miércoles, 4 de noviembre de 2009

De por qué hago esto...


Hace unas semanas, Doña Rosa, dueña de unas manos privilegiadas para la elaboración de pizzas, me preguntaba que por qué camino de un lugar a otro. Que qué bueno conocer tantos lugares. Le respondí que el viaje no significa necesariamente conocer, depende mucho de cómo y por qué se viaja. Un viaje puede cambiar la vida o ser una pérdida de tiempo. Quizá la mejor forma de saberlo sea haciendo una ecuación entre el tiempo que ha pasado desde que llegaste a casa y el tiempo que tardas en hacer de nuevo las maletas.

¿Por qué lo hago? Lo hago porque dudo. Al principio llevaba esta palabra en mi mente como una losa invisible a la espalda. Hoy me doy cuenta de que mis dudas son un síntoma positivo. Significa que empiezo a comprender, y lo más importante, significa que estoy vivo. Se trata de algo innato, enfermizo, y hasta cierto punto trágico. Siempre creo que mi destino está lejos del lugar donde me encuentro, que queda un mundo por conocer y, sobre todo, por escuchar. Me temo que la búsqueda no acabará nunca, aunque llegue el momento del último destino. Entonces miraré ese cartel y seguiré desgarrándome a preguntas.

Pero hay una razón más importante que no es tan biológica sino que se aprende por el camino. Me gusta vivir a través de los ojos de la gente, de su voz y sus sentimientos. Es algo hermoso. No me canso de escuchar historias, es como estar viviendo una larga novela con personajes, luchas y sentimientos reales. Yo sólo soy el narrador, una sombra que algún día se cuela en sus vidas y se despiden de ella como ese chico que, intuyen, “nunca volverá”.

Siempre me ha traído la idea de pensar que hay gente en algún lugar del mundo que te está esperando. Que de alguna forma cambias el ritmo de su rutina por unos instantes y ellos cambian tu vida para siempre. Ganas más de lo que das. Por eso escribo. Para darles voz. Para pagar la tremenda deuda que tengo con ellos, esa enseñanza que me ofrecen, y decirle al mundo de los que están arriba que los gritos de esta gente no va a ser silenciado, no mientras yo viva y me queden palabras por gastar.

Me admira cómo un joven puede sonreir con tanta sinceridad después de contar que a su hermano mellizo lo acribillaron a balazos pensando que era él. Despachar el pasado con una sonrisa es una fuerza por vivir tan grande que te traspasa las entrañas. Admiro la capacidad de supervivencia de tanta gente que no da su brazo a torcer, aunque hayan vivido una larga noche de sesenta años. Escribir sobre esta gente es lo mínimo que puedo hacer por ellos. Es parte de mi vida.

Hay muchas formas de viajar, no invento nada con estas palabras. Puedo decir con orgullo que no hago turismo ni me atrae en absoluto. Disfruto del arte, por ejemplo, cuando lo encuentro, casi siempre de una manera casual. No lo busco. La mayor parte del tiempo prefiero perderme por los lugares por los que nadie quiere ir, o no pretende encontrar nada. Es allí donde por lo general encuentro las mejores experiencias. En esos lugares hay personas deseando contar su historia, aunque permanezcan olvidadas como los deshechos de piedra de una iglesia barroca.

Doña rosa padece una profunda depresión desde hace años. Su marido la abandonó de un día a otro con tres hijos en plena infancia. Nunca ha podido superarlo. Era escritora y profesora de niños de cinco años. Dejó el mundo de la palabra porque el sentimiento volcado sobre el papel era tan fuerte que mermaba sus fuerzas. Su hijo mayor puso una pizzería para que no pasara tanto tiempo sola. Su figura es débil, la piel de su cara es una lámina de agua que llora sobre sus ojos y boca. Critica al gobierno con la conciencia segura de una persona que se ha labrado el futuro a golpes. Ella también quiere vivir a través de mi experiencia y, por qué no, quizá mañana vuelva a coger la pluma de ese rincón de polvo que permanece silenciada en su escritorio.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Ipiales, Colombia


Hay estigmas comunes entre las personas que habitan la frontera colombiana: seriedad en los rostros, miradas huidizas, silencio. Asqueados de sentir miedo, han optado por caer prisioneros en las celdas del alma, el único lugar seguro en una tierra amenazada por guerrilleros, paramilitares y ejército.

