miércoles, 18 de mayo de 2011

La noche triste de Guatemala


27 campesinos fueron decapitados el pasado domingo en una finca ganadera del municipio La Libertad, Guatemala. Llevaban apenas cinco días trabajando la tierra cuando un grupo de sicarios llegó hasta la finca con un arsenal de municiones a la espalda y una sola pregunta en la boca: ¿dónde está el dueño? Los campesinos, originarios de comunidades pobres al este de Guatemala, apenas recordaban el nombre de la persona que les había contratado por 4.500 quetzales. Los sicarios fueron decapitándolos uno a uno mientras recibían de los labriegos la misma respuesta: no sé dónde está. 

Dos hombres y una mujer sobrevivieron a la masacre. El primero de ellos, herido a machetazos, cerró los ojos entre los muertos y esperó a que llegara el silencio para escapar; otro fue trasladado a un hospital cercano “con los intestinos casi fuera”, según relataba el director del centro de salud; a una mujer le perdonaron la vida por estar embarazada y tener a su lado a un marido suplicante que clamaba piedad por su esposa e hijos. A ella la dejaron vivir. A él le cortaron la cabeza. Según el superviviente que se camufló entre los cadáveres, los sicarios llegaron a las siete de la tarde y terminaron de matar a las 3 de la madrugada.

Hace poco viajaba por la frontera con Guatemala, bordeando la selva de Montes Azules y llegando hasta las cercanías de Benemérito de las Américas. Este poblado, lugar de paso hacia Guatemala, se conoce por la fuerte presencia de narcotraficantes que han utilizado el absentismo político en la zona para salvaguardar la droga procedente de Sudamérica. El territorio ocupado por el narco se ha extendido hacia Petén, el departamento guatemalteco donde sucedió la masacre. Escribía entonces de una región anárquica con cientos de pasos ciegos entre uno y otro país. Tierra de desheredados, de comunidades donde conviven refugiados de la Guerra Civil guatemalteca y campesinos mexicanos expulsados de sus pueblos a cambio de un pedazo de selva en el rincón más olvidado de México. 

En el Petén la historia siguió un curso parecido. Una parte de las tierras fueron cedidas a refugiados de guerra y excombatientes de las cuatro guerrillas que conformaban la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), desmovilizados después de los Acuerdos de Paz de 1996. Muchos cabezas de familia emigraron a Estados Unidos dejando a cientos de mujeres a cargo de comunidades, mujeres que se unían a las viudas de una guerra fratricida donde el ejército asesinaba a familias indígenas acusados de insurgentes por el color de su piel. Con el gobierno del presidente Arzú se repartieron tierras en zonas marginales como pago por una herida nacional que hasta hoy no ha cicatrizado. 

Los ganaderos y organizaciones campesinas sindicalizadas han ido readquiriendo esas tierras y comprándosela (o robándosela) al pequeño propietario, bajo amenaza o por necesidad del labriego, que nadando en la miseria iba sumándose a los más de dos millones de guatemaltecos que el pasado año el gobierno declaró en situación de desnutrición y pobreza crónica. Los campesinos que hace años podían cosechar su pequeña milpa, son hoy contratados por finqueros y emigran a otras regiones en temporada de cosecha para llegar a casa con unas monedas más. Un grupo de esos campesinos fue contratado en la finca Los cocos, donde no habían cobrado su primer jornal cuando les llegó la muerte. Su sangre fue utilizada por los sicarios para poner mensajes amenazantes en las paredes. Entre esos mensajes se encontraba una firma: Z - 200. 

Guerra, migración, pobreza. A la deplorable situación social del noreste de Guatemala se ha sumado en los últimos años la presencia del crimen organizado. El cártel mexicano de los Zetas ha abierto una brecha delincuencial importante en Centroamérica. Esta organización criminal fue creada hace catorce años por el entonces capo del cartel del Golfo, Osiel Cárdenas, hoy recluido en un penal de máxima seguridad en Estados Unidos. Osiel llegó a constituir un ejército de mercenarios encargados de su seguridad; soldados de élite mexicanos que fueron entrenados en Estados Unidos y se vendieron a la causa del crimen organizado. El gobierno mexicano puso nombre a la cabeza de los Zetas: Heriberto Lazcano, “el Lazca”, o Z-3. 

