lunes, 16 de julio de 2012

El viejo y su montaña

 



Durante los combates decisivos que cambiaron la historia de Nicaragua, Alberto se encontraba solo en la cima de una montaña. Escuchaba consumirse las hebras del tabaco y conversaba con los pájaros. Ellos, dice, hablan mucho cuando va a llover.

 Era un día cualquiera de un mes irrelevante de 1978. Este hombre delgado pero gigante, con su pelo blanco, largo y tempestivo, sin dientes y las alpargatas remendadas en todas las direcciones, llevaba casi 33 años en el mismo lugar. Vivía como ermitaño, comiendo vainas silvestres y consumiendo cosusa, un licor de maíz conocido popularmente como “patada de mula”. Aquel día, envuelto en el humo del cigarro, miraba su
montaña con dos cinceles en una mano y una piedra de río en la otra.

Tres décadas después terminó su obra. Las laderas de la montaña están llenas de piedra con forma de elefantes, jaguares, guerrilleros y poetas. El hombre que aprendió a escribir en su vejez, concibió un sueño que plasmó con esculturas, días tras día, sobre un cerro indómito mientras veía crecer su pelo, su barba y sus pensamientos. “El que no tiene amigos, no tienen nada”, dice, pensando en voz alta.

Alberto duerme hoy en la misma chocita de madera de su infancia, viejo y solo, debajo de la montaña, hablando con los pájaros y escuchando consumirse las hebras del tabaco en una cima donde pasa la vida, lentamente.


jueves, 12 de julio de 2012

Un poeta que resiste



Camino pensando en ese hombre  que me espera en su oficina a las once y media en punto. Aquel hombre que se arrodilló ante Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua en 1983, cuando el máximo pontífice retiró su mano y le recriminó que pusiera en orden su vida, porque, difícilmente, iba a aceptar en sus filas a un cristiano, marxista, sacerdote católico, guerrillero, teólogo de la liberación y ministro de cultura de un gobierno rebelde. Y todo eso, era entonces Ernesto Cardenal.

A sus 87 años, el poeta que desafió al Vaticano se ha mantenido conservador con su imagen: guayabera, pelo largo, barba cana y boina negra. Y así, tal cual, me recibe. 

Durante una hora me explica que sigue siendo un recluta de la única revolución posible, la de los pobres;  que el Vaticano sigue siendo una mentira y que la historia tiene una deuda con los ideales de Marx; que se encuentra cómodo en el silencio, que volvería a entregar su vida a   Dios y que el hombre es un lobo para el hombre… ¿quién si no?


sábado, 30 de junio de 2012

Vladimir


Roger me cuenta que algún día, a finales de los 70, estuvo colgado de ese árbol de mango, con los pulgares atados a las ramas, una cuerda alrededor de sus testículos y una plancha de hierro en el extremo. Me cuenta que era de noche, que le custodiaban dos agentes de la guardia de Somoza y que uno de ellos silbaba en la oscuridad:

-Me apetece escuchar música- exclamó. 

-Qué música querés escuchar… - respondió el compañero. 

- Tocáte una palomita… 

El guardia se acercó a Roger, tensó la cuerda atada a sus testículos y con los brazos inutilizados bajo el mango, apretó los dientes para contener el dolor.

Me dice Roger que le metían la cabeza en bidones de agua, que recuerda las descargas eléctricas y la voz del guardia preguntándole una y otra vez dónde estaba el “hioputa de Vladimir”, el pinche guerrillero que dirigía la columna Iliana Fernández, el jodido comunista que no dejaba de abatir soldados por las calles de León. Pero Roger mantenía silencio sin revelar ninguna identidad. “No podía”, me cuenta, 33 años después. “Vladimir era yo”.



 
"El joven que muere torturado por no confesar se convierte en un testimonio absoluto de la humanidad. Gracias a él, se puede seguir viviendo" 
Ernesto Sábato





miércoles, 13 de junio de 2012

El tacto



¿Y qué es el tacto?, pregunta Pedro Sorela a John Berger, escritor y crítico de arte inglés, hace unos años, cuando Sorela comandaba el barco cultural del diario El País y todavía se hacían entrevistas sustanciosas a escritores de los que es difícil encontrar un solo libro en los grandes centros comerciales de Madrid.




Berger respondió:

"Es lo que ocurre naturalmente cuando dos seres se aman, en el momento en que se entienden. Las personas se hieren cuando el tacto ha pasado. El tacto es una forma de meterse cada uno en el espacio del otro: hay una complicidad, un complot, una especie de conspiración. Juntos desafiamos la vida".

