Una anciana susurra frente al rostro sin vida de ‘Tatic’ Samuel. Envuelta en un manto gris, besa el vidrio que le separa del semblante pálido del obispo; cierra los ojos, susurra de nuevo, se persigna, se va. Detrás de ella cientos de mujeres y hombres hacen fila esperando llegar hasta el féretro con los restos del que fue su guía espiritual durante 40 años. Bajan de las montañas, de lejanas comunidades tzotziles, tojolabales, choles, zoques… Caminan kilómetros como en su día el obispo emérito de San Cristóbal de las Casas recorrió esas montañas para decirles que no estaban solos. Su muerte, dicen los indígenas, no ha apagado su nombre.
“Yo era pequeño pero recuerdo que ‘Tatic’ Samuel nos enseñó a hacer la señal de la cruz; recuerdo los primeros bautizos y sus primeras oraciones. Nos ayudó a recuperar nuestra dignidad” Vestido con calzón de manta, huaraches y sombrero de caña, Mariano, 52 años, recuerda al obispo antes de arrodillarse frente a un altar improvisado con velas y pétalos de rosa esparcidos por el suelo. Algunos ancianos lloran a su lado, lágrimas rocosas de hombres que aprendieron desde niños que el llanto no vale para nada. Los cantos litúrgicos reverberan por los muros de la iglesia de San Cristóbal mientras un sacerdote recuerda desde el altar la llegada de Samuel Ruíz a la Diócesis en 1960: “entró por esa puerta con una cola principesca y acabó caminando por selvas, montañas y lodo”.
Formado en la Universidad Gregoriana de Roma, el prelado, de entonces 35 años, se encontró con una realidad que traspasó los muros de una doctrina adquirida en las aulas. “Llegué a Chiapas con la idea de convertir a los indios pero fueron ellos quienes me convirtieron a mí”, decía Ruíz a sus allegados. Samuel empezó a caminar con una cruz de plata en el pecho. Llegó a los rincones más olvidados de la Selva Lacandona y los Altos de Chiapas, donde encontró pueblos desesperanzados y con las páginas de su historia quemadas durante siglos. En poco tiempo el obispo cambió la cruz de plata por una de madera y llevó la experiencia de su Diócesis hasta el Concilio Vaticano II, celebrado en 1965. La Iglesia católica corroboró su empeño evangelizador por tierras latinoamericanas y asumió la necesidad de hacerlo respetando la idiosincrasia de los pueblos indígenas, algo que Samuel Ruíz ya había empezado a poner en práctica entre los indígenas de Chiapas.
El obispo nacido en Irapuato (Guanajuato), aprendió las lenguas mayas y dio al indígena la oportunidad de desarrollar su propia reflexión sobre la fe. La catequesis del Éxodo se convirtió en su modelo de evangelización, comparando al pueblo judío que huyó de Egipto en busca de la Tierra Prometida con los indígenas que fueron expulsados de la región de los Altos para instalarse en la Selva Lacandona. “Tatic Samuel: te fuiste. Aquí quedamos tus hijos… seguiremos caminando por la paz”. Los mensajes se repiten por los carteles colocados en las fachadas del santuario católico cristobalense, y las coronas de flores blancas que van llegando desde las comunidades e instituciones civiles para despedir al “obispo de los pobres”. Tenía 86 años.
En el patio del templo de San Nicolás se ha instalado un comedor durante los dos días de funerales. Una larga fila de indígenas espera su turno para recibir el desayuno. La carencia agudiza el ingenio. La fila se extiende hasta la calle, donde se van sumando vendedores ambulantes y niños de 11 años que venden cigarros y a los que nunca les llega una noticia, a no ser que sea el reparto de comida gratis. Los pobres de Samuel Ruíz siguen extendiéndose por pueblos y ciudades.
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Algunos de los sacerdotes y diáconos presentes durante los funerales visten sotanas bordadas con motivos indígenas. Bailan danzas tzeltales en un momento de la ceremonia. Muchos nos preguntamos si hubiera sido posible esa escena si Samuel Ruíz no hubiera pasado por la Diócesis. Los pastores hablan de él como “profeta”, “obispo de los marginados” y “apóstol de los pobres”. Los indígenas guardan silencio.
