domingo, 5 de septiembre de 2010

Rumbo al Sur



Llegamos a San Cristóbal de las Casas con la casa a cuestas. Mientras arrastramos cuatro o cinco maletas llenas de libros, ropa y algún recuerdo, Claudia me abraza con su mirada y sonríe para decirme que parecemos gitanos. “Pues sí, pero ¿no es hermoso saber que tu vida cabe en una maleta?” La pregunta nunca tendrá respuesta. Ni de ella ni de mí.

Nos fuimos por descarte y porque tenía que ser, como siempre, con poco racionalismo y mucha corazonada. Revolvimos la rosa de los vientos, imaginamos lagos, volcanes y desiertos, pusimos el dedo en el mapa de Latinoamérica y salió la hermana “República de Chiapas”. Así llaman en el resto de México a este estado sureño, vecino de Guatemala y órbita del indigenismo maya.

Tan lejos queda Chiapas que se olvidaron de él durante siglos. El reloj se puso en marcha hace quinientos años y cada segundo desde entonces ha sido un látigo sobre la espalda del indígena, el obrero, el campesino,… Pero cuando ya no había aliento para la esperanza, cuando el gobierno exigía su derecho a pelear entre los países magnates de la conciencia económica terrestre, de repente, el reloj se paró. Era el año 94, y unos cuantos hombres y mujeres de la tierra se pusieron pasamontañas para que les miraran de una vez por todas a la cara. “Ocultamos nuestros rostros para ser vistos, para ser escuchados”, proclamaban comandantes de etnias tzotziles, tojolabales o choles.

Chiapas es la gran contradicción de México; el estado con más pobreza social y el más rico en recursos naturales. Adivinen quiénes están jodidos: los que viven en la montaña ó los que hacen números desde las oficinas del Distrito Federal.

Dicen que hay un antes y un después del 94, un antes y un después de Marcos. Está claro que el indígena ya no tiene que reverenciar el paso del mestizo por la acera; está claro que el indígena ha ganado su espacio, aunque sea en las cimas de las montañas; está claro que un Occidente nostálgico de aventuras dirigió su mirada a un mísero pueblo que seguían a un hombre armado y con pipa reclamando tierra y libertad; está claro que esa mirada significó miles de dólares y que esa mirada descubierta entre el pasamontañas era más sincera que cualquier discurso en un congreso internacional. Lo que no está tan claro es si ese mundo que olvida con tanta rapidez, está dispuesto a recordar que, a pesar de todo, todavía no se ha hecho nada.

Aquí estamos, muy cerquita de Marcos y los suyos, lejos del pasado y en una pequeña aldea que los panfletos turísticos catalogan como pueblo mágico. San Cristóbal de las Casas es una simbiosis de indigenismo, arquitectura colonial y el detalle ’mono’ que le han puesto los muchos europeos que han llegado al pueblito encantados con el aire místico de ‘Sancris’ y la revolución zapatista.
El otro día conocimos a un español , originario de Madrid y habitante durante muchos años de un pueblo de Palencia. Dice que nunca ha pisado el DF, “imagínate, yo que he estado viviendo durante años en un pueblito con menos de 80 habitantes”, dice. Antonio es una evidencia más de que las modas no son pasajeras. Un día sintió el llamado de las rastas y las camisetas decoloradas y hoy, a sus cuarenta y tantos, sigue mimando su sueño.

Antonio trabaja para un colegio de “educación alternativa”, donde Gandhi es el gran maestro, está prohibido prohibir, y además de lengua y mates, se aprende carpintería y cultivo de hortalizas.
Así es, en parte, San Cristóbal: un lugar abierto a las experiencias, a la idea de que otro mundo es posible. Pero ésta, ahora nuestra casa, es sólo la pequeña joya de Chiapas. Cerca, en los cerros desdibujados por la neblina, se encuentran las brasas de un movimiento que reclama lo más noble y arcano de todos los tiempos: tierra, justicia y libertad. Las maletas hacen que vayamos lentos, pero algún día llegaremos hasta arriba.