Es un secreto a voces que en las montañas de Nariño (un golpe de vista desde Ipiales), las FARC imponen ley y orden. Los cultivos de coca se cuentan por hectáreas. Si decides meterte allí, es bajo tu única responsabilidad. Campesinos y humildes trabajadores bajan de esas montañas con historias dramáticas cosidas al corazón. Son huidos, expulsados, desterrados por la suerte de las armas, y con suerte, refugiados políticos.

Roberto tiene 37 años, una mujer y dos hijos que todavía no han alcanzado una década de vida. La familia no se pierde de vista en todo el día. Piden dinero en los escasos semáforos de Ipiales. La pesadilla se lleva prolongando durante tres meses, y no se acabará hasta que llegue un papel que les acredite como refugiados. De momento sólo son desplazados con derecho a sobrevivir. Se alimentan en un comedor social, rodeados por más de doscientas bocas selladas que, de vez en cuando, escupen historias comunes. Historias de lamento y dolor.

Roberto llevaba una vida sencilla como chófer en un pueblo de Nariño. Conocía a los comandantes del campamento de las FARC que opera en la zona. Contaban con él para desplazarse de un lugar a otro, abastecerse de alimentos, o transportar droga para procesarla en Ecuador. Un día Roberto se negó a seguir siendo cómplice de lo ilegal. Y lo pagó caro. Miembros de la guerrilla quemaron su casa y le dieron 24 horas para marcharse.

Las muertes han dejado de ser noticia en Nariño. El sicariato es la máscara en la que se ocultan paramilitares e insurgentes para ajustar cuentas. Los primeros son puros mercenarios cuyo nombre se desdibujó cuando su núcleo duro fue disuelto hace una década. Han regresado y su objetivo no son los asesinatos “políticos”. Para los paramilitares, ahora las FARC son enemigos abonados al narcotráfico. Demasiado dinero para compartir. En el camino violan y matan a civiles que tienen el valor de mirarles a los ojos.

Los guerrilleros continúan con el reclutamiento de niños mientras mantienen amordazados a hombres que han permanecido encadenados hasta once años en la selva colombiana. Han recurrido a una guerra sucia e inhumana, acosados por un Gobierno cuya política se ha movido en el mismo terreno fangoso. El movimiento revolucionario más antiguo de los que sobreviven en Latinoamérica es una caricatura de los ideales que lo impulsaron. Hoy sus miembros pueden ser juzgados por crímenes contra la humanidad.

La gente de abajo no entiende de guerras políticas y continúa su lucha por comer día a día. Como en Colombia el gas es más caro, los ecuatorianos han creado senderos ocultos para transportar en mula dos o tres bombonas y venderlas en el país vecino. Una caminata de dos días para obtener cinco dólares. Como en Ecuador la gasolina es más barata, los coches colombianos hacen cola en las gasolineras para repostar. Cada día se decomisan productos de todo tipo. No muchos. La policía es tan corrupta que ya tiene establecidas tarifas de paso por carga y producto. Como el comerciante se queda jodido porque le han soplado 30 dólares por pasar tres cajas de leche, no duda en subir los precios para que el consumidor final se joda como él. Y así continúa la cadena del comercio ilegal. Todos jodidos, menos los policías, que además, son lo que cuentan con los salarios más altos.

Hay ancianas en Ipiales que pasean por la calle con una cabra. Las ordeñan cuando algún vecino les pide un vaso de leche que, se supone, tiene propiedades curativas. Sus estómagos están armados de paciencia y resignación. Las bacterias pasan desapercibidas como los grupos de guerrilleros que, vestidos de soldados o civiles, comen un plato de mariscos en los restaurantes de la zona.