Para la ceremonia convocada a las 7 de la tarde llegan más mestizos y “coletos” (originarios de san Cristóbal), los mismos que en su día censuraron al obispo por agitador y hoy le rinden un tímido homenaje. La iglesia está abarrotada con cientos de personas. El obispo de Saltillo, Raúl Vera, diseña un discurso más cercano a la tierra que al cielo: “la Iglesia está al servicio del mundo y no de sí misma”, afirma. Vera habla de los fariseos, de la conquista española y los errores del pasado: “cuando conocí Chichen Itzá me pregunté, ¿acaso en esa obra de arte no está Dios?”La palabra del obispo se enciende cada segundo y supura contra una Iglesia “con hombres que se creen superiores a los demás pecadores” por el hecho de subirse al altar. Habla de ese Samuel que recorrió las calles enseñando a la jerarquía eclesiástica lo que hay que hacer: “no se puede dejar para sí mismo lo que Cristo ha traído para el mundo”. Sus palabras incluyen metáforas bélicas en el momento más exaltado de su discurso: “‘Tatic’ creó un auténtico arsenal de evangelizadores indígenas”.
Durante la Conferencia Episcopal de Medellín (Colombia), celebrada en 1968, varios obispos de Latinoamérica definen “la opción preferencial por los pobres”, que impulsaría la teología de la liberación y de la que Samuel Ruíz fue uno de sus máximos exponentes en México. Con la oposición de los sectores más conservadores de la sociedad chiapaneca, el prelado empieza a nombrar diáconos indígenas permanentes a partir de la década de los 70. En sus 40 años como obispo de la Diócesis de San Cristóbal ordenó a más de 500 quinientos diáconos y ocho mil catequistas, un ejemplo democratizador de la Iglesia autóctona y una provocación para el Vaticano, que de la noche a la mañana veía a indígenas casados y con hijos impartiendo la comunión en ese rincón al sur de México.
Samuel Ruíz se abrazaba a la causa social de los pobres y agitaba la arena política. Ni el Gobierno mexicano ni el Vaticano aceptaron sus métodos, y en el caso de la corte pontificia, la de ninguno de los teólogos de la liberación que espoleaban al indígena latinoamericano para defender sus derechos, como Leónidas Proaño en Ecuador, autor de obras tan agitadoras como ‘Evangelio subversivo’, o la de Fernando Lugo, en Brasil. Las relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano se restablecieron en 1992 y tomaron medidas para tratar de quitar de en medio a Samuel Ruíz. El entonces nuncio apostólico, Girolamo Prigione, fue el encargado de anunciar la propuesta de Juan Pablo II al obispo de Chiapas: renunciar o rectificar.
Samuel Ruíz escribió una carta pastoral que había hecho llegar al Papa durante una visita a México. En ella denunciaba la situación del indígena desde la conquista española, así como la corrupción, el abuso y el racismo de las autoridades mexicanas, que “hacen del indio un extranjero en su propio territorio”. Con el título de En esta hora de Gracia, Samuel Ruíz recordó lo que muchos políticos querían silenciar: “En las elecciones nos obligan a votar por el partido oficial: el PRI… El capitalismo necesita de las privatizaciones y del Tratado de Libre Comercio para seguir avanzando en beneficio de los más fuertes, de los más poderosos, abandonando a sus suerte a miles de campesinos y obreros”. El prelado aguantó la envestida del Gobierno y el Vaticano. Esperó hasta el 24 de noviembre de 1993, el día en que cientos de indígenas desfilaron por las calles de San Cristóbal en apoyo al ‘tatic’, que ofreció una misa de más de tres horas y salvó su puesto. Sólo unas semanas después, el 1 de enero de 1994, estalló la revuelta indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
“México es hoy uno de los países más violentos. Vemos ahora las consecuencias de encerrarnos en nosotros mismos. Esa es la miseria que vivimos hoy en el mundo, sólo nos movemos por intereses de pequeños grupos. Reconozcamos nuestras resistencias a construir un mundo verdadero. ‘Tatic’ partió de los más insignificantes; los pobres le llevaron a iluminar el mundo”. La iglesia enmudece tras el discurso del obispo Vera. Algunos de los presentes tienen la conciencia intranquila. Los indígenas siguen guardando silencio con las cabezas cubiertas por mantos.