Con la detención de Osiel Cárdenas hace ocho años, los Zetas ya habían aprendido lo suficiente en el negocio del narcotráfico y continuaron su rumbo al margen del cártel del Golfo, convirtiéndose en rivales directos por el control de la ruta del Atlántico y haciendo del estado de Tamaulipas una de las regiones más violentas del país. Los Zetas no se conforman con el trasiego de droga sino que han implementado otras fuentes de financiación más lucrativas que los estupefacientes, como la trata de migrantes y mujeres centroamericanas explotadas sexualmente en la frontera sur o en la capital mexicana. Los Zetas son hoy un grupo mafioso y sanguinario que opera en una gran parte del territorio mexicano. Utiliza a las pandillas más violentas, como La Mara Salvatrucha, para operar en el sur; entre sus sicarios han ido reclutando a ex kaibiles, soldados de élite entrenados en el Petén durante la guerra civil con métodos de supervivencia sanguinarios. Llegada la paz, muchos kaibiles fueron jubilados sin pensión antes de tiempo. La mujer embarazada que logró sobrevivir no conocía a ninguno de los sicarios, pero afirmó que todos se dirigían a un hombre al que llamaban “kaibil”.

El presidente de Guatemala, Álvaro Colom, ha decretado el estado de sitio en El Petén. La zona vuelve a militarizarse y las garantías individuales a diluirse en un Estado, otro más, incapaz de frenar la oleada de violencia originada por el mundo del narcotráfico. Los vecinos cierran las ventanas y las calles palpitan silencio. Ya nadie es de fiar en un lugar demasiado acostumbrado a la traición y el despotismo; una tierra que no deja de beber la sangre del campesino.

miércoles, 11 de mayo de 2011

La Marcha del Silencio


Cubierta con un pañuelo rojo hasta los ojos y en posición marcial, una niña de apenas seis años entona el himno zapatista. A su lado, más de quince mil hombres, mujeres y niños con los rostros encapuchados, crean un cántico unísono frente a la catedral de San Cristóbal de las Casas. Después de una década, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ha vuelto a tomar las calles del sur de México. Los insurgentes han desfilado de forma pacífica y en el más absoluto silencio. Una marcha de cuatro horas bajo un lema: “no más sangre”. 

En menos de una semana, el Gobierno mexicano ha visto desperezarse a dos gigantes dormidos: una de las dos guerrillas activas en el país, el EZLN, y el más poderoso, la población civil. La guerra iniciada por Felipe Calderón contra el narcotráfico ya se ha cobrado la vida de 35 mil personas, entre ellos víctimas en fuego cruzado, o enterrados en fosas comunes después de vivir un agónico secuestro. La violencia se ha adueñado de amplias regiones del país, desde el norte hasta el sur, donde no pasa un día sin que los diarios locales tengan que enviar a un fotógrafo para retratar asfaltos cubiertos de sangre. La sociedad vive arrinconada entre el miedo y el discurso cada vez menos creíble de un Gobierno empeñado en validar su estrategia de militarización, mientras las escuelas y los parques se llenan de niños sin nada que hacer, enquistados en la pobreza y esperando coger un arma para ganar dinero.

El poeta Javier Sicilia prometió una movilización contra esta situación y la ha cumplido. La muerte de su hijo, asesinado por miembros del cártel del Pacífico Sur, provocó la ira del escritor. El eco de su dolor no tardó en extenderse por el pueblo mexicano. El pasado jueves Sicilia inició una marcha de 90 kilómetros desde Cuernavaca hasta la ciudad de México, donde el domingo se congregaron más de cien mil personas reclamando justicia. Sicilia se ha convertido en el paradigma de cientos de familias que durante meses han convivido en silencio con el dolor y han visto en la palabra del poeta un rincón donde asirse y expresar su indignación.