lunes, 30 de agosto de 2010

72 vidas por un sueño


Conteniendo la respiración, sin pestañear, oculto entre la sangre de 72 cadáveres, con una bala en su cuello y a sólo 180 kilómetros de alcanzar un sueño: Estados Unidos. Lo que pudo pasar por la mente de ‘Freddy’ la tarde del martes en un rancho al noreste de México es, de momento, tan árido como el paisaje donde este inmigrante ecuatoriano contaba los minutos que le quedaban de vida rodeado de algunos de los sicarios más sanguinarios de México.
La única fotografía distribuida por la prensa internacional presagia lo peor: un joven de 18 años dormido en la habitación de algún hospital, con los párpados hinchados, el torso lleno de vendas y totalmente desvanecido. Freddy Lala Pomavilla es testigo protegido y el único superviviente de la mayor matanza perpetrada por el crimen organizado en un país con 28.000 muertos en cuatro años derivados de la guerra contra el narcotráfico.
A pesar de vivir cada día con la muerte en los talones, el pasado martes la crueldad llegó al paroxismo y dejó sin aliento al país. De golpe, 52 hombres y 14 mujeres fueron encañonados por un grupo de secuestradores supuestamente pertenecientes al cartel de Los Zetas, un sanguinario grupo de sicarios ‘aficionados’, entre otras cosas, a colgar las cabezas de sus víctimas por los puentes y plazas públicas de la geografía mexicana.
A la espera de que identifiquen los cuerpos, y basados en el testimonio de Freddy, las autoridades afirman que las víctimas son inmigrantes procedentes de Brasil, Ecuador, El salvador y Honduras. Los 73 inmigrantes fueron secuestrados y transportados a un rancho en la localidad de San Fernando, estado de Tamaulipas, cuando trataban de alcanzar la frontera que une México con Estados Unidos. Según el testimonio del joven ecuatoriano, sus captores trataron de extorsionarles, pidiéndoles dinero primero, y ofreciéndoles trabajo como sicarios después. Su negativa fue una sentencia de muerte para todos. También para los delincuentes.
Faltó una bala para matar a un naufrago entre ese mar de cadáveres. Freddy conservaba un aliento de vida que aprovechó para levantarse y caminar varios kilómetros por tierra desconocida hasta llegar a un control policial. Las pocas palabras que logró transmitir a las fuerzas de seguridad mexicanas son simples y desgarradoras: “escuché gritos, súplicas, disparos…”
Esa misma noche unidades de la armada mexicana cercaron el rancho con ayuda de helicópteros. Murieron tres secuestradores y un marino. Un menor de edad era detenido mientras los militares encontraban los cuerpos sin vida de los 72 inmigrantes amontonados en una bodega.
Todo comenzó con una ilusión que Freddy alimentaba en una casa de adobe en su aldea natal de Zer, una olvidada localidad de agricultores al sur de Ecuador, sin agua potable, sin alcantarillado… sin nada. Freddy esperaría hasta cumplir los 18 años, sacaría su pasaporte y prometería 11.000 dólares a un coyote para que le llevara a Estados Unidos con una mochila al hombro y su deuda a cuestas. Lo habían hecho decenas de amigos, lo habían hecho sus padres. Él no era menos. Hace un mes le comunicó a su mujer, sólo a ella, que había llegado la hora. “Me llamó hace una semana para decir que estaba bien, que llegó a Guatemala y que iba a seguir viajando”, relataba el pasado miércoles Angelita Lala, esposa de Freddy, al diario ecuatoriano El Comercio.
Freddy pretendía reunirse con sus padres en Estados Unidos para ayudarles a pagar una deuda de 9.000 dólares que desde hace siete años tenían pendiente con sus coyoteros. Estaban desempleados y apenas enviaban 50 dólares al mes, pero el sueño americano tarda en diluirse. Freddy mandaría dinero para alimentar a su mujer y una hija de cuatro meses que crecía en su vientre. Era el consuelo del matrimonio después de que su primer hijo muriera cuando todavía no había cumplido un año. Las desgracias no acabaron ahí. Faltaban 180 kilómetros para llegar a Texas cuando los supuestos miembros del cartel de los Zetas se cruzaron en su camino y en el de todos sus compañeros de viaje. Acabaron sepultados por las balas. Sólo él sobrevivió.
