martes, 27 de julio de 2010

Cómo medir la pobreza en México



Una mujer carga a su hijo envuelto en una bandera cosida con la imagen de un santo que eleva su mano al cielo en una actitud de bendición. Alrededor del niño y la mujer, cientos de personas se apiñan como un embudo en la entrada de la iglesia de san Hipólito, en el centro del Distrito Federal. Todos llevan escapularios, camisetas, llaveros y esculturas de madera o cerámica con la imagen de ese hombre barbado, apoyado en un báculo y una oveja a sus pies al que llaman San Judas Tadeo, el apóstol de las causas imposibles o desesperadas.
Los días 25 de cada mes, las calles aledañas y el pórtico de la iglesia se convierten en un mercado informal invadido por los gritos de los comerciantes: “¡San Juditas, San Juditas, a 20, llévate a San Juditas por 20!” No es ningún jugador de fútbol ni una estrella de cine, pero esta figura bíblica sería un fichaje estrella para cualquier empresa que piense en ingresos rápidos por derechos de imagen.
Cuenta el historiador Antonio Velasco Piña que el santo empezó a ser venerado en los años 20 del siglo pasado en una capilla montada por una comunidad latina en Chicago. Allí empezó todo. Esa comunidad regresó algún día a México y la devoción por San Judas se extendió por todos los estratos de la sociedad, sobre todo por las comunidades pobres. Las chozas de madera en la montaña, los cubículos de las ciudades y las casas de cartón bajo los puentes, quedaron vestidas con la imagen del santo. Los pobres se armaron de fe y, ésta, tenía unas señas de identidad: la de los olvidados. Policías y ladrones se dan hoy la mano frente al altar de san Hipólito, sabiendo que a la salida los unos se pondrán uniformes y los otros una media en la cabeza. Pero delante de San Judas, todos somos desamparados.
¿Por qué él? Es un misterio.
El inicio de las imágenes más adoradas en México suele explicarse con leyendas. Ahí está la Virgen de Guadalupe, símbolo patrio y adoración del pueblo mexicano, creyente o ateo, unaa imagen de rasgos indígenas que se apareció a un niño llamado Juan Diego en lo alto del cerro Tepeyac. También la Santa Muerte, un dios venerado por mayas, zapotecos y aztecas, al que hoy le otorgan poderes en el amor o la salud, pero que la Iglesia , como hace quinientos años, sigue condenando por diabólico. O qué tal con Malverde, una leyenda cercana a la figura de Robin Hood que, dicen, es objeto de adoración por algunos de los narcos más siniestros de México.
Decía el sacerdote de San Hipólito que los libros de peticiones que hay en la iglesia son un barómetro perfecto de la situación laboral y emocional en México, mejor que cualquier estudio de las decenas de comisiones estatales que abogan por los derechos humanos en este país. Y no le falta razón. En el 2008 se firmaron hasta 3000 libros repletos de nombres y peticiones a San Judas Tadeo: ahora un milagro por un padre enfermo, luego un poquito de dinero para alimentar a mis cinco hijos, que un perdón por haber robado,… La situación de México, según el barómetro de San Hipólito, está jodida. Pero san Juditas puede con todo eso, y más.
¿Por qué los 25 de cada mes? Es un misterio.
El metro se llena de gente pintada y vestida con la imagen de San Judas y llama la atención la cantidad de jóvenes que hay entre ellos. Adolescentes de 13 o 14 años que acuden en pandilla al llamado del altar. La devoción en México se aprende desde la cuna, sobre todo cuando se trata de imágenes que habitan en el cielo, uno de los pocos lugares donde cincuenta millones de personas en situación de pobreza, pueden viajar con esperanza.