Después de dos años “desaparecido”, el Subcomandante Marcos, líder del EZLN, ha publicado a través de la prensa varios comunicados en los que critica la estrategia de Calderón contra el crimen organizado y el apoyo a Javier Sicilia en sus demandas al Gobierno. Marcos movilizó el pasado sábado a las bases de apoyo zapatistas para gritar una consigna: “estamos hasta la madre. No más sangre”. El escenario era sobrecogedor. Quince mil supervivientes de la revolución armada del 94 volvían a tomar las calles, desarmados y ocultos en sus característicos pasamontañas, un símbolo con el que los indígenas pretenden llamar la atención después de haber permanecido en el olvido durante siglos, cuando todavía tenían el rostro descubierto. 

Han tenido que pasar diez años para ver un escenario similar. La última movilización zapatista se produjo en la Marcha del Color de la Tierra, que llevó los comandantes del EZLN por el país exigiendo el cumplimiento de los Acuerdos de Paz firmados en 1996 en San Andrés Larráinzar. Las comunidades autónomas zapatistas han desafiado el orden político tradicional, creando una sociedad con una sola jerarquía, la del respeto y la conciencia de un ser colectivo: “un mundo en el que quepan todos los mundos”. Las comunidades zapatistas llevan veinte años en resistencia y la mayor parte de ellos secuestrados por la marginación de un gobierno que ha decidido combatirles con la misma medicina de siempre: el olvido. Las armas eran demasiado ruidosas.

En esta última marcha no ha habido reclamos políticos más allá de la bandera negra con la estrella roja del EZLN. Las mujeres portaban pancartas con una misma idea: queremos un país en paz. A la espalda llevaban a sus bebés, que respetan estoicos el silencio de sus padres como si las lágrimas estuvieran prohibidas. Los quince mil manifestantes, llegados de la selva y la montaña chiapaneca, se fueron extendiendo por la Plaza de la Paz cristobalense en riguroso orden, llenando cada rincón de la calles ante el asombro de los turistas que recorrían la ciudad. Sobre un altar improvisado los comandantes David, Tacho y Guillermo, vestidos con indumentaria tradicional indígena, leyeron un comunicado en español, tzotzil y tzeltal. Aquí un extracto:

Pueblo de México y pueblos del mundo:
Hermanas y hermanos:
compañeras y compañeros:

Hoy estamos aquí miles de hombres, mujeres, niños y ancianos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional para decir nuestra pequeña palabra.

Hoy estamos aquí porque personas de corazón noble y dignidad firme nos han convocado a manifestarnos para parar la guerra que ha llenado de tristeza, dolor e indignación los suelos de México.

Porque nos hemos sentido llamados por el clamor de justicia de madres y padres de niños y niñas que han sido asesinados por bala y por la altanería y torpeza de los malos gobiernos.
….

Hace unos días empezó a caminar en silencio el paso de un padre que es poeta, de unas madres, de unos padres, de unos parientes, de unos hermanos, de unas amistades, de unos conocidos, de seres humanos.

Estas personas honestas están pidiendo, demandando, exigiendo del gobierno un plan que tenga como principales objetivos la vida, la libertad, la justicia y la paz.

Y el gobierno les responde que seguirá con su plan que tiene como principal objetivo la muerte y la impunidad.

Estas personas no buscan ser gobierno, sino que buscan que el gobierno procure y cuide la vida, la libertad, la justicia y la paz de los gobernados.

Su lucha no nace del interés personal.

Nace del dolor de perder a alguien que se quiere como se quiere a la vida.

Los gobiernos y sus políticos dicen que criticar o no estar de acuerdo con lo que están haciendo es estar de acuerdo y favorecer a los criminales.