Más de 200.000 latinoamericanos como Freddy cruzan cada año la frontera sur de México con la esperanza del alcanzar el sueño americano. Aunque poco o nada importan para los gobiernos de sus respectivos países, sólo cuando llegan a México empiezan a comprender lo que significa la vida en territorio de nadie. “Reciben palizas, son extorsionados y sometidos a abusos sexuales, muchas veces ante la complicidad de las fuerzas de seguridad local, estatal o federal. Los vemos llegar cada día subidos en ese tren de mercancías. Muchos llegan llorando porque han vivido una pesadilla que nunca olvidarán”, afirma el padre Alejandro Solalinde, responsable de la Casa del Migrante en Ixtepec, en el estado sureño de Oaxaca.
Entre las grabaciones recogidas en el refugio de migrantes “Hermanos en el Camino”, se encuentran mujeres que relatan entre lágrimas como hombres con aliento a pulque hacen cola ante ellas para violarlas. Pero la del migrante parece la condena de Sísifo. Ellos continúan caminando, quizá porque nada es peor que su vida en Guatemala, Honduras, El Salvador, o la pequeña aldea de Zer, donde sólo les espera una larga agonía de treinta años viendo cómo sus hijos pasan hambre y ellos se queman el corazón pensando que no son nada. Caminan horas y horas con la amenaza suspirándole al oído, pero siguen mirando al frente porque atrás sólo han dejado una tierra de nadie, otra más. Su tierra.
La Mara Salvatrucha, Los Zetas, la Compañía,… Desde hace tres años las denuncias por secuestros de inmigrantes tienen los mismos nombres y un mismo espacio: la ruta del Atlántico, que incluye Chiapas, Tabasco, Veracruz y Tamaulipas. En estos estados se han perpetrado la mayor parte de los 10.000 secuestros de indocumentados que la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) registró entre septiembre de 2009 y febrero de 2010. “Más del cincuenta por ciento de los ingresos brutos anuales de estas bandas criminales viene de contrabando, piratería, secuestro, corrupción, pornografía, trafico de personas… La droga es sólo una pantalla, sobre todo si hablamos de un grupo como Los Zetas”, afirma en entrevista el asesor de Naciones Unidos para asuntos de narcotráfico, Edgardo Buscaglia.
Ni las descripciones de los testigos, ni las decenas de denuncias de distintas organizaciones parecen inmutar a las autoridades migratorias mexicanas. La propia CNDH estimó que los carteles de la droga obtienen 25 millones de dólares semestralmente sólo por secuestros en los que hacen pagar a la familiares entre 2000 y 3000 dólares por la liberación del inmigrante. Pero la trata de personas tiene otras variantes. A veces comercian con menores de edad para explotarlas sexualmente en los cientos de tugurios que se extienden por la frontera sur, les obligan a vender cigarrillos por las calles de Tapachula o, sencillamente, les obligan a apretar un gatillo si son miembros de una pandilla en los cinturones de miseria del Distrito Federal. Todo a la luz del día.
No es extraño que en México aparezcan cadáveres amontonados en algún punto del país. En el mes de mayo encontraron 55 cerca de la ciudad de Taxco, al sur de México; 51 más aparecieron en el mes de julio en distintas fosas distribuidas por el estado de Nuevo León, al norte. Pero la última matanza no sólo sorprendió por el número de muertes. Lo que más ha indignado ha sido conocer el origen de las víctimas: 72 migrantes en busca del sueño americano.