Recuerdo a Ismael, cuando caminaba cogido de la mano con su mejor amigo en la sabana de Burkina Fasso. Alguna vez, con la complicidad del tacto, le contó a su amigo que un día robó pan, porque el hambre era ya insoportable. Pero el dueño de la tienda le sorprendió, y disparó con su escopeta dejando rastros de plomo en la cabeza de Ismael, que hoy no puede levantarse solo y mantener el equilibrio.

Le recuerdo a sus 25 años, caminando con una sonrisa constante, que era su forma de decir gracias por seguir vivo. Después de él, vería a otros hombres entrelazados a orillas de ríos secos y lagos de tierra cuarteada. En lo más profundo del África negra, ellos desafiaban la vida estrechando sus manos.


martes, 5 de junio de 2012

El viaje de los elefantes





Con ese olor agrio del sudor cicatrizado en sus pieles, treinta campesinos velan el cuerpo de una compañera. Llevan tres días rezando frente a un cadáver que ya empieza a descomponerse. Me cuenta el Padre Iván, a unos metros de ellos, que a veces llegan a tenerlo seis días en sus casas y que se niegan a dejarlo ir, aunque la tierra los reclame. El Padre lo sabe bien, acostumbrado a largas travesías en moto, en mula o a pie, con La Biblia en la mano, evangelizando aldeas a orillas del río Coco, donde ahora escribo esto, aplastando mosquitos contra mi brazo y rodeado de cerdos enfangados sobre calles polvorientas.

El Padre Iván es ya un amigo con el que comparto conversaciones a media tarde en esta cordillera de pobres. Me dice entre risas, cayendo el sol, que sólo dos especies sobrevivirían si se acabara el mundo, las cucarachas y las monjas, porque, “hay que ver cómo se adaptan esas mujeres a todos los ambientes”. 

Hablando de cosas un poco más serias, me dice que el hombre se aferra desesperadamente a la vida según avanza su edad. Entonces recuerdo una de las filosofías más reveladoras (una de tantas) que me enseñó mi padre (el de sangre) cuando era un niño. Él me contó que en otros tiempos, allá por Asia, los hombres que veían cerca el final se despedían de sus familias para caminar al lado de los elefantes que se separaban de las manadas. Lo hacían, me dijo mi padre, para morir y dejar vivir.


lunes, 28 de mayo de 2012

Realidad




León, Nicaragua. A finales de mayo.

Los días de tormenta, Enrique se acuerda de los muertos de la revolución. Mira su mano y recuerda los cócteles molotov entre sus dedos, detrás de las trincheras, con un par de balas en las cananas y el paliacate cubriéndole el rostro. Cae la lluvia y piensa en los charcos rojos de sus compañeros abatidos por la Guardia Nacional de Somoza, heridas sobre los uniformes desgastados de los guerrilleros, sobre sus rostros adolescentes y los gestos de rabia diciendo: “‘hioputas’, seremos libres”. 

El cielo truena y Enrique se acuerda de todo eso, con el brazo agonizando de dolor. Una ráfaga de metralla le alcanzó en aquellas trincheras. Le entubaron el brazo por dentro, y los rayos, o la luna llena, alteran desde entonces la aleación.


Las tormentas le recuerdan, treinta años después, que no tiene dinero para cambiar el metal que ya no sirve. Se acuerda de que algunos de sus comandantes presiden hoy el país. Se acuerda de los compañeros muertos y aprieta fuerte los puños para contener el dolor.  

martes, 22 de mayo de 2012

Recuerdos e ilusiones


En Nicaragua, como en tantos otros lugares con derecho a guardar silencio, los hombres no tienen jubilación ni planes de pensiones. Terminan de trabajar, sencillamente, cuando se mueren.

Pero en las tardes, cuando el campo descansa, los ancianos salen a los patios de las casas y se cuentan viejas historias, a veces sinceras y otras exageradas, porque ninguno quiere recordarse como uno más en esa severa dictadura que es el tiempo y que todo lo acaba.

Un joven pasó con una botella de ron frente a uno de esos ancianos y éste le pidió un trago. El joven se acercó y le puso la botella delante, ofreciéndole ron a cambio de una “pasada”, como llaman a esas historias que de tanto recordarlas, se olvidan. El viejo le contó la más sincera que conocía: “Nosotros lo viejos vivimos sólo del puro recuerdo, pero ustedes, los jóvenes, sólo de puras ilusiones”.

 El joven se rió, le miró a los ojos y le regaló la botella.


P.D: Un pajarito me dijo que andaba preocupado, porque de tanto viajar se dio cuenta que en el mundo abundan los recuerdos de ilusiones... perdidas.