Los gobiernos dicen que la única estrategia buena es la que ensangrienta las calles y los campos de México, y destruye familias, comunidades, al país entero.

Pero quien argumenta que tiene de su lado la ley y la fuerza, sólo lo hace para imponer su razón individual apoyándose en esas fuerzas y esas leyes.

Y no es la razón propia, de individuo o de grupo, la que debe imponerse, sino la razón colectiva de toda la sociedad.

Y la razón de una sociedad se construye con legitimidad, con argumentos, con razonamientos, con capacidad de convocatoria, con acuerdos.

Porque de eso se trata todo esto, compañeras y compañeros.
De una lucha por la vida y en contra de la muerte.

No se trata de ver quién gana de entre católicos, evangélicos, mormones, presbiterianos o de cualquier religión o no creyentes.

No se trata de ver quién es indígena y quién no.

No se trata de ver quién es más rico o más pobre.

No se trata de quien es de izquierda, de centro o de derecha.

No se trata de si son mejores los panistas o los priístas o los perredistas o como se llame cada quien o todos son iguales de malos.

No se trata de quien es zapatista o no lo es.

No se trata de estar con el crimen organizado o con el crimen desorganizado que es el mal gobierno.
No.

De lo que se trata es de que para poder ser lo que cada quien escoge ser, para poder creer o no creer, para elegir una creencia ideológica, política o religiosa, para poder discutir, acordar o desacordar, son necesarias la paz, la libertad, la justicia y la vida.
Y nosotros, las zapatistas, los zapatistas, elegimos luchar por la vida, es decir, por la justicia, la libertad y la paz.

Desde las montañas del sureste mexicano.
Por el Comité Clandestino Revolucionario Indígena. Comandancia General del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, 7 de mayo del 2011


jueves, 5 de mayo de 2011

A los pies de un volcán te escribo...


Cuando tuve al Etna frente a mi sentí un ligero escalofrío, de esos inspirados por una conciencia mortal (o mortal conciencia) que observa con asombro una imagen insumisa a la extinción. Sicilia parecía abarcable desde la cima del volcán que divide las provincias de Mesina y Catania mucho antes de que Jesucristo se convirtiera en el barómetro del tiempo. El recuerdo se erosiona con el río de los años, pero el Etna continúa emergiendo con fuerza cuando viajo a los recuerdos polvorientos de Italia.

Un puñado de años después tengo la misma sensación frente a la cumbre más alta de México. El Citlaltepetl (“cerro de la estrella”) es un gigante de piedra que se eleva a 5.610 metros sobre el nivel del mar; un volcán clásico, hermosamente infantil, de esos que un día se dibujan en un cielo azul y al otro se ocultan bajo el velo de la niebla. Dice la leyenda que una guerrera olmeca llamada Nahuani falleció en esta zona oriental del país durante una cruenta batalla. Viajaba con ella un halcón llamado Orizaba, su guía y consejero. Al ver a Nahuani morir, el halcón se elevó hacia el cielo y se dejó caer en picado atravesando la tierra y haciéndola emerger en forma de montaña. Los aztecas dieron al volcán el nombre de Poyautécatl, “el señor de la niebla”. Para mí, es ya un sherpa en las noches que amenazan con retrasar el alba.

Cerca de volcán…
Entre la voz de los comerciantes resuenan los cascos de un caballo. Lo cabalga un hombre de piel oscura bajo un sombrero de paja, como dibujado en un paisaje arcano. Me siento frente a la catedral y caliento mis manos con una taza de café mientras recuerdo mis primeros pasos en el país, cuando cada una de las imágenes, olores y texturas, los iba cosiendo como parches en un trapo de experiencias llamado México. El café frente a la plaza de Coscomatepec tiene ese olor inconfundible. De calles empedradas y un colorido mercado que emana olor a tierra húmeda, Cosco es la villa más habitada antes de adentrase por los valles del volcán.