martes, 27 de julio de 2010

Cómo medir la pobreza en México



Una mujer carga a su hijo envuelto en una bandera cosida con la imagen de un santo que eleva su mano al cielo en una actitud de bendición. Alrededor del niño y la mujer, cientos de personas se apiñan como un embudo en la entrada de la iglesia de san Hipólito, en el centro del Distrito Federal. Todos llevan escapularios, camisetas, llaveros y esculturas de madera o cerámica con la imagen de ese hombre barbado, apoyado en un báculo y una oveja a sus pies al que llaman San Judas Tadeo, el apóstol de las causas imposibles o desesperadas.
Los días 25 de cada mes, las calles aledañas y el pórtico de la iglesia se convierten en un mercado informal invadido por los gritos de los comerciantes: “¡San Juditas, San Juditas, a 20, llévate a San Juditas por 20!” No es ningún jugador de fútbol ni una estrella de cine, pero esta figura bíblica sería un fichaje estrella para cualquier empresa que piense en ingresos rápidos por derechos de imagen.
Cuenta el historiador Antonio Velasco Piña que el santo empezó a ser venerado en los años 20 del siglo pasado en una capilla montada por una comunidad latina en Chicago. Allí empezó todo. Esa comunidad regresó algún día a México y la devoción por San Judas se extendió por todos los estratos de la sociedad, sobre todo por las comunidades pobres. Las chozas de madera en la montaña, los cubículos de las ciudades y las casas de cartón bajo los puentes, quedaron vestidas con la imagen del santo. Los pobres se armaron de fe y, ésta, tenía unas señas de identidad: la de los olvidados. Policías y ladrones se dan hoy la mano frente al altar de san Hipólito, sabiendo que a la salida los unos se pondrán uniformes y los otros una media en la cabeza. Pero delante de San Judas, todos somos desamparados.
¿Por qué él? Es un misterio.
El inicio de las imágenes más adoradas en México suele explicarse con leyendas. Ahí está la Virgen de Guadalupe, símbolo patrio y adoración del pueblo mexicano, creyente o ateo, unaa imagen de rasgos indígenas que se apareció a un niño llamado Juan Diego en lo alto del cerro Tepeyac. También la Santa Muerte, un dios venerado por mayas, zapotecos y aztecas, al que hoy le otorgan poderes en el amor o la salud, pero que la Iglesia , como hace quinientos años, sigue condenando por diabólico. O qué tal con Malverde, una leyenda cercana a la figura de Robin Hood que, dicen, es objeto de adoración por algunos de los narcos más siniestros de México.
Decía el sacerdote de San Hipólito que los libros de peticiones que hay en la iglesia son un barómetro perfecto de la situación laboral y emocional en México, mejor que cualquier estudio de las decenas de comisiones estatales que abogan por los derechos humanos en este país. Y no le falta razón. En el 2008 se firmaron hasta 3000 libros repletos de nombres y peticiones a San Judas Tadeo: ahora un milagro por un padre enfermo, luego un poquito de dinero para alimentar a mis cinco hijos, que un perdón por haber robado,… La situación de México, según el barómetro de San Hipólito, está jodida. Pero san Juditas puede con todo eso, y más.
¿Por qué los 25 de cada mes? Es un misterio.
El metro se llena de gente pintada y vestida con la imagen de San Judas y llama la atención la cantidad de jóvenes que hay entre ellos. Adolescentes de 13 o 14 años que acuden en pandilla al llamado del altar. La devoción en México se aprende desde la cuna, sobre todo cuando se trata de imágenes que habitan en el cielo, uno de los pocos lugares donde cincuenta millones de personas en situación de pobreza, pueden viajar con esperanza.

