martes, 17 de abril de 2012

Recuerdos (sobre lo humano)




La abuela era una mujer de pocas palabras. Decía siempre lo justo, como si el tiempo, tan valioso,  fuera a perderse en su boca y no en la de otros, de los que tanto quería aprender. La boca del otro era un megáfono de noticias lejanas, inasibles, como fuentes de agua en el desierto. Esos labios hablaban de historias que ella nunca pudo leer, de trenes que no pudo alcanzar.

Cuando nadie tenía nada más que decir, la abuela se levantaba de la mesa y caminaba hacia la huerta. Estaba cansada, pero se desenvolvía entre los surcos de la tierra como aletea un delfín anciano en las profundidades del mar.  En el huerto sembraba pensamientos y, cuando la cosecha no era buena, recurría a Dios, el único que no cobra por consulta.

Por todo eso, la abuela callaba. 

Los inviernos helados de Hospital de Órbigo habían hecho de ella una mujer rocosa. El abuelo murió joven, o viejo, depende, porque vivió la eternidad del campo, que suele cobrar un tributo de diez años de vida. La abuela se negó a pagarlo y llegó a los noventa y tantos. En ese tiempo no  se quejó de nada, nunca reclamó a nadie. Ya en los últimos años, caminaba sola varios kilómetros desafiando al impaciente reloj del olvido. Sí, era fuerte. Una mujer de trigo cultivada en días largos y noches cortas. 

Yo tendría unos 11 años en uno de los veranos en que fuimos a visitarla. El día de regreso a Madrid la abuela salió a la calle, como siempre, para despedirnos. Mi hermana y yo decíamos adiós por la luna trasera. Yo pensaba: “la abuela está bien, seguro”. Ella se quedó allí, de pie, con las manos entrelazadas a la altura del vientre y  su gesto severo, inmutable.  

Recuerdo su silencio interrumpido por una tos que era la marca del tiempo, de esos años que pasan urgentes. Recuerdo sus fuertes brazos y el vigor de un pecho que caminaba siempre por delante de la cabeza. Recuerdo a esa mujer que callaba en aquella despedida, cuando decíamos adiós por la luna trasera y un par de lágrimas, tímidas, se liberaron de sus ojos con todo el peso de noventa años de silencio.