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Decenas de personas trepan por la base de la enorme cruz que se alza en mitad de la plaza principal de San Cristóbal. Son las doce del mediodía y la última misa antes de dar sepultura a Samuel Ruíz. La explanada está ocupada con miles de fieles. El nuncio apostólico Christophe Pierre dirige las exequias con su inconfundible acento francés. Representantes indígenas leen fragmentos bíblicos en lengua tzeltal, chol, tojolabal y zoque, con ese acento melancólico de las lenguas nativas que parece ahogarse en cada sílaba. También hay palabras en quiché para los guatemaltecos refugiados en México por la guerra civil que asoló el país centroamericano durante más de 30 años y para los que el obispo mexicano tuvo un trato especial. Llegan condolencias del Vaticano y del Episcopado Mexicano. Hoy no es el día para manchar la hoja de vida de don Samuel Ruíz, al menos no en público.
“Le han acusado de rojo, de comunista, y de lo único que es responsable es de haber devuelto la dignidad al indígena, de hacerle sujeto de la Historia”, clamaba un indígena desde el altar durante la ceremonia de la noche anterior. El alzamiento del EZLN en el 94 generó todo tipo de especulaciones en el gobierno de Salinas de Gortari, que buscaba desesperadamente poner rostro a los insurgentes. En uno más de sus muchos errores, los servicios de inteligencia mexicanos llegaron a colocar en la cúpula de la guerrilla a Samuel Ruíz, regalando argumentos “oficiales” a los detractores del obispo, dentro y fuera de la Iglesia. Lejos de participar en la gestación del aparato militar del EZLN, no cabe duda de que el prelado abrió las puertas para que el subcomandante Marcos germinara su proyecto guerrillero en regiones donde la Diócesis tenía una fuerte presencia. Atraído por la experiencia nicaragüense y la labor de una parte de la Iglesia al lado de los sandinistas, el obispo pudo pensar en algún momento en la opción armada como única salida a la situación del indígena.
Los procesos de paz en El Salvador y Guatemala volvieron a llenarle de contradicciones y, a través de SLOP (raíz, en tzeltal), la pequeña organización “de defensa” creada por la Diócesis, empezó a difundir entre las comunidades mensajes de desaprobación por el movimiento armado. Los destinos de Marcos y Samuel Ruíz, sin embargo, parecían estar unidos. El obispo acabó convirtiéndose en el mediador en los diálogos mantenidos entre el EZLN y el Gobierno, mientras se acercaba el fin de la hegemonía del obispo en la Diócesis de San Cristóbal, anunciada para el año 2000. Durante el proceso fue nombrado candidato al Nobel de la Paz y premiado por la UNESCO por su labor entre los indígenas de Chiapas. Lo político, social y religioso convergían en la mente de monseñor Samuel, a veces sobreponiéndose unas a otras. En una entrevista realizada en 1995 para el suplemento Enfoque del diario Reforma llegó a exclamar: “Me importa la liberación, la teología me vale un bledo”.
Una pantalla en el exterior de la iglesia retransmite los minutos en que Samuel Ruíz recibe sepultura en el altar mientras los presentes guardan un silencio conmovedor. “¡Queremos obispos al lado de los pobres!”, claman algunas voces. Con su presencia masiva en el sepelio, los indígenas dejan clara la labor social y religiosa del obispo en sus comunidades durante 40 años. Llegan desde las montañas para decir adiós a ‘tatic’, envueltos en mantos, con huaraches, largas trenzas y una tupida sombra en el presente: “Papá- mamá Dios te esperan. Recuérdales que la masacre de Acteal sigue impune”, leyó un portavoz de la sociedad civil Las Abejas en los últimos minutos de la despedida. Samuel Ruíz entendió desde el principio que su misión evangelizadora no podía desligarse de la lucha social, y con ella del conflicto político, a pesar del indígena.