martes, 20 de julio de 2010

Entre las rejas

Las cárceles suelen ser el reflejo de la sociedad. Algunas son más violentas que otras, gobierna el dinero o el cuchillo, hay hacendados y plebe. En México los reclusorios son criaderos de delincuentes, asesinos, narcos organizados, y curiosamente, entre ellos, ni un político. La violencia y la corrupción que se vive en muchas ciudades y pueblos del país siguen su curso entre las rejas, con la misma barbarie, con la misma impunidad.
Aquí el extracto de un joven de 24 años que entrevisté después de pasar cuatro meses en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México, o RENO, como lo llaman quienes han vivido esa pesadilla.
Alan es un pandillero del DF que fue detenido cuando salía de trabajar de un table-dance. Servía copas a los clientes y fue arrestado por la policía cuando salía del garito. Se encendía un cigarro cuando le sorprendieron acusándole de robo a una mujer que tenía en frente de sus narices y que jamás había visto. Alan reconoce haber vivido días de violencia como pandillero, cruces de navaja y balas, pero asegura, jura y promete por lo más sagrado, que nunca robó ni, mucho menos, tocó a esa mujer.
Alan es una víctima más de lo que está sucediendo en las ciudades de México. Jóvenes sin oportunidades de trabajo, educados en escuelas de vicio, abandonados a su suerte por un gobierno que derrocha el dinero en campañas electorales y sueldos desorbitantes a miles de funcionarios que sólo van a la oficina para calentar el asiento.
A pesar de haber vivido situaciones dramáticas en su vida, Alan llora tímidamente en un momento de la entrevista. Tiene miedo, dice que duerme como un feto en la cama, como si estuviera todavía metido en ese cubículo sin luz. Entonces abre los ojos y ve que ya está en casa, en una habitación junto a sus padres. Alan es un chico de la calle, marcado por el estigma de la violencia, que cualquier día puede engrosar la lista de sicarios que trabajan para el narco y, al menos, aunque sepa que morirá en menos de dos años, podrá vivirlos como esos que dirigen el destino del país.
“Se me hicieron eternos los cuatro meses. Al principio fumaba droga y no quería saber nada de lo que había fuera. Me despertaba, fumaba y me volvía a dormir. Teníamos que acomodarnos 25 personas en una celda, había cábalas (chicos) que se colgaban, amarrábamos cobijas y se dormían arriba, otros en el suelo… Podría haber como cinco colgados y diez o doce en el suelo,… No te puedes mover en toda la noche, si no, ya te andas pegando con el otro.
A mí me golpearon como mes y medio. Me golpeaban todas las noches. Las jefas (nombre que les dan a los líderes que manejan la droga y suministros en la cárcel) suelen pertenecer a cárteles como los Zetas o la Familia Michoacana. Muchos tienen escolta y desde ahí manejan todo. Tienen chicas que meten la droga y ni siquiera las cachean al entrar. La policía lo sabe pero ellos cobran buenas mordidas (dinero) por hacer la vista gorda. Cuando estaba allí se fugaron unos narcotraficantes pesadotes. Los veías mugrosos, barbones, como si no fueran nadie… Secuestraron al hijo del custodio de la cárcel y ellos salieron por la puerta grande. Ahora sí que salieron con un sello (irónicamente, en referencia a al sello que ponen en el acta del recluso cuando queda en libertad).
Me impactó lo que puedes llegar a ver. Cábolas que se corbatean (suicidan) porque no aguantan la presión. Si no tienes dinero o quieres que no te hagan nada, las jefas le dicen al cábola que quieren tener sexo con su mamá, su esposa o su hija cuando vayan a visitarles…
A diario había dos o tres muertos. Los atraviesan con fierros. De repente pasas por una celda y ves las sábanas blancas cubriéndoles… Hay gente que no puede aguantar la presión y acuchilla en la noche a quien el día anterior le estaba amenazando. No cualquiera aguanta la presión ahí dentro. Si te piden 60.000 pesos y te dicen que si no los das te van a matar… ¿qué haces? ¿Hablar con los policías que están comprados por ellos? Si denuncias, el policía le dice al compañero ¡llévatelo y dale una madriza por puto! Son experiencias que no se la desearía ni a mi peor enemigo. El recordarlo da miedo.
Había cábolas de 21 años que se drogaban y te decían: quiero matar. Les drogan para que lo que hagan, para que maten dentro de la cárcel. Ahí dentro también quieren el control de la droga porque se mueve mucho dinero, es como una ciudad. Hay gente que vive mejor ahí dentro que a fuera por todo lo puedes conseguir. El nivel de adicción es tan grande que si bajas la calidad de la droga te metes en un pedo.
Vi muchos Zetas pero ni siquiera se conocen entre ellos, es sólo el puro negocio. No hay compañerismo o afinidad entre ellos. Conocí a uno de los zetas, traía una zeta enorme en la espalda. Ese cábola me platicó cuántos muertos bajó, cuántos muertos acomodó. “ A mí lo que me sobra es dinero”, decía. Mataron a sus padres, a sus hermanos… Ya están solos en la vida, ya no les importa nada. Tenía como 26 años.
Todo lo que existe fuera allí dentro lo hay: pizza, camarones, hamburguesas, tacos de guisados, gorditas, incluso una hamburguesería que llaman Mc Reno (Reclusorio Norte).Hay gente que viene de prisiones de máxima seguridad en Estados Unidos y aquí no hace nada, se lo comen. Hoy todavía no puedo dormir bien. Pienso que estoy allí metido y veo la sangre, todo ese mundo…”.