Ismael, cuando caminaba cogido de la mano con su mejor amigo en la sabana de Burkina Fasso. Alguna vez, con la complicidad del tacto, le contó a su amigo que un día robó pan, porque el hambre era ya insoportable. Pero el dueño de la tienda le sorprendió, y disparó con su escopeta dejando rastros de plomo en la cabeza de Ismael, que hoy no puede levantarse solo y mantener el equilibrio.

Le recuerdo a sus 25 años, caminando con una sonrisa constante, que era su forma de decir gracias por seguir vivo. Después de él, vería a otros hombres entrelazados a orillas de ríos secos y lagos de tierra cuarteada. En lo más profundo del África negra, ellos desafiaban la vida estrechando sus manos.


martes, 5 de junio de 2012

El viaje de los elefantes





Con ese olor agrio del sudor cicatrizado en sus pieles, treinta campesinos velan el cuerpo de una compañera. Llevan tres días rezando frente a un cadáver que ya empieza a descomponerse. Me cuenta el Padre Iván, a unos metros de ellos, que a veces llegan a tenerlo seis días en sus casas y que se niegan a dejarlo ir, aunque la tierra los reclame. El Padre lo sabe bien, acostumbrado a largas travesías en moto, en mula o a pie, con La Biblia en la mano, evangelizando aldeas a orillas del río Coco, donde ahora escribo esto, aplastando mosquitos contra mi brazo y rodeado de cerdos enfangados sobre calles polvorientas.

El Padre Iván es ya un amigo con el que comparto conversaciones a media tarde en esta cordillera de pobres. Me dice entre risas, cayendo el sol, que sólo dos especies sobrevivirían si se acabara el mundo, las cucarachas y las monjas, porque, “hay que ver cómo se adaptan esas mujeres a todos los ambientes”. 

Hablando de cosas un poco más serias, me dice que el hombre se aferra desesperadamente a la vida según avanza su edad. Entonces recuerdo una de las filosofías más reveladoras (una de tantas) que me enseñó mi padre (el de sangre) cuando era un niño. Él me contó que en otros tiempos, allá por Asia, los hombres que veían cerca el final se despedían de sus familias para caminar al lado de los elefantes que se separaban de las manadas. Lo hacían, me dijo mi padre, para morir y dejar vivir.