27 campesinos fueron decapitados el pasado domingo en una finca ganadera del municipio La Libertad, Guatemala. Llevaban apenas cinco días trabajando la tierra cuando un grupo de sicarios llegó hasta la finca con un arsenal de municiones a la espalda y una sola pregunta en la boca: ¿dónde está el dueño? Los campesinos, originarios de comunidades pobres al este de Guatemala, apenas recordaban el nombre de la persona que les había contratado por 4.500 quetzales. Los sicarios fueron decapitándolos uno a uno mientras recibían de los labriegos la misma respuesta: no sé dónde está.
Dos hombres y una mujer sobrevivieron a la masacre. El primero de ellos, herido a machetazos, cerró los ojos entre los muertos y esperó a que llegara el silencio para escapar; otro fue trasladado a un hospital cercano “con los intestinos casi fuera”, según relataba el director del centro de salud; a una mujer le perdonaron la vida por estar embarazada y tener a su lado a un marido suplicante que clamaba piedad por su esposa e hijos. A ella la dejaron vivir. A él le cortaron la cabeza. Según el superviviente que se camufló entre los cadáveres, los sicarios llegaron a las siete de la tarde y terminaron de matar a las 3 de la madrugada.
Hace poco viajaba por la frontera con Guatemala, bordeando la selva de Montes Azules y llegando hasta las cercanías de Benemérito de las Américas. Este poblado, lugar de paso hacia Guatemala, se conoce por la fuerte presencia de narcotraficantes que han utilizado el absentismo político en la zona para salvaguardar la droga procedente de Sudamérica. El territorio ocupado por el narco se ha extendido hacia Petén, el departamento guatemalteco donde sucedió la masacre. Escribía entonces de una región anárquica con cientos de pasos ciegos entre uno y otro país. Tierra de desheredados, de comunidades donde conviven refugiados de la Guerra Civil guatemalteca y campesinos mexicanos expulsados de sus pueblos a cambio de un pedazo de selva en el rincón más olvidado de México.
En el Petén la historia siguió un curso parecido. Una parte de las tierras fueron cedidas a refugiados de guerra y excombatientes de las cuatro guerrillas que conformaban la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), desmovilizados después de los Acuerdos de Paz de 1996. Muchos cabezas de familia emigraron a Estados Unidos dejando a cientos de mujeres a cargo de comunidades, mujeres que se unían a las viudas de una guerra fratricida donde el ejército asesinaba a familias indígenas acusados de insurgentes por el color de su piel. Con el gobierno del presidente Arzú se repartieron tierras en zonas marginales como pago por una herida nacional que hasta hoy no ha cicatrizado.
Los ganaderos y organizaciones campesinas sindicalizadas han ido readquiriendo esas tierras y comprándosela (o robándosela) al pequeño propietario, bajo amenaza o por necesidad del labriego, que nadando en la miseria iba sumándose a los más de dos millones de guatemaltecos que el pasado año el gobierno declaró en situación de desnutrición y pobreza crónica. Los campesinos que hace años podían cosechar su pequeña milpa, son hoy contratados por finqueros y emigran a otras regiones en temporada de cosecha para llegar a casa con unas monedas más. Un grupo de esos campesinos fue contratado en la finca Los cocos, donde no habían cobrado su primer jornal cuando les llegó la muerte. Su sangre fue utilizada por los sicarios para poner mensajes amenazantes en las paredes. Entre esos mensajes se encontraba una firma: Z - 200.
Guerra, migración, pobreza. A la deplorable situación social del noreste de Guatemala se ha sumado en los últimos años la presencia del crimen organizado. El cártel mexicano de los Zetas ha abierto una brecha delincuencial importante en Centroamérica. Esta organización criminal fue creada hace catorce años por el entonces capo del cartel del Golfo, Osiel Cárdenas, hoy recluido en un penal de máxima seguridad en Estados Unidos. Osiel llegó a constituir un ejército de mercenarios encargados de su seguridad; soldados de élite mexicanos que fueron entrenados en Estados Unidos y se vendieron a la causa del crimen organizado. El gobierno mexicano puso nombre a la cabeza de los Zetas: Heriberto Lazcano, “el Lazca”, o Z-3.
Con la detención de Osiel Cárdenas hace ocho años, los Zetas ya habían aprendido lo suficiente en el negocio del narcotráfico y continuaron su rumbo al margen del cártel del Golfo, convirtiéndose en rivales directos por el control de la ruta del Atlántico y haciendo del estado de Tamaulipas una de las regiones más violentas del país. Los Zetas no se conforman con el trasiego de droga sino que han implementado otras fuentes de financiación más lucrativas que los estupefacientes, como la trata de migrantes y mujeres centroamericanas explotadas sexualmente en la frontera sur o en la capital mexicana. Los Zetas son hoy un grupo mafioso y sanguinario que opera en una gran parte del territorio mexicano. Utiliza a las pandillas más violentas, como La Mara Salvatrucha, para operar en el sur; entre sus sicarios han ido reclutando a ex kaibiles, soldados de élite entrenados en el Petén durante la guerra civil con métodos de supervivencia sanguinarios. Llegada la paz, muchos kaibiles fueron jubilados sin pensión antes de tiempo. La mujer embarazada que logró sobrevivir no conocía a ninguno de los sicarios, pero afirmó que todos se dirigían a un hombre al que llamaban “kaibil”.
El presidente de Guatemala, Álvaro Colom, ha decretado el estado de sitio en El Petén. La zona vuelve a militarizarse y las garantías individuales a diluirse en un Estado, otro más, incapaz de frenar la oleada de violencia originada por el mundo del narcotráfico. Los vecinos cierran las ventanas y las calles palpitan silencio. Ya nadie es de fiar en un lugar demasiado acostumbrado a la traición y el despotismo; una tierra que no deja de beber la sangre del campesino.