La abuela era una mujer de pocas palabras. Decía siempre
lo justo, como si el tiempo, tan valioso, fuera a perderse en su boca y
no en la de otros, de los que tanto quería aprender. La boca del otro era un
megáfono de noticias lejanas, inasibles, como fuentes de agua en el desierto.
Esos labios hablaban de historias que ella nunca pudo leer, de trenes que no
pudo alcanzar.
Cuando nadie tenía nada más que decir, la abuela se
levantaba de la mesa y caminaba hacia la huerta. Estaba cansada, pero se
desenvolvía entre los surcos de la tierra como aletea un delfín anciano en las
profundidades del mar. En el huerto sembraba pensamientos y, cuando la
cosecha no era buena, recurría a Dios, el único que no cobra por consulta.
Por todo eso, la abuela callaba.
Los inviernos helados de Hospital de Órbigo habían hecho
de ella una mujer rocosa. El abuelo murió joven, o viejo, depende, porque vivió
la eternidad del campo, que suele cobrar un tributo de diez años de vida. La
abuela se negó a pagarlo y llegó a los noventa y tantos. En ese tiempo no
se quejó de nada, nunca reclamó a nadie. Ya en los últimos años, caminaba
sola varios kilómetros desafiando al impaciente reloj del olvido. Sí, era
fuerte. Una mujer de trigo cultivada en días largos y noches cortas.
Yo tendría unos 11 años en uno de los veranos en que
fuimos a visitarla. El día de regreso a Madrid la abuela salió a la calle, como
siempre, para despedirnos. Mi hermana y yo decíamos adiós por la luna trasera.
Yo pensaba: “la abuela está bien, seguro”. Ella se quedó allí, de pie, con las
manos entrelazadas a la altura del vientre y su gesto severo, inmutable.
Recuerdo su silencio interrumpido por una tos que era la
marca del tiempo, de esos años que pasan urgentes. Recuerdo sus fuertes brazos
y el vigor de un pecho que caminaba siempre por delante de la cabeza. Recuerdo
a esa mujer que callaba en aquella despedida, cuando decíamos adiós por la luna
trasera y un par de lágrimas, tímidas, se liberaron de sus ojos con todo el
peso de noventa años de silencio.