martes, 20 de julio de 2010

Entre las rejas

Las cárceles suelen ser el reflejo de la sociedad. Algunas son más violentas que otras, gobierna el dinero o el cuchillo, hay hacendados y plebe. En México los reclusorios son criaderos de delincuentes, asesinos, narcos organizados, y curiosamente, entre ellos, ni un político. La violencia y la corrupción que se vive en muchas ciudades y pueblos del país siguen su curso entre las rejas, con la misma barbarie, con la misma impunidad.
Aquí el extracto de un joven de 24 años que entrevisté después de pasar cuatro meses en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México, o RENO, como lo llaman quienes han vivido esa pesadilla.
Alan es un pandillero del DF que fue detenido cuando salía de trabajar de un table-dance. Servía copas a los clientes y fue arrestado por la policía cuando salía del garito. Se encendía un cigarro cuando le sorprendieron acusándole de robo a una mujer que tenía en frente de sus narices y que jamás había visto. Alan reconoce haber vivido días de violencia como pandillero, cruces de navaja y balas, pero asegura, jura y promete por lo más sagrado, que nunca robó ni, mucho menos, tocó a esa mujer.
Alan es una víctima más de lo que está sucediendo en las ciudades de México. Jóvenes sin oportunidades de trabajo, educados en escuelas de vicio, abandonados a su suerte por un gobierno que derrocha el dinero en campañas electorales y sueldos desorbitantes a miles de funcionarios que sólo van a la oficina para calentar el asiento.
A pesar de haber vivido situaciones dramáticas en su vida, Alan llora tímidamente en un momento de la entrevista. Tiene miedo, dice que duerme como un feto en la cama, como si estuviera todavía metido en ese cubículo sin luz. Entonces abre los ojos y ve que ya está en casa, en una habitación junto a sus padres. Alan es un chico de la calle, marcado por el estigma de la violencia, que cualquier día puede engrosar la lista de sicarios que trabajan para el narco y, al menos, aunque sepa que morirá en menos de dos años, podrá vivirlos como esos que dirigen el destino del país.
“Se me hicieron eternos los cuatro meses. Al principio fumaba droga y no quería saber nada de lo que había fuera. Me despertaba, fumaba y me volvía a dormir. Teníamos que acomodarnos 25 personas en una celda, había cábalas (chicos) que se colgaban, amarrábamos cobijas y se dormían arriba, otros en el suelo… Podría haber como cinco colgados y diez o doce en el suelo,… No te puedes mover en toda la noche, si no, ya te andas pegando con el otro.
A mí me golpearon como mes y medio. Me golpeaban todas las noches. Las jefas (nombre que les dan a los líderes que manejan la droga y suministros en la cárcel) suelen pertenecer a cárteles como los Zetas o la Familia Michoacana. Muchos tienen escolta y desde ahí manejan todo. Tienen chicas que meten la droga y ni siquiera las cachean al entrar. La policía lo sabe pero ellos cobran buenas mordidas (dinero) por hacer la vista gorda. Cuando estaba allí se fugaron unos narcotraficantes pesadotes. Los veías mugrosos, barbones, como si no fueran nadie… Secuestraron al hijo del custodio de la cárcel y ellos salieron por la puerta grande. Ahora sí que salieron con un sello (irónicamente, en referencia a al sello que ponen en el acta del recluso cuando queda en libertad).
Me impactó lo que puedes llegar a ver. Cábolas que se corbatean (suicidan) porque no aguantan la presión. Si no tienes dinero o quieres que no te hagan nada, las jefas le dicen al cábola que quieren tener sexo con su mamá, su esposa o su hija cuando vayan a visitarles…
A diario había dos o tres muertos. Los atraviesan con fierros. De repente pasas por una celda y ves las sábanas blancas cubriéndoles… Hay gente que no puede aguantar la presión y acuchilla en la noche a quien el día anterior le estaba amenazando. No cualquiera aguanta la presión ahí dentro. Si te piden 60.000 pesos y te dicen que si no los das te van a matar… ¿qué haces? ¿Hablar con los policías que están comprados por ellos? Si denuncias, el policía le dice al compañero ¡llévatelo y dale una madriza por puto! Son experiencias que no se la desearía ni a mi peor enemigo. El recordarlo da miedo.
Había cábolas de 21 años que se drogaban y te decían: quiero matar. Les drogan para que lo que hagan, para que maten dentro de la cárcel. Ahí dentro también quieren el control de la droga porque se mueve mucho dinero, es como una ciudad. Hay gente que vive mejor ahí dentro que a fuera por todo lo puedes conseguir. El nivel de adicción es tan grande que si bajas la calidad de la droga te metes en un pedo.
Vi muchos Zetas pero ni siquiera se conocen entre ellos, es sólo el puro negocio. No hay compañerismo o afinidad entre ellos. Conocí a uno de los zetas, traía una zeta enorme en la espalda. Ese cábola me platicó cuántos muertos bajó, cuántos muertos acomodó. “ A mí lo que me sobra es dinero”, decía. Mataron a sus padres, a sus hermanos… Ya están solos en la vida, ya no les importa nada. Tenía como 26 años.
Todo lo que existe fuera allí dentro lo hay: pizza, camarones, hamburguesas, tacos de guisados, gorditas, incluso una hamburguesería que llaman Mc Reno (Reclusorio Norte).Hay gente que viene de prisiones de máxima seguridad en Estados Unidos y aquí no hace nada, se lo comen. Hoy todavía no puedo dormir bien. Pienso que estoy allí metido y veo la sangre, todo ese mundo…”.