Continúo rumbo al norte. El camino hacia la cumbre se estrecha en calles de tierra bordeados por pequeñas parcelas cultivadas con chayote. Según me acerco a las faldas del volcán se desfigura la montaña y el paisaje se vuelve agreste, con enormes quebradas de piedra y un bosque casi desértico en una parte importante de su superficie. Cada año se extraen siete millones de pesos de madera ilegal y el Parque ya ha perdido un 85% de su cobertura forestal, una herida mucho más profunda que arrancar una simple cabellera.

A orillas de los barrancos se encuentran “los hijos de la niebla”, niños con las mejillas abofeteadas por el frío que visten ropa holgada, o pequeña, dependiendo del hermano del que la hayan heredado. Son harapos camaleónicos que se camuflan mejor en la tierra cuanto más rasgados estén. Debemos la vida a una tierra rica que nos da de comer, aunque la naturaleza más adánica, la original, tiene una fachada esencialmente pobre. No admite corbatas, y sí parece engalanarse con la desnudez y las botas sucias. La tierra mancha la piel y reverdece el alma, aunque en su estado más primitivo también es solitaria, no quiere intrusos, no les da nada. En las faldas del volcán hay alrededor de 27 mil habitantes retando la soledad del volcán. Son pequeñas aldeas distribuidas por las laderas con hombres y mujeres que viven como pueden. Contagiados por el silencio volcánico, apenas hablan ni creen en la necesidad de la palabra. 

La maestra de una escuela rural y varias madres me ceden su voz por unos minutos para hablarme de la vida en Citlaltepetl. Sus habitantes extraen de la tierra lo único que les da, madera. Elaboran cajas para transportar frutas y verduras, un proceso de producción en el que participa toda la familia, desde la abuela que carga en alforjas las ramas taladas, al niño que después de la escuela dedica las tardes a cortar leños. Una gran parte del suelo es improductivo, con tierras escarpadas y un clima hostil que apenas les permite cultivar maíz: “cuando no nos lo tira el viento”, dice una de las mujeres ataviada con falda y un rebozo sobre los hombros.

¿Quién querría vivir en una tierra tan inhóspita? Algunos creen que las comunidades del volcán se fundaron después de la Reforma Agraria llevada a cabo por Lázaro Cárdenas, el presidente mexicano que abrió la puerta a los exiliados españoles durante la Guerra Civil, un gesto que me recuerda no sólo a esa España republicana que creo amar, sino el infierno del migrante y el refugiado que en Europa recibe portazos en la cara, ayer en Lanzarote y hoy en Lampedusa. Otros creen que estos poblados fueron creándose después de la Revolución Mexicana de 1910, levantados por familias refugiadas en los montes que acabaron haciendo vida en la clandestinidad. La realidad de hoy habla de familias pobres que soportan temperaturas de dos grados durante más de la mitad del año, durmiendo entre láminas de madera y caminando horas para llegar a una clínica. Los niños sufren enfermedades respiratorias agudas que no pocas veces terminan con la muerte. El volcán sigue reclamando su cuota de soledad y el gobierno se la da gustosamente, olvidando que hay 20 mil almas viviendo a sus pies.

Llego hasta la última comunidad habitada del volcán, a unos 3 mil y pico metros de altitud. Jalco está emplazado sobre una enorme explanada de tonalidades blancas y amarillas. Las poco más de treinta casas de madera están dispersas y la gente mira con desconfianza. Soy de ese tipo de visitas inesperadas, que nunca llega, o no debería llegar. Si el lugar se cubriera de nieve podría parecer uno de esos campamentos de Yukón o Alaska descritos por Jack London a finales del XIX. No hay aventureros llegando a los límites del continente norteamericano en busca de oro, pero si la estampa de una vida que parece estar de paso, esperando una oportunidad que nunca llega. Adelante sólo hay silencio y un bello camino hacia la cima volcánica. Con el viento corre el rumor de Nahuani. Pasarán los hombres y la horas, pero el señor de la niebla continuará esperando aquí eternamente.